Lo leemos por doquier. Nos asustamos ante la marabunta de nuevos textos literarios, nos asombramos de la tasa de escritores por metro cuadrado y nos indignamos con los que asumen con el impudor del anonimato no haber leído un solo libro el año pasado. Leer es un acto cada vez más asequible, pero apenas nos preguntamos si realmente vale la pena el esfuerzo, y si es cierto que leer por leer es tontería, o nos hará mejores personas. El primer libro que proponemos para este nuevo año es un texto exigente, ambicioso e idealista. Un tanto temerario también, por cuanto ha de fajarse con la sobrepoblación novelística, o novelera, que aturde a los usuarios de ciertas plataformas de venta.
Así pues, ][olema, ópera prima del autor, resulta a la vez un reto de calado y una materialización de conceptos como el de "lector ideal", de Umberto Eco. Sus más de quinientas páginas exigen un perfil muy determinado de receptor, alejado de los arquetipos que frecuentan las páginas de novedades. Buena ocasión para reivindicar el viejo papel de la literatura, más allá del entretenimiento evanescente.
Así pues, firmamos el contrato y nos recibe una portada ciertamente subyugante. Metáfora perfecta de lo que aguarda, intrincada oscuridad y luz a lo lejos. Es esta quizá la mayor pega que se le puede poner. No tanto la extensión sino la penumbra difícil a la que se somete al lector en el terreno formal, que en ocasiones se interpone más que colabora, en el disfrute de la historia, que tiene su miga. Claramente deudora de nombres casi malditos de la literatura norteamericana contemporánea como John Barth, o William Gaddis, y todo un homenaje en su parte final al gran tapado de la novela española del siglo XX, Julián Ríos, el bosque intrincadísimo que conforman determinados capítulos se nos acercan demasiado al mero y muy meritorio ejercicio de estilo. El lenguaje puede ser claramente hostil pero otras veces dispensador de momentos sutilmente humorísticos. Advertidos estamos, y con el machete para despejar senderos cual explorador de la Amazonia, nos topamos con personajes temporales con problemas universales que intentan solventar con métodos muy particulares, enmarcados en un microcosmos ausente de coordenadas espacio-temporales con cierto aroma a distopía. Por un lado, Kleo, un profesor que no logra dar con el método que explique la esencia de la existencia; ni con sus alumnos ni con su hijo Niko, un adicto a los videojuegos. Por otro, Villamen, un magnético villano, poco al uso, que maneja los hilos en su Olimpo emporio como un Zeus menos dado a la interacción personal. Precisamente, el mundo del videojuego es el macguffin de la novela. Parece que es el tema principal, a tenor del grado de implicación en el desarrollo de las tramas, pero solo es una parte del tapiz superficial que el lector modelo debe ir desbrozando. A medida que nos vamos acercando hacia la luz, vislumbramos dolorosas certezas acerca de la identidad, de los elementos que la conforman, de nuestra capacidad de decisión, de los fracasos inevitables, del destino, en definitiva. Revoloteando sobre todo ello, la posibilidad, cada vez más cercana, de que el ser humano pueda elevar enésimamente sus prestaciones a través de artilugios biomédicos. Es la bermis, o el gusano, el gran hallazgo de la historia. La ciencia-ficción como género ya nos previno, y propuestas postmodernas como Black Mirror son muestra de su vigencia, pero no deja de ser desasosegante el pensar. La inteligencia artificial como supremo ejemplo de la inteligencia humana. Pero, ¿Y si todo es un juego?
Si han llegado hasta aquí, no hay excusa. Mejor propósito que ir al gimnasio o aprender inglés, darle trascendencia al acto de lectura.
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