cabra

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domingo, 10 de diciembre de 2017

STRANGER NOSTALGIA




La irrupción de Stranger Things hace dos veranos fue entusiásticamente recibida por todos aquellos treinta y que han hecho de mirar hacia atrás sin ira una forma de vida. Lo tenía todo. Un festival de recuerdos idealizados y prestados de aquellos, nosotros, que se dejaron colonizar mansamente por el construcción estadounidense de la infancia. Aquellos, nosotros, miraban con misericordia a sus ascendientes, que en las reuniones familiares evocaban la televisión en blanco y negro, a la vez que adoptaban como generacionales los veranos yanquis en bicicleta, con sus tardes de pesca, sus aventuras en minas abandonadas, sus contactos extraterrestres. Todo mucho más estimulante que las horas al sol en Torrevieja, Alicante, al cuidado de la tía Enriqueta. La EGB se ha sacralizado, y la pugna con los millenials es desigual; a saber qué podrán rescatar ellos sin buscar en Youtube. Por eso, las expectativas generadas por la nueva tanda de episodios era grande, y así la trabajó Netflix en la publicidad que inundó el transporte público, solo accesible para los conocedores del Upside Down. (Los demás seguirán pensando que los operarios colocaron los carteles al revés). Los hermanos Duffer, demasiado jóvenes para haber asistido en directo a los hitos del cine que recrean, han tomado la idea de “lector ideal” de la estética de la recepción, y se han confeccionado un espectador a medida. Con una primera temporada sorprendente en su fidelidad a los clásicos, cautivaron a los que buscaban razones para evocar sus primeros años como un paraíso. En estos tiempos de oda al sucedáneo, daba mucho más miedo el Demogorgon que la obsesión de Richard Dreyfuss por la Torre del Diablo.
Así pues, abandonado el período estival de emisión, que no concordaba con las tramas desarrolladas en pleno curso escolar, la segunda temporada nos ha dado más, mucho más, pero no mejor. Culpa de las expectativas. Al igual que vimos en otras series de aquí, tipo El Ministerio del Tiempo, la referencialidad y vertientes pueden ser una plaga. Los seguidores de los preadolescentes de Hawkins seguramente celebraron con mayor alborozo el episodio de Halloween, ahora que ya está dentro de nuestro calendario, con toda justicia, justo entre el Oktobertfest y el Adviento. Más dudosa en su adecuado entendimiento ha sido la evolución de Eleven, personaje icónico que ha puesto de relieve cómo cambian los tiempos, y qué significaba tener trece años hace treinta, y tenerlos ahora. Homenajeando al racionalismo, resultó que antes de Once había otros diez pequeños seres víctimas de la experimentación y de la numeración cardinal, y alguno de ellos, más ellas que ellos, exponencialmente peligrosos. La anagnórisis de Eleven, esperada desde el primer episodio, devino en una enloquecida alegoría punk difícil de asumir para los que seguían viendo a Los Goonies en la adorable no-dentadura de Justin. No era necesaria tanta sombra de ojos para ilustrar su lado oscuro. Tampoco lo era sus sustitución por la mala pero buena pelirroja del monopatín, que no ha conseguido enamorar a nadie. Pero la extrañeza cotidiana no descansa, y confirmada está ya una tercera temporada.
Es conveniente preguntarse por qué, ya que uno decide entregarse a devaneos nostálgicos, no echa mano de los suyos. El mensaje único que los productos estadounidenses ofrecen, en los ochenta y hoy, es el de la importancia de la familia. Hasta cierta edad, claro. Hasta Will se graduará y dejará a su poco equilibrada madre redecorando las paredes de su casa, y las habitaciones de sus amigos tienen todas las papeletas para ser transformadas en gimnasios. Las madres españolas, sin embargo,no saben lo que es el síndrome del nido vacío. Habría que ir aceptando que nuestra infancia no estuvo marcada por conspiraciones en el bosque del pueblo, sino por la neolengua de Chiquito de la Calzada, mucho más extraterrestre que ET, el gigante de Super 8 y todos los Demogorgon juntos.


De la nostalgia del sucedáneo que decolora tiempos añejos hablaremos otro día. O cómo las redes enloquecen con una pareja de post adolescentes entonando la canción de La La Land.

lunes, 6 de noviembre de 2017

A GHOST STORY (2017)


Dicen que dijo Augusto Monterroso que solo había tres temas en la historia de la literatura: el amor, la muerte y las moscas, esto último entendido como el paso del tiempo. Y otro alguien, que la línea entre lo sublime y lo grotesco es cada vez más fina. A Ghost Story, último trabajo de David Lowery (Peter y el dragón), hilvana las tres eternas cuestiones aunando sencillez y complejidad, abstracción y materia, literalidad y oxímoron. Pero también exige del espectador una predisposición muy concreta para conectar emocionalmente con la propuesta. El austero título preludia la economía narrativa de la historia, aparentemente pequeña y común, con unos personajes vistos en el abrupto final de la cotidianeidad de sus vidas. Es una historia de fantasmas, sí, pero nadie se llama a engaño. ¿Vienes preparado para llorar?-Le pregunta un espectador a su acompañante. Pero no es necesario. Sin alharacas, ni sobresaltos sobrenaturales, ni videntes entregadas, sin melodías encadenadas ni clases de cerámica, es enorme el mérito de un guion que nos hace ver como lo más normal del mundo la pervivencia de un algo más allá de la muerte. Una presencia que está y se hace notar solo en ocasiones. Con la simplicidad y sutileza de los buenos cuentos, el despertar del protagonista fantasmagórico a su nueva vida es puro deleite visual. Y para dibujar a un fantasma en una época repleta de ellos, qué mejor que volver a los trazos más primitivos. Cubierto por una sábana con sus correspondientes agujeros camina Casey Affleck por la que nunca dejará de ser su hogar.  Habitáculos anodinos que se transforman en una suerte de Casa tomada. Su deambular por un espacio cambiante es de un patetismo mortecino. Atrapado en un tiempo elíptico, cualquiera de nosotros preferiría el fuego eterno antes de ver al ser amado pasar a velocidad variable las etapas del duelo, coronadas necesariamente por el olvido. El silencio es atronador, y sus preguntas sin posibilidad de respuesta resuenan como la vajilla destrozada cuando la ira es la única reacción posible. Es esta una historia de dos, y la otra parte es ella, la chica prematuramente abandonada, la solidez lánguida de Rooney Mara en un quizá demasiado frío proceso que pone a prueba la paciencia y la empatía. Algunos tacharán de pretenciosidad “indie” emplear cinco minutos de metraje para mostrar la deglución de un pastel, típica cortesía anglosajona en estos casos. Otros lo entenderán como inspirada metáfora de todos los sentimientos encontrados que brotan sin control después del trauma. En cualquier caso, estamos ante un relato desolado y despojado, sin más concesiones al sentimiento que una mano envuelta escarbando en un tabique. Planos conmovedores y risibles a la vez, y un desenlace hermanado con la teoría de las dimensiones paralelas, inverosímil, o el único posible. Como la existencia humana en general.

domingo, 22 de octubre de 2017

Netflix es español, español, español: Fe de etarras (2017)

