cabra

cabra

lunes, 22 de abril de 2024

HOTEL ROYAL VS HOTEL COOLGARDIE

  Hotel Royal            Hotel Coolgardie

Presentada en San Sebastián 2023 y ganadora del premio Otra mirada de RTVE, Hotel Royal es la segunda película de la australiana Kitty Greene y concitó elogios por su visión fresca, audaz y ecléctica de la relación opresor-víctima. Lo que vemos en el largometraje es en ocasiones tan estupefaciente que cuesta creer que su punto de partida sea un documental que sigue a personajes escrupulosamente reales en un contexto sociocultural más cercano a las cavernas que al siglo XXI en una nación del primerísimo mundo como el pais natal de la realizadora. Curiosamente, apenas alguna crítica menciona esta primera producción, ideada y dirigida por un hombre, australiano también pero más civilizado, Pete Gleeson. Hotel Royal, la ficción, ha pasado muy de puntillas por la cartelera, pero Hotel Coolgardie, el documental, está disponible en Prime Video, catalogado como "terror". Y no se equivocan. La tentación comparativista es inevitable. 

¿De qué van ambas producciones? En una primera instancia, de las desventuras de dos muchachas foráneas mochileras de larga estancia a las que roban documentación y dinero y como única forma de proseguir viaje (porque lo de regresar a casa no se contempla) se apuntan al programa Work and Holiday del gobierno oceánico. Una muy buena idea si la parte laboral se desarrolla en una granja o en una escuela infantil, pero que pierde gracia cuando el lugar de trabajo y alojamiento es un  bar infecto a seis horas de Melbourne, en pleno y desoladísimo centro del país. Si bien las nacionalidades de las chicas cambian (Finlandia en la realidad y Canadá en la ficción), el análisis que se nos brinda acerca de las aristas del sí, y de los escorzos del consentimiento es sencillamente sobrecogedor. Múltiples interrogantes surgen a cada paso que dan las protagonistas. El primero es, claro, por qué aceptan tras las explicaciones detalladas y cautelosas de la entrevistadora. No será para tanto, piensan. El segundo, por qué no salen huyendo el segundo día. Desde fuera, desde la comodidad del sofá o de la butaca de cine, el espectador asiste a un primer acto que homenajea a Freaks y a un documental de cebras y leones a partes iguales. Vemos una galería de personajes, exagerados lo justo en la propuesta de Green, interpretados (ojalá) por lugareños reales, que dan un nuevo sentido al ya para siempre estigmatizado término "manada". A la caterva de parroquianos a una cerveza amarrados solo les falta babear. La retahíla de expresiones denigrantes se suceden con la nueva remesa de "carne fresca". Las muestras de jolgorio de las chicas que han terminado su estancia son insoportables. Imposible no pensar en alguna variante del síndrome de Estocolmo. Extrema adaptación al medio que asume el personaje de Liv (Jessica Henwick) y ante la que se rebela Hanna (Julia Garner). En el segundo acto, acreditada ya la situación de las chicas y sus espacios privados como mera posesión masculina, las tornas van cambiando hacia un terror clásico.

¿Hay hombres buenos en ese agujero negro que conforman dos tercios de Australia? Los mineros embrutecidos que retratan tanto Greene como Gleeson asumen su posición en el mundo como una desdicha y la renovación trimestral de las camareras de su bar, el único sitio a donde ir fuera del trabajo y de su casa es el premio al aguante de una rutina que se antoja insoportable. Los apriorismos no funcionan aquí. El que parecía más amable se desvela como un incel de manual que masculla "matarlas" cuando le preguntan qué hará ante el enésimo rechazo. El obsequio del equivalente ficcional de este sujeto a su dama escogida sencillamente espeluzna, pero es lo que tenía más a mano. Los que optan por el colegueo al inicio llegan a las manos al grito de "son mías". Todos son depredadores compitiendo por las mismas presas. Lo que en el largometraje se antoja hiperbólico, en el documental, cámara al hombro y sin apenas intervención guionística, se constata espontáneo, casi sin maldad. Son así y no hay nada malo en ello. El realizador así parece indicarlo mediante recursos como la banda sonora. Que escuchen el célebre hit de Leann Rimes de Bar Coyote (2000) es un toque de humor ciertamente balsámico.

