cabra

cabra

sábado, 13 de octubre de 2018

CINE: THE RIDER (2017)

Muy de vez en cuando, y casi siempre con retraso, llega a nuestras pantallas un relato  diferente y posibilitador de lecturas dispares. The Rider, segundo trabajo de la directora china Chloè Zao, puede interpretarse de dos maneras, dependiendo de si se cuenta o no con información previa. Ficción con base real, o documental con base de ficción. El adelanto proyectado en cines auguraba una buena muestra de cine independiente, aplaudida en Sundance y en la Seminci, con todos los ingredientes que se le suponen al género: brillantes interpretaciones de actores debutantes, una historia intimista, una dirección potente, poso de crítica y su poco de exotismo. ¿Una cineasta china interesada en la identidad cowboy? Venga.
El segundo paso es vencer la pereza que suscita en un europeo la construcción folclórico-cultural del americano medio, al que se culpa sin disimulo de los años Trump que nos han caído. además. No hay rodeos en Boston ni en Nueva York, y sus demócratas ciudadanos tienden a mostrar idéntica superioridad moral en relación a sus paisanos del Medio Oeste.
Pero la pérdida de la identidad y la búsqueda infructuosa de otra no es patrimonio único de las clases ilustradas. Con parquedad y transparencia, Zao decide reproducir matemáticamente la peripecia vital de Brady, un  joven vaquero que ha de buscarle un nuevo sentido a su vida al sufrir un accidente con secuelas en su última competición. No entendemos cómo puede consagrarse una vida al rodeo, pero sí a la Fórmula 1, al fútbol, a la gimnasia o al ballet.  Pero Brady no es diferente a ninguno. Su proceso de duelo atraviesa todas las fases reglamentarias, empezando por la negación. Carece de un entorno que favorezca la transición y no tiene acceso a un psicoterapeuta, así que le toca demoler sus cimientos en solitario. Da pasos vacilantes, tiene que compatibilizar el tiempo para sí mismo con las responsabilidades familiares, y su nula formación le cierra posibilidades. Aquí es pertinente descubrir que el personaje y el actor son la misma persona. Un desdoblamiento sorprendente porque no se está interpretando un guion sino que se está recreando la propia vida, casi a tiempo real. La familia Blackburn/ Jandreau se muestra tan real como si no hubiera un set de rodaje en medio, especialmente la quinceañera Lilly. Necesitamos etiquetas: verismo, neorrealismo, poesía cotidiana. No hay glamour ni una historia de superación merecedora de un trozo de prime time. Es todo lo contrario a Dallas Byers Club, aquella primera reinvención de Matthew McConaughey. Quizá haya momentos poéticos en las llanuras de Dakota, si entendemos la poesía en su variable despojada, pero lo que llena los planos es una profunda tristeza y la luz entrecerrada de amaneceres y anocheceres en el desierto. Los diálogos escuetos tampoco se rellenan con miradas.Los personajes apenas se miran unos a otros, siquiera cuando se intercambian las frases justas para la convivencia. Los vaqueros son duros, y los caballos su conexión esencial con el mundo. (Aquí un par de ellos casi se roban la función). Con una excepción. El mejor amigo de Brady, en una subtrama estremecedora que los mister wonderfulistas entenderían como esa historia de superación cuando solo es la certeza de un fracaso que cuesta presenciar. ¿Qué pasa cuando los sueños se alcanzan, pero no permanecen?