Una vez comprobada su viabilidad, tantas veces puesta en duda, Netflix continúa su producción propia en España. Siguiendo las premisas de su matriz, el antaño videoclub cibernético ha terminado de dinamitar la connotación negativa del concepto “telefilme”, tarea en la que HBO fue pionera. Más aún, se ha embarcado en una lucha porque sus películas sean reconocidas en los foros y festivales como los estrenos en pantalla grande. Mientras unos dicen sí y otros no, los más listos (léase aquí Borja Cobeaga y Diego San José), demuestran que el tamaño de la pantalla no importa si hay versatilidad y talento. Guionistas curtidos en la televisión y autores de dos de los mayores taquillazos nacionales de todos los tiempos, inauguran aquí la tercera vía.
Áproximadamente sobre la mitad del metraje, llega uno de esos momentos de conjunción astral entre realidad y ficción. El moderno consumidor audiovisual se sorprende de que, a estas alturas se pueda hacer gracia a costa de las banderas, del tamaño y de su abundancia. Y acto seguido, puede pausar la proyección, que para algo mola ver cine en casa, asomarse a la ventana, y contemplar el gag vivito y coleando en la fachada de enfrente o en a suya propia. Solo por la posibilidad de esta experiencia ultraterrena merece la pena la última aproximación de Cobeaga y San José a su tema fetiche. Menos audaz en su premisa que Negociador (2014) con personajes más básicos, con situaciones más asimilables, asistimos a la estática peripecia de unos terroristas que aguardan a Godot mientras se erigen los penúltimos soldados de su guerra. Les sostiene solamente la poco a poco quebrantable fe del título, ingenioso e intraducible para los usuarios no hispanohablantes de la plataforma, que ha optado por un insulso Bomb Scared según IMBD. La buena mano de los publicistas para que el toro (léase político simplón) entre al trapo hubiera sido suficiente para asegurar la curiosidad, pero es que los paralelismos con lo que estamos viendo fuera de la pantalla son de una atracción casi fatal. Así, la construcción de los personajes a base de arquetipos adquiere matices inesperados, como en el caso del militante veterano, un Javier Cámara de gesto adusto y esqueletos en el armario, que culpa a España de todos los males y que osa enmendarle la plana al mismísimo Trivial Pursuit. El hallazgo es sin duda el etarra de Albacete en búsqueda de apodo, un Julián López en clave costumbrista cuya fe del converso no mueve montañas pero sí cambia bañeras por platos de ducha. Los días claustrofóbicos encerrados en un piso Cuéntame se hacen largos se tenga o no se tenga una misión trascendental en la vida. Partiendo de esta lógica, Cobeaga y San José comparten hipótesis de lo más sensatas, trazadas con firmeza y equilibrio entre la amargura y la carcajada. La encantadora y muy abuela vecina, excelente Tina Sáinz, va socavando inconscientemente la fe a base de croquetas y guisotes. (Acerca de las croquetas y la noción de patria recorrió Twitter un atinado hilo hace unos días). El español muy español vecino del tercero desbarata el plan a la española también, y Ramón Barea, en un papel opuesto al de su protagónico en Negociador, pone el punto dramático que nos recuerda ante qué gentes estamos.
Queda demostrada la peligrosa cercanía entre la épica, y la ridiculez. Que todo discurso es susceptible de llamar a la risa, y que hay que sospechar de los solemnes que lo dicen todo absolutamente en serio. Y un aviso: los tentáculos de España son largos y no dejan marchar fácilmente.

miércoles, 11 de octubre de 2017

CINE: MADRE!


De vez en cuando los mosquitos siguen picando en octubre, y una película nos refresca el manoseado concepto de “cine de autor” y la imposibilidad de juzgarlo con los mismos parámetros que a las sagas de sustos palomiteros. El estreno de Madre!, traducción sorprendentemente literal para un país acostumbrado a los títulos explicativos, no defraudó las expectativas de los que sabían con quién se jugaban los cuartos. Una de terror manufacturada por el autor de Réquiem por un sueño y Cisne negro, que ya eran en sí mismas retratos de vidas terroríficas. Sí defraudó a los que desconocían la imposibilidad de la equidistancia con Darren Aronofsky.
Sin embargo, no es positivo que una historia necesite de tantas exégesis previas y posteriores por parte de su creador y de sus seguidores, acérrimos y apasionados sin necesidad de banderas. Fracasados los intentos de sinopsis sin desvelar los giros argumentales, hay en la blogosfera interpretaciones para todos los gustos y niveles. Bíblicas, panteístas, biográficas. Que los personajes carezcan de nombre invita a entender la película como una gran y enloquecida alegoría, dentro de la que uno puede focalizar en el que más guste o repela. Es muy sugerente que Él (HIM), interpretado milimétricamente por Javier Bardem, sea poeta. Un poeta que recorre todas las fases de la creación poética, que experimenta epifanías, arrastra masas y cura almas con su palabra. Algo anacrónico en estos tiempos de novelas históricas y textos de autoayuda. En plenos fuegos artificiales, enfilando ya el desenlace, es imposible no acordarse de Paterson, el humilde poeta amateur de lo cotidiano que nos presentó Jim Jarmusch la pasada temporada. No caben dos aproximaciones más dispares al hecho poético y sus aledaños. Bardem construye un vate romántico, aspirante a la inmortalidad y marcado por su creencia de haber sido elegido.
Sumergidos en una historia clásica a retazos que es ante todo una propuesta estética, se deslizan algunas incongruencias para los amantes o obsesos por la verosimilitud. Por ejemplo, la cantidad de ejemplares que Él ha debido despachar de sus poemarios para disfrutar de semejante mansión. Por ejemplo, el que a su fiel y admiradora esposa, y albañil, y fontanera, se la denomine “Inspiración”, siendo como es una musa en barbecho hasta que hace honor al nombre oficial del personaje.
Y si todo esto no es suficiente, o demasiado excesivo, quedémonos únicamente con Michelle Pfeiffer. Un regreso a lo grande que da miedo, mucho miedo.

domingo, 17 de septiembre de 2017

CINE: DETROIT (2017)



El acontecimiento cinematográfico de este primer semestre de 2017, el aplauso unánime de la crítica, ha sido un fracaso de taquilla sin paliativos, en el verano más flojo de las últimas décadas. Apenas 15 millones de dólares recaudados en EEUU según Box Office Mojo, los que importan a estudios y distribuidoras. Zero Dark Thirty (2012), anterior trabajo de Kathryn Bigelow fue pródigo en polémica y recaudación, con unos 96 millones. Puede que los cineastas y escritores estadounidenses sean un espejo en el que mirarse a la hora de exorcizar demonios y airear vergüenzas nacionales, pero el público es soberano. La legitimación moral de la tortura que, premeditadamente o no, supuso la narración de las últimas horas de Bin Laden, encajaba bien con la idiosincrasia del americano medio. Los europeos, siempre a la vanguardia de los derechos, nos escandalizamos pero fuimos a verla igual.

