cabra

cabra

sábado, 22 de junio de 2019

LA VIDA EN BLANCO Y NEGRO DE ELISA Y MARCELA

Cuando se decide que una película es "necesaria", parece quedar exenta de cierta crítica artística. Así pasó con la última triunfadora en los Premios Goya, https://elninocabra.blogspot.com/2019/02/la-mejor-pelicula-del-ano.html con cierto tipo de cine concebido para desenterrar, rescatar o redescubrir figuras o hechos doblegados por el discurso dominante. Así las cosas, la última entrega de Isabel Coixet, pionera en muchas cosas, despertó interés desde sus meros primeros pasos. Cumpliendo todos los requisitos del cine "necesario", revisita una historia no precisamente desconocida en su época, aunque sí borrada de los archivos mentales de generaciones posteriores. Una historia innegablemente atractiva de un amor prohibido que marca dos trayectorias vitales y que encaja perfectamente con las necesidades de la narrativa social contemporánea, siempre a la búsqueda de ejemplos. 
Si a estas premisas sumamos la intervención autorial directa de una cineasta consagrada y polémica por sus obras y palabras, por su estilo concitador de filias y fobias, más el compromiso de la plataforma de contenidos en cuanto a presupuesto holgado y libertad creativa, estamos ante una hermosa película con vocación de verdad. La estética al servicio del mensaje, aun con momentos en exceso exacerbados. Pero las buenas intenciones no son suficientes, y en Elisa y Marcela no terminan de confluir las decisiones formales y la profundidad del mensaje. 
Podríamos decir que la película se sustenta en la estetización de la relación amorosa y la estilización del proceso vital consecuente. El uso de la fotografía en blanco y negro, igual que en Roma, ayuda a no distraerse de lo fundamental, aporta seriedad al relato y pátina artística. La cuestión es si es realmente necesario. En este caso, sirve, además, para recordarnos la oscuridad del tiempo y lugar pasado. Oscuridad de mentes y espíritus que es extrañamente omitida en el relato en sí. Ha llamado la atención de algunos críticos la naturalidad anacrónica con la que ambas muchachas afrontan el avatar de su destino. No hay tormentos internos, ni dudas, ni preocupación por el qué dirán. La institución educativa en la que se conocen, la aldea gallega en la que se asientan, viviendo juntas y por separado, el morro torcido de la familia de Marcela, son sorprendentemente leves en su reacción. Y ellas van quemando etapas como si vivieran en un futuro lejano, nuestro presente, en una capital cosmopolita. 
Esta sensación de inverosimilitud se acentúa con las elipsis narrativas que, en un afán por ajustar los tiempos, nos detraen de momentos importantes para la evolución psicológica de los personajes. Esos tres años que pasa Elisa fuera del pueblo para moldear su personalidad masculina, por ejemplo. O la ausencia de vínculos familiares de la misma Elisa, cuyo disfraz no parece plantearle mayores problemas en sus desplazamientos dentro de una España no muy lejana a la del teatro clásico, tan aficionado a las mujeres vestidas de hombres. 
El tercer acto es sin duda el más interesante de la peripecia. La huida precipitada a Portugal permite constatar la belleza inmisericorde de Oporto y la viva idiosincrasia de las gentes del país, cuyas relaciones con los españoles oscilan entre la sana socarronería y la santa paciencia. Mucho más abiertos que sus vecinos, y sus autoridades bastante más humanas. No se merecen desde luego la invasión a las que les estamos sometiendo. 
Es de justicia destacar las espléndidas actuaciones de Natalia de Molina y la debutante en cine Greta Fernández, con una expresión y gestualidad que puede llegar a encarrilarla hacia cierto tipo de papeles, si se descuida. Y los "lusos" Lluís Homar y Manolo Solo, que proporcionan cierto alivio cómico, en el mejor de los sentidos. 
Título: Elisa y Marcela
Año: 2019
Dirección: Isabel Coixet
Guion: Isabel Coixet y Narciso de Gabriel
Música: Sofía Oriana Infante
Fotografía: Jennifer Cox
Reparto: Natalia de Molina, Greta Fernández, Sara Casasnovas, Tamar Novas, María Pujalte, Francesc Orella, Lluís Homar, Manolo Solo, Manuel Lourenzo, Elena Seijo. 

