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domingo, 17 de septiembre de 2017

CINE: DETROIT (2017)



El acontecimiento cinematográfico de este primer semestre de 2017, el aplauso unánime de la crítica, ha sido un fracaso de taquilla sin paliativos, en el verano más flojo de las últimas décadas. Apenas 15 millones de dólares recaudados en EEUU según Box Office Mojo, los que importan a estudios y distribuidoras. Zero Dark Thirty (2012), anterior trabajo de Kathryn Bigelow fue pródigo en polémica y recaudación, con unos 96 millones. Puede que los cineastas y escritores estadounidenses sean un espejo en el que mirarse a la hora de exorcizar demonios y airear vergüenzas nacionales, pero el público es soberano. La legitimación moral de la tortura que, premeditadamente o no, supuso la narración de las últimas horas de Bin Laden, encajaba bien con la idiosincrasia del americano medio. Los europeos, siempre a la vanguardia de los derechos, nos escandalizamos pero fuimos a verla igual.

Esta vez es diferente. La actualidad de los hechos recreados es insultante. La lista de abusos policiales contra la población negra puede consultarse  a tiempo real en páginas web que funcionan de contadores, como con las mentiras de Donald Trump. De hecho, el escueto título basta para hacerse una idea de lo que viene después, incluso desconociendo el punto cronológico de partida. Hoy, a pesar de su recuperación incipiente, Detroit sigue siendo el arquetipo de ciudad fallida, vapuleada por la crisis del modelo económico estadounidense, abandonada por los mismos que la pusieron en órbita y dejada en manos de ciudadanos-caricatura como los que pueden verse en el reality Hardcore Pawn (Empeños a lo bestia para los españoles). Pero no. El relato, para el que es muy difícil encontrar calificativos, parte de los disturbios que arrasaron la ciudad durante el verano de 1967. Como suele pasar, los apocalipsis prenden de mechas aparentemente pequeñas. En este caso, el enésimo registro de un club nocturno de negros por parte de policías blancos o negros asimilados al sistema.
A partir del momento en el que se tira la primera piedra, asistimos a tres películas en una. La primera capa, de política y acción social, esperable y rodada con la asepsia y el pulso firme característico de la directora. Bajo las imágenes de combate subyacen las contradicciones: los mismos policías que abusan de su autoridad se lamentan minutos antes de haber decepcionado a esa gente que confiaba en ellos. La segunda capa es conformada por la peripecia vital de unos aspirantes a músicos, y muestra la cara más festiva de la que fue, además de la ciudad del motor, la ciudad de la Motown, Las expectativas individuales siempre pierden en la confrontación con las colectivas y aquí se ejemplifica con una de las escenas más emocionantes vistas últimamente en una pantalla y que funciona como bisagra para la tercera capa, el terror. Detroit es una película de terror disfrazada. Recordamos un caso curiosamente opuesto de esta misma temporada, el de Déjame salir, de Jordan Peele, una historia de terror que resulta ser una fenomenal comedia. Ambas comparten la premisa racial, en épocas diferentes pero con idéntico sustrato. Una nota lingüística es determinante para apreciar la evolución, o involución sociocultural entre una y otra: el eufemismo. Si en la obra de Peele, los momentos mas chispeantes proceden de toda la construcción mental impuesta por el correctísimo vocablo “African American”, no nos deja indiferentes en la retransmisión televisiva de los disturbios (real, como algunos de los planos callejeros del filme) el profuso empleo de “nigro”, hoy absolutamente proscrita.La crítica se ha detenido, con razón, en el espeluznante núcleo central de la película, del que es preferible no informarse previamente, ni durante la proyección, como hacían algunos espectadores, atónitos ante lo que estaban viendo y sabedores de que eso pasó de verdad. Una secuencia de hechos que tuvo que ser un verdadero suplicio de rodar para los actores. En consonancia con la presencia del patrullero Krauss, inverosímilmente despreciable si no fuera por su material existencia, uno llega a desear que durante esa noche interminable aparezca la Madre de Dragones al grito de Dracarys y dé fin al juego con su peculiar estilo. Pero no, y uno oscila entre la incredulidad y la indignación, no solo por asistir a la representación pura de la maldad humana sino también a la de la cobardía y a la jurisdicción como parapeto. Tres cuerpos de seguridad. Uno actuó y los otros dos decidieron que ese no era su negociado. Cualquier espectador ha visto en pantalla escenas como esa multitud de veces. He aquí el mérito indiscutible de la forma de narrar de Bigelow y su mano maestra con la cámara, que salta de un rostro a otro sin descanso, a puertas que se abren y se entrecierran, a los cuerpos temblorosos, en planos de una aspereza casi insoportable.
El horror deja paso al segmento final en el que se juzgan los hechos, y uno de los que estuvieron allí y se lavaron las manos deja la sala y vomita entre unos arbustos. Es lo que seguramente se desee hacer cuando llegan los títulos de crédito. Menos mal que en Europa no pasan estas cosas.