Esta vez es diferente. La actualidad de los hechos recreados es insultante. La lista de abusos policiales contra la población negra puede consultarse  a tiempo real en páginas web que funcionan de contadores, como con las mentiras de Donald Trump. De hecho, el escueto título basta para hacerse una idea de lo que viene después, incluso desconociendo el punto cronológico de partida. Hoy, a pesar de su recuperación incipiente, Detroit sigue siendo el arquetipo de ciudad fallida, vapuleada por la crisis del modelo económico estadounidense, abandonada por los mismos que la pusieron en órbita y dejada en manos de ciudadanos-caricatura como los que pueden verse en el reality Hardcore Pawn (Empeños a lo bestia para los españoles). Pero no. El relato, para el que es muy difícil encontrar calificativos, parte de los disturbios que arrasaron la ciudad durante el verano de 1967. Como suele pasar, los apocalipsis prenden de mechas aparentemente pequeñas. En este caso, el enésimo registro de un club nocturno de negros por parte de policías blancos o negros asimilados al sistema.
A partir del momento en el que se tira la primera piedra, asistimos a tres películas en una. La primera capa, de política y acción social, esperable y rodada con la asepsia y el pulso firme característico de la directora. Bajo las imágenes de combate subyacen las contradicciones: los mismos policías que abusan de su autoridad se lamentan minutos antes de haber decepcionado a esa gente que confiaba en ellos. La segunda capa es conformada por la peripecia vital de unos aspirantes a músicos, y muestra la cara más festiva de la que fue, además de la ciudad del motor, la ciudad de la Motown, Las expectativas individuales siempre pierden en la confrontación con las colectivas y aquí se ejemplifica con una de las escenas más emocionantes vistas últimamente en una pantalla y que funciona como bisagra para la tercera capa, el terror. Detroit es una película de terror disfrazada. Recordamos un caso curiosamente opuesto de esta misma temporada, el de Déjame salir, de Jordan Peele, una historia de terror que resulta ser una fenomenal comedia. Ambas comparten la premisa racial, en épocas diferentes pero con idéntico sustrato. Una nota lingüística es determinante para apreciar la evolución, o involución sociocultural entre una y otra: el eufemismo. Si en la obra de Peele, los momentos mas chispeantes proceden de toda la construcción mental impuesta por el correctísimo vocablo “African American”, no nos deja indiferentes en la retransmisión televisiva de los disturbios (real, como algunos de los planos callejeros del filme) el profuso empleo de “nigro”, hoy absolutamente proscrita.La crítica se ha detenido, con razón, en el espeluznante núcleo central de la película, del que es preferible no informarse previamente, ni durante la proyección, como hacían algunos espectadores, atónitos ante lo que estaban viendo y sabedores de que eso pasó de verdad. Una secuencia de hechos que tuvo que ser un verdadero suplicio de rodar para los actores. En consonancia con la presencia del patrullero Krauss, inverosímilmente despreciable si no fuera por su material existencia, uno llega a desear que durante esa noche interminable aparezca la Madre de Dragones al grito de Dracarys y dé fin al juego con su peculiar estilo. Pero no, y uno oscila entre la incredulidad y la indignación, no solo por asistir a la representación pura de la maldad humana sino también a la de la cobardía y a la jurisdicción como parapeto. Tres cuerpos de seguridad. Uno actuó y los otros dos decidieron que ese no era su negociado. Cualquier espectador ha visto en pantalla escenas como esa multitud de veces. He aquí el mérito indiscutible de la forma de narrar de Bigelow y su mano maestra con la cámara, que salta de un rostro a otro sin descanso, a puertas que se abren y se entrecierran, a los cuerpos temblorosos, en planos de una aspereza casi insoportable.
El horror deja paso al segmento final en el que se juzgan los hechos, y uno de los que estuvieron allí y se lavaron las manos deja la sala y vomita entre unos arbustos. Es lo que seguramente se desee hacer cuando llegan los títulos de crédito. Menos mal que en Europa no pasan estas cosas.

viernes, 28 de julio de 2017

DUNKERQUE: NOLAN A RAS DE SUELO

Pocos nombres hay en la industria que generen tanta controversia como Christopher Nolan (Londres, 1970). Aunque él se lo ha buscado. Pionero en aunar cine- espectáculo y de autor, mantiene película tras película unas constantes reconocibles que irritan o entusiasman según toque. De ahí que su debut en el género bélico haya despertado tanto interés como suspicacias. Para empezar. En las numerosas entrevistas que ha concedido, dando la razón a los que le reprochan haberse entregado al capital, niega que sea esta una película de guerra, sino más bien un thriller.
Sea como fuere, nos encontramos ante la historia más concisa y de menos exigencia intelectual de toda su trayectoria. Aceptemos que el propósito principal es arrasar en la taquilla veraniega, lo que está consiguiendo, pero es evidente que no nos vamos a encontrar otro Pearl Harbor (2001).
Nolan nos recuerda algo que lectores y espectadores suelen olvidar: el realismo en la ficción no existe. Igual que no es posible aprender Historia con una mera dieta de novela histórica, no vamos a saber más de lo que pasó en esa playa norteña entre el 26 de mayo y el 4 de junio de 1940. De eso ya se encargan los artículos que llenan los medios puntualizando/reivindicando/corrigiendo. Es más: el guion desecha casi por completo el punto por el cual la Operación Dinamo ha pasado a la posteridad como un cuasi milagro, una insólita historia de superación colectiva, que diríamos ahora.
Podría decirse que se desecha también el valor de la palabra. No es una película casi muda, como se puede leer por ahí, pero su economía lingüística es uno de los tres puntos que sirven al objetivo inicial. Respecto al primero, si la palabra apela a la reflexión y la imagen a la emoción, Nolan ha ido a provocar. Temas presentes en toda su obra como la angustia, la supervivencia, o la lucha entre el individuo y sus circunstancias se notan palpitantes en esta hora y media de muy comentada estructura narrativa, el segundo punto. Porque no es lineal, claro, y choca con lo que el aficionado espera. Coherente con su propósito de llegar a la mayoría, pero incapaz de renunciar a sí mismo, el director nos obsequia con una coordenadas precisas nada más comenzar: tres planos, tres secuencias cronológicas. La peripecia de los soldados en la playa, una semana. La del aterrado soldado adolescente y sus evacuaciones interruptus, un día. La del piloto de combate, una hora. Los tres planos se entremezclan dando pistas suficientes para que no nos perdamos, si bien la confusión aparece en ocasiones. No puede ser de otra forma, siendo el caos el orden imperante cuando de sobrevivir se trata. Y el tercer punto, sin discusión, la banda sonora. Una secuencia distorsiada de sonidos fantasmales que anticipan y subrayan el horror y la ininteligibilidad de lo que está pasando. Hans Zimmer evita las notas épicas salvo en cierto momento, el momento épico, fallido por otra parte, y consigue que las sirenas, las hélices, los chapoteos, se incrusten en la memoria como auténticos sonidos de la muerte.
A este plan se entregan con entusiasmo todos y cada uno de los miembros del reparto. Los jóvenes debutantes Fionn Whitehead y Harry Styles (del que Nolan asegura desconocer quién era), el aguerrido Mark Rylance en su barco recreativo, el conmocionado Cillian Murphy como víctima del estrés postraumático, el imperturbable Tom Hardy en el aire y el austero Kenneth Branagh que ve culminar su ímproba misión de salvar a casi todos.
Sin embargo, hay algo que no han destacado los críticos, enredados en si la frialdad en la construcción de personajes marida o no con las secuencias espectaculares de batallas aéreas y navales. Y es que el verdadero drama comienza tras el regreso. Ante los vivas de los compatriotas que se han reunido para recibirles, el joven protagonista afirma que tan solo se ha dedicado a sobrevivir. Acurrucados en el tren que les lleva a casa, los dos soldados leen el periódico y se dan cuenta de que sobrevivir no va a ser suficiente contra la etiqueta de la cobardía. El recientemente incorporado “síndrome del impostor” dicen que atormenta a personas que se consideran inmerecedoras del éxito obtenido, y se piensan a sí mismas como un fraude. Estos chicos que fueron a una guerra monstruosa de la cual salen vivos, al menos de momento”, se perderán en comparaciones vanas con aquellos que se sacrificaron por la libertad de su pueblo. En contraposición al clímax de los civiles patriotas que se acercaron a Dunkerque con sus propios barcos a rescatar a sus soldados, qué hicimos nosotros, será la pregunta que les acompañe siempre.

