En esta pelea de gallos dos mil dieciséis Shakespeare vs. Cervantes que va ganando el bardo inglés, la vuelta a la ficción de Iciar Bollain después de También la lluvia
(2010), puede entenderse sin duda como un homenaje a la peripecia vital
del Caballero de la Triste Figura. La directora madrileña confecciona
una recreación del emprendimiento quijotesco más genuino, jaleado y
agrandado por las bondades tecnológicas de nuestros tiempos.
Es esta una historia que toca múltiples temas, quizá demasiados, con
aspiraciones de película generacional con la que todo espectador puede
identificarse /indignarse. El punto de partida es original. Un olivo
milenario pasa de contemplar la vida en su tierra mediterránea a
presidir el diáfano vestíbulo de la sede de una multinacional energética
alemana. Una vez más, la mano caprichosa del hombre ha trastocado el
orden natural, y las raíces transplantadas del olivo se han llevado por
delante las de la familia que lo vendió por un puñado de euros.
Es inevitable asistir al declive de esta familia y de su microcosmos
sin recordar las vidas enfangadas descritas en las novelas de Rafael Chirbes.
Asociar Comunidad Valenciana y corrupción es ahora casi un tópico
renacentista, y queda claro, aquí también, que todos sus escandalosos
desmanes necesitaron de la cooperación necesaria del ciudadano de a pie.
Pero sin juicios morales.
El problema de la película es justamente ese, que todo queda
meridianamente claro. El esquema narrativo tradicional, con su escalada
progresiva en la intriga, los puntos de giro de rigor, y las dosis
justas de imágenes estrafalarias, sin olvidar la poesía en las escenas
de retrospección nostálgica en el olivar. Es una road movie por
territorio aún Schengen que quiere ser fábula y denuncia al mismo
tiempo, jugar en un plano simbólico, y a ras de suelo, y la combinación
adecuada no termina de encontrarse.
El entramado entre crisis existencial y crisis social está bien
definido. Los personajes, lo mejor de la función, acarrean cada uno una
carga diferente y explosiva al entrar en contacto con las otras. Afirma
la directora en diversas entrevistas y notas de prensa que buscó ante
todo la naturalidad, y por ello se embarcó en un casting intenso de
actores debutantes o no profesionales, oriundos de la tierra. Un acierto
pleno. El abuelo, catalizador de la parte emocional de la historia, es
vivido, más que interpretado por el agricultor Manuel Cucala. Sin apenas
líneas de guión, sus miradas ante la pérdida y el desmoronamiento
atrapan. La quijotesca veinteañera, recuerdo de rebeldías de antaño,
Anna Castillo, irrumpe en el panorama actoral con serias posibilidades
de Goya el próximo año. Los productores ya parecen haber tomado nota: la
misma semana de estreno de El olivo, los telespectadores han podido
verla en El Ministerio del Tiempo repitiendo espontaneidad y desparpajo.
El enamorado silencioso, que lo deja todo para seguir a su amada, es un
solvente Pep Ambrós, muy conocido en ambientes teatrales catalanes,
pero aquí un debutante más. Javier Gutiérrez, idóneo de nuevo en un
papel tragicómico representante de todos aquellos que perdieron el tren,
o el camión en su caso, de la prosperidad. Miguel Ángel Aladrén da el
toque de sosiego al personaje más desagradecido.
Quijotesco es también el intento de humanizar a las gentes alemanas.
Esas jóvenes tan rubias como solidarias con la locura de Alma, que
alimentan a la rebelión anticapitalista por Facebook, está por demostrar
que existan aún.