domingo, 2 de junio de 2019

LA DISTOPÍA CHERNOBYL

Durante los capítulos primero y cuarto, Chernobyl, la serie, parece Tiburón. O El enemigo del pueblo. Un punto y final en la vida de tranquilas y aburridas comunidades que debieron evitar las autoridades competentes, y pertinentemente advertidas. Ante el dilema prestigio social/seguridad, gana siempre el primero. El qué dirán nuestros vecinos, que aprovecharán la coyuntura para arrebatarnos nuestra bien labrada posición en el orden local o global. El ser humano se ha ido construyendo a base de errores y enmiendas, si bien algunas llegan tarde, o nunca. En televisión, el invierno ya se ha ido, pero llega la mortecina desolación de Chernobyl para recordarnos que una distopía no ha de ser necesariamente ni ficción ni futura. Por eso, los capítulos segundo y tercero recuerdan tanto en lo formal  a El cuento de la criada, de oportuno y próximo retorno.  Las grandes distopías de nuestro tiempo, las de Orwell, Bradbury, Brooker o Atwood, han cristalizado en un presente igualador en lo siniestro, y por eso lo sucedido en Chernobyl aquella noche de 1986 y los posteriores acontecimientos carecerían de verosimilitud en un relato enteramente ficticio. La civilización occidental tendría que haberse despedido del planeta que tanto maltrata, pero no, aquí seguimos. Tentando la suerte otra vez en 2011. Los átomos de muerte que respiran los vecinos de la central nuclear Vladimir Yllich Lenin permean cada plano. Los días grisáceos de luz extraterrestre son idénticos a los que disfrutan las doncellas de Gilead en sus paseos al supermercado. Los bloques de viviendas, auténtico hormigón soviético, macilentos como las casas bostonianas de la república. Los rostros graníticos de quienes deciden y condenan, proscritas las risas. Idéntico también es el ruido que los estados totalitarios hacen al caer, en demoliciones incontroladas. La cámara lenta coreografiando las rutinas. Oigan eso, es el silencio. No hay notas sonoras, sin melodías de cabecera, ni subrayados musicales. Solo retazos electrónicos y discursos monocordes y rítmicos en su machaconería del todo está bien, las salmodias de presentación y, en este caso, el chirrido de los dosímetros que parece van a explotar en cualquier momento. 
Chernobyl, la serie, es ficción, olvidan los artículos que brotan comparando lo contado y lo sucedido fotograba a fotograma, ejercicios inútiles de puntualización para un espectador que puede ver y consultar al instante. Desde Propp, ruso más ilustre que todos los camaradas ingenieros que aprietan botones demasiado pronto o demasiado tarde, necesitamos un héroe y un villano. Pero se quedó corto en el catálogo de matices y caracteres. Aquí los malos son uno, negligentes y obsesionados. No parecen creaciones hiperbólicas fruto del revanchismo capitalista. Los héroes tradicionales que se enfrentan a la catástrofe en sus primerísimos momentos sin saber las consecuencias quedan oscurecidos por ejércitos de antihéroes, mineros, militares, civiles ofrendadores conscientes de sus propias vidas para salvar, de verdad, a su pueblo, por 300 rublos y unos litros de vodka. Y rescatando la ética de la responsabilidad de entre los escombros, un par de científicos (Emily Watson y Jared Harris)y un ministro (Stellan Skarsgård) que cae a tiempo del caballo.
Vean Chernobyl y afronten el verano con el alivio de seguir vivos, la desazón por la soberbia humana o la incertidumbre acerca de cuál será el próximo envite.