viernes, 21 de julio de 2017

CAMINAR LA CIUDAD

Hasta hace poco, uno se cruzaba con las Señoras Que Quedan Para Andar ( Facebook dice) a horas tempranas en los parques de ciudades del extrarradio y esbozaba una sonrisilla medio cruel medio envidiosa viéndolas marchar con ritmo acompasado seguras de ganar la carrera de la vida sana. En esta sociedad nuestra en cambio constante, las dicharacheras jubiladas se convirtieron sin saberlo en la avanzadilla de la nueva moda: caminar. Brotan en los medios investigaciones que superponen las bondades de andar frente a los riesgos de correr. Si antes la natación era el deporte más completo, buenas noticias para los de secano. Ahora es andar. La industria editorial, siempre a la que salta, ha complementado la apuesta rescatando toda una serie de obras que proporcionan la coartada intelectual perfecta para los enemigos del ejercicio en interiores. Andar: Una filosofía, de Fréderic Gros (Taurus 2014); Walderlust, una historia del caminar, de Rebecca Solnit (Capitán Swing, 2015); o Caminar, dos pequeños ensayos de William Hazzlit y Robert Louis Stevenson en Nórdica Libros,recuerdan que caminar y pensar siempre han sido conceptos muy bien avenidos. Un vistazo a los índices es suficiente para abrumarnos a referencias a cual más elevada, y nos hace preguntarnos si realmente hubo algún filósofo que no utilizara sus pies para poner en marcha su mente. Proliferan las citas de Nietzsche, Kierkegaard, Heiddeger, Rousseau, Thoureau, Withman. Todos ellos originarios de regiones con cientos de kilómetros de bosques disponibles. Todos compartiendo un axioma común: caminar a solas en la naturaleza. Pero puede antojarse demasiado tópico, o inviable, ordenar los pensamientos frente a un valle idílico, o en la cumbre de una montaña. En la ciudad también se puede. Un entorno tradicionalmente hostil para el caminante, cuyas señas de identidad no contribuyen precisamente a la tranquilidad de espíritu. Un reto mayor.
En Elogio del caminar (Siruela, 2012), el profesor francés David Le Breton expone el hecho incontestable de que las grandes ciudades no se hicieron para ser caminadas ,y se remonta a los principios de las redes de transporte y de la industria automovilística para explicar el recelo que sigue causando el que camina. En las ciudades actuales se ha llegado a un acuerdo, que podría resumirse en que se permite el paseo relajado , o la marcha más atlética,en zonas acotadas para ello como parques y jardines, o incluso en las aceras, si el trayecto incluye mirar escaparates.
El recelo y la desconfianza surgen contra los que simplemente van andando, a veces sin rumbo planificado. En este sentido, todos los que hayan caminado alguna ciudad de Norteamérica, se habrán parado ante algún cartel amenazante que advierte de deambular o merodear, o incluso permanecer de pie en los alrededores de un edificio público, o en el interior de zonas residenciales.
La connotación peyorativa de ambas acciones convierte al caminante en sospechoso. Y no digamos si está solo. No hace falta disfrazarse como hacía George Orwell en los barrios de Londres para buscar la verdad, solo permanecer quieto en una esquina más tiempo del estrictamente necesario para observar algo, o pasar dos veces por el mismo sitio sin motivo aparente. Pero las ciudades han de ser caminadas para ser reconocidas, y también para reconocerse a uno mismo en ellas. Otros grandes prefirieron el asfalto a la maleza, como Baudelaire y Balzac. La ciudad como personaje literario nace del relato que el caminante entabla con el entorno vivo y un poco gruñón que le rodea.
Si el tema filosófico o literario no termina de convencer para echarse a la calle, la ciencia acude. Está demostrado , dicen los investigadores, que hay una profunda conexión entre caminar, pensar (y escribir). Aumenta el nivel de concentración, la memoria a corto plazo, y estimula la creación de nuevas conexiones cerebrales.
No por esto, sino presionadas por el cambio de paradigma urbano relativo a las cuestiones medioambientales y al auge del turismo, las modernas ciudades se están volviendo hacia el viandante. Aceras más anchas, mayor cuidado de las zonas verdes, movimientos vecinales y planes municipales facilitan perderse y encontrarse al ritmo que marque cada uno. El ser considerada #ciudadcaminable es un punto a favor para recibir visitantes. Todas las urbes con impulso turístico cuelgan en sus páginas web rutas muy diversas con todo tipo de informaciones, como Barcelona, que organiza circuitos de caminatas para todas las edades (http://www.bcn.cat/trobatb/es/barcelona

sábado, 15 de julio de 2017

CINE: COLOSSAL


El Festival de Toronto del pasado año nos regaló una hermosa muestra de la cara A y de la cara B de la industria cinematográfica. Dos películas de monstruos, las dos dirigidas y guionizadas por españoles, las dos rodadas en inglés, con actores de campanillas, las dos con vocación cosmopolita. Una ligera diferencia presupuestaria: 25 millones frente a 5. Una de ellas se lleva los premios, la taquilla, y sus cuantiosos minutos en los informativos del conglomerado televisivo que ha financiado el proyecto. La otra se estrena casi clandestinamente en España (dos salas en la capital), con un año y medio de retraso. J. Bayona y Nacho Vigalondo fueron pioneros en emprender y marcharse a Hollywood, pero está claro que no le ha rentado igual a uno que a otro. Elucubrar acerca de por qué uno sí y otro no queda para mentes más analíticas y días menos calurosos. Pero está claro que estamos ante un superviviente. Desde aquel corto mítico, 7:39 de la mañana, nominado a los Oscar, Nacho Vigalondo (Cabezón de la Sal, 1977), ha salido a flote en su perseverancia por mezclar géneros con más disparate que cordura, y en la diatriba eterna entre la idea y la materialización de esa idea. Es, además, un pionero de las tempestades de internet, uno de los primeros usuarios célebres de Twitter en ser lapidado y expulsado de los medios por burlarse de asuntos muy, muy serios.http://www.rtve.es/noticias/20110203/nacho-vigalondo-sin-anuncio-sin-blog-pais-comentario-sobre-holocausto-twitter/400859.shtml. Que tiempos los de 2011. Y más aún. Tres años más tarde, pudo experimentar de primera mano la inconsistencia de las promesas juveniles, con Extraterrestre, que debió haber llenado las salas con todos los que afirmaban en las redes estar esperando ansiosamente su estreno.
Así las cosas, el cineasta cántabro ha sabido cultivar su heterodoxia en una suerte de tercera vía intermedia entre quedarse en casa y salir a lo grande. Ya lo consiguió con Open Windows (2014), y lo vuelve a hacer con este Colossal (2016), que representa la consolidación de un estilo y de un manual de intenciones.
Extremadamente beneficiada por una pertinente banda sonora y por la presencia de Anne Hathaway, que leyó el guion justo cuando buscaba dar un giro a su carrera, es esta una historia esbozada en dobles planos. Podemos quedarnos con la primera hora de metraje en su oscilación casi perfecta entre lo sencillo y lo grandioso. O con la revisitación de esas comedias noventeras de treinteañeros que vuelven al pueblo con las orejas gachas y reorientan su rompecabezas vital con lo que dejaron atrás. Aunque los asuntos por resolver de Gloria son de calado más planetario que los de Charlize Theron en “Young Adult” (2011) o los de Matt Dillon en Beautiful Girls (1996). Aquí, el vaso comunicante entre la desazón costumbrista y la catástrofe cósmica es el alcohol. Bajo el mensaje evidente de que las resacas no son buenas, nada tienen que ver sus consecuencias con las de Días de vino y rosas (1962). El alcoholismo cervecero de Gloria, tan americano, provoca más hilaridad que preocupación. Ya nos advirtió Spiderman que un gran poder conlleva una gran responsabilidad, y una gran oportunidad, podríamos añadir. Es lo que descubre el villano, en el sentido medieval de la palabra, Oscar, (Jason Sudeikis) viejoven un tanto bipolar recocido por su mediocre existencia, aunque rehabilitado por su paciencia en las sesiones de tortazos a los que le somete su idealizada urbanita. A esto debe referirse el discurso antimaltrato que han señalado algunos comentaristas. El contrapunto del garrulismo lo pone un exquisito y aún británico Dan Stevens como novio mesurado a la par que príncipe salvador.
Uno de los méritos de la película es, sin duda, obviar el rigor científico que podrían reclamarse a partir del baile iniciático de Gloria en el parque a las 8:00 am. Enredarse en explicaciones laberínticas que jamás contentan a los puristas solo lastra a las ficciones, véanse los grupos de seguidores de El Ministerio del tiempo. La suspensión de la incredulidad ya la tenemos suficientemente ejercitada en la vida cotidiana.

Título original: Colossal
Año: 2016
Duración: 109 minutos
Dirección y Guion: Nacho Vigalondo
Reparto: Anne Hathaway, Jason Sudeikis, Dan Stevens, Tim Blake Nelson, Austin Stowell.
País: EEUU-Canadá-Corea del Sur- España
Música: Bear McCreary
Fotografía: Eric Krees

miércoles, 5 de julio de 2017

JUEGO DE TRONOS Y EL NO FEMINISMO

Alguien dejó caer recientemente en Twitter que los grandes problemas actuales de los españoles eran el paro, la corrupción y los espóilers de Juego de Tronos. Una semana después de terminar la sexta temporada, todos nos preguntamos si es realmente necesario otro artículo más. Si nos dirigimos a los grandes medios, la respuesta es evidente. Mirándose unos a otros de reojo ya desde abril, han abierto sus páginas para las reseñas semanales y, el pormenorizado análisis final. La saturación ha llegado a los comentarios mismos de dichos artículos, tradicionales piedras de toque de los límites de la libertad de expresión y de la fluidez en la lectura comprensiva del ciudadano medio. Así, los comentaristas que opinan en cualquier periódico se dividen entre espectadores airados porque estamos a martes y ya no hay sorpresa que valga, lectores airados porque la cosa ha derivado en el nuevo jardín de los senderos que se bifurcan, e individuos hastiados de algo a lo que han decidido permanecer completamente ajenos, a pesar de las presiones de amigos, vecinos y compañeros de trabajo.
Con todo, la trascendencia del relato es indudable. Y es así por dos cuestiones muy de la post-post modernidad: Primero, la deconstrucción del mito por medio del humor. Parodias videográficas, televisivas, chistes. Solo para iniciados, la recomendación encarecida de las reseñas semanales que ha ido publicando El Mundo Today, quién si no.
Segundo: porque se ha convertido en objeto de estudio de intelectuales y disciplinas varias. Así, Juego de Tronos ha ocupado el lugar del fútbol en el sector de los temas populares que son elegidos por los sabios contemporáneos para teorizar acerca de la condición humana. De igual manera que en los noventa leímos con avidez a Jorge Valdano y a Eduardo Galeano, hoy podemos guardar enlaces múltiples de análisis sociológicos, políticos, psicológicos, literarios, y filosóficos sobre la difícil existencia en Poniente. Parece que Slavoj Zizej no ha escrito nada aún, y los textos de Pablo Iglesias conjugan regular al admirador rendido con el experto en Ciencia Política.

En este sentido, retomo la pregunta inicial, pregunta retórica en sí misma. Sí, son necesarios más artículos sobre Juego de Tronos. Y es así porque hay que seguir probando la capacidad de la serie para ejemplificar los conceptos nuevos o remendados de las teorías sociológicas más en boga.
Esta sexta temporada ha sido, sin duda, la más diseccionada, por cuanto ha supuesto, dicen, un cambo de rumbo, un portazo al dominio del patriarcado. El supuesto “girl power” ha sido titular en todos los medios. Otros más serios, han preferido hablar del “empoderamiento”, que viene a ser lo mismo pero más de temporada de invierno que de primavera.
Aquí viene la segunda pregunta: ¿Realmente han abrazado el feminismo los señores Benioff y Wise, monarcas absolutistas de Los Siete Reinos, tras la abdicación de George R.R. Martin? La respuesta es no. Ni antes era sexista, ni ahora feminista. No hacen falta muchas lecturas para afirmar que las chicas de Poniente son guerreras, siempre lo han sido. Lo que ha tomado el poder en esta temporada ha sido la literalidad de la cuestión. La significación literal siempre ha sido importante en esta historia. Los hachazos son literales, lo son los mensajes que se lanzan en los celebrados duelos dialécticos que jalonan la trama entre muertes, y los que se envían a través del servicio cuervopostal, de funcionamiento suizo. Lo son las decisiones de Cersei Lannister (“I choose violence”). Literalmente, las mujeres han adquirido más cuota de poder, pero a costa de imitar las conductas más reprochables del patriarcado. Dejemos a Cersei y su querencia a la pirotecnia, y a Daenerys y las crucifixiones disuasorias para esclavistas. Hablemos de Margaret Thatcher y Ángela Merkel. Mujeres con un poder literal de gestión y de gobierno, que no han sido consideradas como el epítome del feminismo, precisamente. Son ellas los modelos de mujeres poderosas a las que más se asemejena los renovados personajes femeninos de estos últimos episodios. Dos de los momentos más empoderados de la temporada han sido de Yara GreyJoy, autoproclamada heredera de las islas del Hierro con el apoyo resignado de su hermano Theon. Y lo han sido por insinuar y luego mostrar su condición sexual. Las redes los han aplaudido efusivamente como símbolo de la liberación femenina, pero ya sabemos que en esta serie, la alegoría no se estila, y las escenas del burdel, tan denostadas en el pasado, parecen más la materialización de alguna fantasía típica de algún guionista solitario. Melissandre aún no ha lavado del todo su imagen, aunque las brujas sí están siendo rehabilitadas dentro de algunas corrientes actuales de pensamiento como figuras de transgresión.
Si hablamos de las nuevas generaciones, ha quedado claro que Arya Stark no debiera ser un ejemplo a seguir por las mujeres oprimidas. Su preocupante tendencia a la psicopatía ha cristalizado, y sus víctimas son ya tantas que acapara las elipsis, tan escasas en las distintas tramas. La nueva gran esperanza se llama Lyanna Mormont. Una niña de diez años que se hace escuchar en salas llenas de curtidos soldados, digna heredera de una madre que muere en primera línea de batalla.
Mientras, siempre nos quedará Brienne. Mi razón quizá poco feminista, espera aún que su peripecia termine junto a Jaime Lannister, retirados los dos en alguno de sus castillos.

En paralelo a las discusiones sociológicas, se ha llamado la atención al progresivo aumento del número de espectadoras de la serie. Los mismos analistas sorprendidos con la cantidad de mujeres aficionadas a los videojuegos. Menuda sorpresa. Es probable que George Martin no conozca los cantares de gesta, por más que reivindique las influencias medievales de su universo para defenderse de las acusaciones respecto al tema que nos ocupa. Ya los juglares tenían muy presente la necesidad de captar el mayor público posible, y es eso lo que la serie hace. Igual que en el Poema del Cid, hay escenas para todos los públicos con niños incluidos, escenas de batallas sangrientas con las que gritaban los lugareños, y escenas para remover los sentimientos destinadas a las damas. Parece que ya está todo inventado. En Juego de Tronos, como en otras sagas más contemporáneas, las mujeres dan un paso al frente para defender su nombre, y su familia. Son mujeres fuertes que entierran las cualidades típicamente femeninas de las que se las supone depositarias. Quizá lo verdaderamente rompedor sería mostrar al héroe haciendo gala de algunas de ellas. El Cid del Cantar lloraba. A Jon Snow le ha faltado poco.

domingo, 2 de julio de 2017

CINE: SELFIE (2017)


La justicia poética es un concepto difuso que ha dado nombre a algún ensayo y a alguna película. Implica un aparente triunfo del bien sobre el mal que reconforta y renueva nuestra fe en el orden cósmico. Pues bien, a mi juicio, el nuevo trabajo de Víctor García León después de la excelente Vete de mí, es una a ratos enloquecida oda a la justicia poética. Cuántas veces el pueblo llano, extenuado ya de indignarse y de meter rodajas de chorizo en los sobres electorales no ha deseado las desventuras del protagonista para sus élites extractivas. Lo que ocurre es que el escarmiento y el placer de la desubicación y el desconcierto del otro se limita al principio de la peripecia. La capacidad de adaptación del ser humano es infinita, de ahí su éxito. Los que viven en la cumbre de la cadena trófica pueden sobrevivir en la base.
La historia de un pijo de manual que se ve desahuciado literal y socialmente de su área de seguridad debido al encarcelamiento de su padre corrupto exige en su desarrollo altas expectativas. Uno de los aciertos de la película es la importancia de la forma. El término “mockumentary” de movedizas líneas entre realidad y ficción, se coronó televisivamente con The Office y Modern Family, pero en en España, definitivamente, con aquel Salvados sobre el 23-F. Aquella noche debe servir aún para el cuñadismo de las nochebuenas (yo no me creí nada, desde el primer momento se veía el truco y tal). Las cámaras de Selfie no aparecen nunca pero son omnipresentes. A ratos complacientes, a ratos molestas como paparazzi, se rebelan en el momento en el que debieran haberse replegado. Ese punto de giro en el que Bosco, con cara de circunstancias, mira al objetivo tras haber sido expulsado de su máster, después de habernos regalado un tour por el lugar en el que “ocurre la magia”. Una persona corriente habría necesitado intimidad para digerir los golpes que se van sucediendo, pero el contrato social de Bosco con sus seguidores (nosotros), impera. Y es a partir de entonces cuando las ansias de justicia social no van siendo recompensadas, porque Bosco es un superviviente, como corresponde a los de su clase. En este ambiente de incómodo voyeurismo, comprobamos también la derrota de la dialéctica. En una sucesión de réplicas y contrarréplicas, (“reventar”, “qué vais a reventar vosotros”, “no habéis reventado ni el bipartidismo”) y en confesiones que de tan sinceras provocan la carcajada estupefacta (“el machismo es lo peor de todo”, “debajo solo está el abuso sexual”), (“Mi padre es feminista, aunque no lo sabe”, “todos hemos ayudado a nuestra madre a vivir su vida”). García León nos presenta a un ser tan repulsivo en su superioridad que no desdeña ni un tic. Muy reveladores son los momentos “pijolácteos”. Una combinación del extraterrestre Gurb en la odisea del extrañamiento y del maniqueísmo que exhiben los personajes de Patria.
Del otro lado, el retrato sarcástico y dolido de una juventud tan reivindicativa como ingenua. Esta misma temporada ha pasado fugaz por la cartelera Ranas (Igelak), de Patxo Tellería, una comedia vasca de similar punto de partida y que resulta fallida e intrascendente por su rumbo buenista. Un rumbo que Selfie va sorteando muy inteligentemente.
Santiago Alverú borda al infortunado antihéroe y se beneficia de un reparto de secundarios bien conocido en el mundo teatral, y del que sobresale la activista encarnada por Macarena Díaz en un cóctel maestro de tópicos, realidades y destellos de ese humor tan ofensivo solo en las redes.

SELFIE (2017)
PAÍS: España
DIRECCIÓN Y GUION: Víctor García León
FOTOGRAFÍA: Eva Díaz
REPARTO: Santiago Alverú, Macarena Díaz, Javier Caramiñana, Alicia Rubio, Pepe Ocio.
DURACIÓN: 87 minutos.
GÉNERO: Comedia, Falso documental
Premio de la Crítica y Mención Especial del Jurado en el Festival de Málaga 2017.

sábado, 1 de julio de 2017

LIBROS: Párpados

PÁRPADOS, de TONI QUERO

Huir, dormir, tal vez soñar. La abulia, la inercia, el hastío, el tedio, el spleen ha sido desde siempre un persistente efecto secundario de la introspección, el autoanálisis, de los estómagos llenos y las lecturas excesivas. Un problema del primer mundo,que ahora llamaríamos. Recetas paliativas nos da la literatura y sus adyacentes, que pueden resumirse en dos: Exilio interior modelo Andrés Hurtado o exilio exterior marca Dean Moriarty. Ambas modalidades tienen mala combinación con la otredad: la presencia del otro genera frustración al no cumplirse el horizonte de expectativas. Hay viajes que uno ha de hacer solo, por más que el multiverso del turismo se empeñe en lo contrario.
El debut narrativo del poeta Toni Quero, galardonada con el III Premio Dos Passos a la mejor primera novela , se planta ante varios cruces de caminos y escoge en todos la ruta más pedregosa. Documenta el viaje compartido de una joven pareja en distintos puntos de su peripecia vital pero con idéntico deseo de reinicio. Nos propone que prosa y poesía compartan habitáculo, contando una historia recurrente con brevedad, sutileza y un lirismo alejado de las luces de neón. Opta por el discurso fragmentario en una narración lineal en su literalidad de carretera. Imbrica una serie de elementos fijos en cada capítulo que reproducen las rítmicas rutinas que serán familiares a los viajeros de largo alcance. La motocicleta, la playa, la ciudad, los variados refugios, la búsqueda del propio arte en las cosas pequeñas, las correctas interacciones sociales, la lluvia, son las líneas maestras en las que se esboza el largo trayecto que emprenden con poco equipaje del que uno hace y deshace, y demasiado del que no se puede dejar en una cuneta. Los elementos prototípicos del viaje como construcción personal se suceden junto con detalles innecesariamente reiterados (rodar, la dieta de conservas y tostadas). Las curvas sinuosas de la trama parecen brotar del cuaderno de dibujo de la joven artista Duna, consagrada a un autorretrato que no termina de conseguir. Meta que también se le resiste a su compañero, que se obstina en fotografiarla una y otra vez sin lograr aprehender su alma. Profundamente contemporánea en su esencia, la novela no renuncia a pinceladas clásicas del género. Kilómetros pisados a fondo en carreteras secundarias, alojamientos cutres, la gasolina como madre nutricia, experiencias pasadas que repiten y regresan al paladar con un sabor descompuesto. Paréntesis desdibujados, la vida como una imagen en blanco y negro que se reescribe y se borra, superponiendo trazos.
En el lenguaje literario, la metonimia es una figura retórica de pensamiento que consiste en designar una cosa con el nombre de otra con la que existe una relación de diversa índole. La sinécdoque es una variante de la metonimia que toma una parte para aludir al todo. Es esta una novela metonímica en su definición: personajes y paisajes se esbozan desde lo particular, desde el detalle. Los jóvenes protagonistas escapan al estereotipo del romántico torturado eludiendo desahogos emocionales y dejando rastros de sí mismos en sus referencias e intereses, en los lugares que eligen para mostrarse. Murnau y Renoir como humildes contribuyentes, los lápices y las lentes de la cámara como intermediarios en la interpretación de una realidad que se atraganta. Aunque sí hay huella romántica en la percepción del paisaje. La historia fluye mejor en esas playas solitarias del norte, en su soledad fotogénica, tan alejadas del concepto mediterráneo, que en las aceras de París. En ese verano tan suyo, el nublado interior de la pareja encaja. En el final de Madame Bovary, Charles no entiende por qué sigue luciendo el sol después de su desgracia, demostrando así el prosaísmo que tan infeliz hizo a su esposa. Esta es la diferencia.

Párpados, de Toni Quero. Galaxia Gutenberg, 2017. 219 páginas.

domingo, 11 de junio de 2017

Déjame salir (Get Out)

CINE: DÉJAME SALIR (GET OUT)
En estos tiempos en los que todo es líquido, llega un cómico estadounidense todoterreno de los que allí brotan, y se marca un cóctel ambicioso y milimétrico que desborda las fronteras entre géneros y los hermana para que los millenials se entrenen en reír, llorar, estremecerse y volver a reír con cosas de aquellas sin maldita la gracia en la vida real. Vamos, lo que nos enseñó Lazarillo de Tormes cuando leer a los clásicos no era desmotivante.
Promocionada como película de terror más humor, asistimos en realidad a una sátira más o menos mordaz de múltiples aristas, que recrea unas situaciones que de tangibles, parecen estar filmada en tres dimensiones. Un retrato que se pretende certero de las miserias de nuestra sociedad post (post Obama, post racismo, post new age, post Adivina quién viene esta noche), que se ha limitado a esconder la porquería bajo la mullida capa de la mesura y de una equidistancia imposible. Tenemos a una encantadora joven pareja interracial, Chris y Rose, tan contemporánea como similar en expectativas y nivel socioeconómico, interpretada con química y retranca por Daniel Kaluuya y Allison Williams, recuperando esta rasgos de su personaje en Girls. Como a todo novio formal, a él le llega su momento Ben Stiller, y se dispone a pasar un fin de semana convenciendo a sus suegros de su idoneidad como yerno. Ella no les ha advertido de que es negro, pero ya no hace falta. Estamos en 2017, y sus padres, como se menciona en varias ocasiones, hubieran votado a Obama una tercera vez de haber podido, a la vez que se disculpan por la incongruencia de disponer de una sirvienta y un jardinero de dicha raza.
Lo que ocurre durante ese largo, largo fin de semana oscila entre la paranoia, el costumbrismo, lo paranormal y el terror psicológico desasosegante. La paciencia y la resignación del infortunado Chris ante la condescendencia de los blancos anglosajones protestantes que le dan palmaditas en la espalda y se congratulan por la igualdad de oportunidades es encomiable y a veces tronchante. Sucintos pero precisos detalles nos mantienen alerta de la inminente implosión de acontecimientos. Nunca más responderemos con indiferencia ante el tintineo de una cucharilla de café.
La luz propia de las mañanas radiantes de agosto en las urbanizaciones de clase alta contribuye más a la desazón. Hace tiempo ya que lo peor no sucede por las noches, y sabemos que los zombies atacan igual antes o después del almuerzo.
Especial mención se merecen los secundarios. La siniestra por hipersonriente Georgina recuerda en su expresividad no verbal a las mujeres autómatas de El cuento de la criada, por ejemplo. El no menos siniestro pero más serio Walter el jardinero no le va a la zaga, y sus ejercicios nocturnos tenían que haber mosqueado a Chris desde mucho antes. Y el mejor amigo del protagonista, un rol clásico en las historias de misterio, de lo mejor de la función, se permite desde su posición laboral unos cuantos chistes de lo más incorrecto acerca del tema tabú por excelencia de estos últimos años. Parecería que los yanquis no son mojigatos, anymore. 
La película exige al espectador en ciertos momentos una “suspensión de la incredulidad”, si bien esta menudencia no le restará adeptos. Más allá de sus defectos formales, muchos dirán que es una obra necesaria para el contexto socio-político-cultural de nuestros días, y eso, en nuestros días, es lo que legitima el arte. Brilla la revitalización de los viejos códigos de la crítica política enmascarada en el género del miedo, y se agradece el esfuerzo por colar reflexiones de calado entre el humorismo y el susto. Como las buenas, o malasmadres distraen trocitos de verdura entre croqueta y filete de pollo. 

Título original :Get Out
Año :2017
Duración :103 min.
País :Estados Unidos
Director :Jordan Peele
Guion :Jordan Peele
Música :Michael Abels
Fotografía :Toby Oliver
Reparto : Daniel Kaluuya, Allison Williams, Catherine Keener, Bradley Whitford, Betty Gabriel, Caleb Landry Jones, Lyle Brocato, Ashley LeConte Campbell, Marcus Henderson, LilRel Howery, Gary Wayne Loper, Jeronimo Spinx, Rutherford Cravens
Productora : Blumhouse Productions / QC Entertainment
Género :Intriga. Terror. Thriller | Thriller psicológico. Racismo. Familia

lunes, 20 de marzo de 2017

La hora de clase

Hemos crecido con ellos. Profesores carismáticos que se ganan a un auditorio renuente a base de personalidad, atractivo y conocimientos enciclopédicos de lo suyo. Que establecen una conexión casi mental con sus alumnos, o con algunos de ellos. Quién no se ha cruzado con alguno cuando calentaba pupitre, en el colegio, en el instituto, o en la universidad, o se ha imaginado participando en una clase de ficción, escuchando con arrobo a esos docentes de película, siempre de materias humanísticas, que dan más juego. Leyendo esta oda a la clase magistral que escribe el profesor Recalcati, he recordado especialmente a uno de los míos, igual de ducho que el italiano en el psicoanálisis aplicado. Un catedrático de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico cuya explicación de Hamlet y Frankenstein hicieron que hordas de veinteañeros (¡caribeños!) agotaran las ediciones de Lacan, Jung, y de rebote, Derrida, en las librerías del barrio.
Pero hace ya demasiado tiempo de eso, y la nostalgia no es buena, aunque está de moda. La hora de clase, inteligentemente subtitulada “por una erótica de la enseñanza”, es un bien armado ejercicio de nostalgia, defendido por un experto en educación y seguro excepcional docente. Un binomio casi nunca visto por nuestro maltratadísimo sistema educativo. Desde este doble prisma, el autor dibuja un mapa certero de los males que aquejan al noble arte, y ciertamente quijotesca experiencia de enseñar un saber en el siglo XXI. Constatamos entre suspiros que “mal de muchos, consuelo de tontos”, como decían las abuelas. Ya en el prólogo se ataca duramente la intrusión, que no inclusión, en las aulas del fervor tecnológico mal entendido, así como el escaso apoyo a la labor docente por parte de instituciones y familias. Ya estamos otra vez con las quejas, pensará el paciente lector. Pero no. No estamos ante un libro de reclamaciones, sino ante un minucioso trabajo de campo que radiografía el problema con el mejor instrumental psicoanálitico. Desde la primera parte del texto, Recalcati saca la artillería pesada y propone una clasificación interesante de los tipos de escuela, pasada y presente: Escuela-Edipo, Escuela- Narciso, Escuela- Telémaco. Conceptos elaborados desde el didactismo que no suponen obstáculo alguno para el lector poco avezado, que sí captará por entero el sentido de términos como “vides torcidas”, y otras resonancias a tiempos si no mejores, más fáciles de clasificar. Pasadas estas páginas, las ideas fluyen con rotundidad. Cómo no identificarse con el profesor veterano acosado por superiores que le obligan a convertir sus aulas en “examenderías”, a registrarlo absolutamente todo con parámetros medibles y cuantificables. A transmutarse en psicólogo en las tutorías y a bregar con padres y madres abrumados por los gurús de la nueva educación que les taladran con lo uno y su contrario, sin tiempo ni recursos para sentarse a solas con sus hijos. Acude el texto a autoridades reales y ficticias para apuntalar sus afirmaciones: Daniel Pennac y su Mal de escuela; el contradictorio William Stoner de John Williams. Hasta que llegamos a la razón de ser de la obra: la oda, que bien pudiera ser una elegía, a la hora de clase. Una hora que debiera dejar al alumno perplejo como el que escucha en Youtube a Roberto Benigni recitando a Dante. El libro mutado en cuerpo, el cuerpo en libro. El cuerpo del maestro emanando la erótica de la enseñanza. Algo al alcance de muy, muy pocos, y que hace tiempo dejó de ser suficiente. Algo hermoso de experimentar, y de escribir, pero, vaya, imposible de transmitir, y de explicar. Dice Recalcati que el secreto del maestro es “el estilo”. Ha de bastar que el maestro entre por la puerta. ¿Y qué es el estilo? ¿El porte, la voz, las dotes de comunicador? ¿Y la competencia brutal con el supersónico fragmentarismo audiovisual que consumen los destinatarios de sus mensajes? Nada acerca de cómo adquirir el estilo, amén de la experiencia. Seguimos en la penumbra entonces. Enseñar es dejar marca, la etimología manda, y eso no está al alcance de todos los maestros. Para él sí, como traslucen las anécdotas que jalonan esta última parte.
Huir de la mediocridad, provocada por la informática, según sus palabras, y convertir esa hora, y todas las de ese día, y todas las del curso, en momentos de transferencia total entre maestro, y alumno. Arrinconada esa desvaída competencia de Aprender a aprender, y obviada la transformación obligada del profesor de antaño en comercial de su producto, que debe saber vender cada día a un público generalmente hostil que no le da con la puerta en las narices porque está pensando si la reseña de ese libro estará en Internet.
Aunque la conexión existe, se han dado casos y están documentados.

viernes, 6 de enero de 2017

Paterson, la película del año

¿Se puede seguir siendo independiente después de veinte años de carrera? ¿Y después de una acogida absolutamente unánime de la crítica de Cannes y de Filmaffinity? ¿Ser independiente y a la vez producido por Amazon? Claramente, sí.
Jim Jarmusch, el independiente por excelencia del distrito de Nueva York, elabora en esta su última obra la radiografía más delicada acerca del proceso creativo, de su génesis y de sus contextos. Todo es aparentemente nimio en esta historia, llena de detalles de precisa cotidianeidad que, engarzados, componen el negativo de un poema épico. Pequeñas victorias y pequeñas derrotas que se tornan en poesía merced a un cuaderno lineado sin marca y un bolígrafo. Una vida construida con placidez, la de un conductor de autobús que escribe en su hora del almuerzo y se deleita silenciosamente en las conversaciones rutinarias, pero menos, que se suceden en su lugar de trabajo y en el bar al que acude cada noche después de la cena. Un proletario que rechaza autodenominarse como “poeta”.
No todos tenemos un conductor de autobús ni un poeta dentro, desde luego, por más que los gurús del bienestar nos inculquen lo contrario. Las piezas que componen la vida de Paterson por separado ya son extraordinarias, si bien inteligentemente disfrazadas de comunes. Pero nada de lo que sucede es común. Las simetrías, envueltas en meras casualidades: el apellido que es el topónimo de la ciudad, los tres cuartos propios del protagonista (el autobús en el que se nutre su inspiración, el sótano en el que lee, y el oasis de cataratas donde escribe). La anodina ciudad suburbial de Nueva Jersey que es cuna de literatos señalados. La estructura, más sencilla imposible, siete retazos para siete días de la semana. La envidiable vida sentimental del joven, que ha encontrado de verdad a su alma gemela. Un torbellino creativo de esposa, que le complementa milimétricamente y que puede soliviantar ciertas sensibilidades de los modernos feminismos. Una dimensión emocional cubierta modélicamente y sufragada con un modesto salario municipal. Y el momento dramático , supremo para todo escritor, y que no dirá absolutamente nada a los que salgan del cine pensando que esto va de la vida de alguien.
Los cinéfilos de Jarmusch encontrarán a su vez otras simetrías con películas anteriores, como corresponde a una trayectoria tan longeva. Reconocerán la mirada a la ciudad, desprovista de todo adorno, la reflexión metacrítica, el lirismo, aquí literal. Pero esta vez, el artesano está menos solo que nunca. Adam Driver, descubierto por la excesiva Lena Dunham para su serie icono Girls, se ha convertido en el auténtico contraplano en la nueva generación de actores que comienzan en la televisión o en películas de Sundance aspirando secretamente a encabezar la próxima saga/precuela/secuela de. Junto a él, una luminosa Golshifteh Farahani le da la réplica y le alimenta con blanquinegros cupcakes.