 La conclusión de este experimento social debiera ser si lo que aquí se narra es extrapolable. En la ficción, como corresponde, hay esperanza. La materializa la aguerrida esposa indígena del dueño del bar, un derrotado Hugo Weaving, que agarra a su marido casi de los pelos para largarse los dos de ese antro animalizante. La materializa esa pareja, presente asimismo en el documental, que cumple treinta años de casados y asiste con resignación al espectáculo de la pirámide alimenticia. Y la materializa el joven pariente de la dueña, proveedor del local, no contaminado aún por la abulia y el primitivismo. Y la materializa, por último, el gesto gallardo y purificador final de la "rubia borde". Para el documental, consultar Wikipedia. 

HOTEL ROYAL (2023). Australia/Reino Unido. Dirección: Kitty Green. Guion: Kitty Green y Oscar Redding. 90 m.

HOTEL COOLGARDIE (2016). Australia. Dirección: Pete Gleeson. 83 m.


martes, 26 de marzo de 2024

UN MANICOMIO EN El FIN DEL MUNDO


 En la casi inabarcable lista de gestas humanas, las expediciones polares ocupan un lugar estelar por su misma esencia de aventura radical, experimentación con los límites geográficos y de resistencia física y mental. El colectivo es a la vez fuerza y fragilidad, y normalmente la gloria y el honor de nombrar estrechos y bahías se la lleva solo uno. El oprobio también. Esta primera obra del periodista especializado en viajes Julian Sancton es valiosa no porque lleve el marchamo, muy cuestionado últimamente, de recomendado por el NYT, sino por descubrirnos la posiblemente más documentada travesía de esta índole. Mucho más que las célebres de Franklin y Shackelton, anteriores en el tiempo y convenientemente aludidas en estas páginas. La aventura del Bélgica en los hielos antárticos se emparenta con la segunda en el final moderadamente satisfactorio y en el tortuosísimo proceso de liberación que resulta solo por una carambola del destino, o del deshielo. 

El manual de instrucciones de la crónica periodística de nuestros días aconseja cierta dosis de biografismo autoral. Algún excursos acerca del cómo se hizo, cómo llegó el cronista a saber del asunto. En este caso, pandemia mediante, Sancton aprovecha una renovada versión del “manuscrito encontrado” en forma de profusos diarios de a bordo escritos por gran parte de la tripulación del barco. Un hallazgo inaudito también por la expresividad y contundente realismo de sus páginas, que conforman una visión realmente caleidoscópica de los infortunios que padecieron. A los que escribimos en la moderada placidez de nuestras vidas pequeñoburguesas nos asombra la capacidad de esos seres sufrientes de encontrar las palabras adecuadas para describir lo que les acontece bajo la completa incertidumbre de si servirá de algo. 

Dado que el final ya se conoce/ puede ser consultado en Wikipedia, el toque de suspense es ofrecido desde el inicio, con una misteriosa reunión entre un médico de pasado aventurero encarcelado por fraude y cierto noruego célebre con el que rememora la expedición en la que ambos coinciden. 

La historia es, desde luego, sugestiva de por sí. Un cóctel multivitamínico que nace del empeño de Adrien de Gerlache por llevar el nombre de su país y el de su noble familia hasta los confines del mundo. Con el narcisismo imprescindible para meterse en estos berenjenales, el joven Adrien sufre desde el principio para conseguir patrocinadores y el favor de su rey, el infausto Leopoldo II, más interesado como sabemos en exprimir su porción de África. 

La utilización expresa del término “manicomio”(madhouse en el original) puede resultar poco inclusiva para cierto tipo de lector pero por completo adecuada. No solo por las variopintas y estragadas personalidades que conviven en el barco, más de un año confinadas entre los hielos, sino por los efectos de dicha reclusión en un contexto hostil en extremo. Efectos sobre la mente y el cuerpo que son diseccionados al detalle y en riguroso directo por el médico con el que empezamos la historia, el doctor Cook. La noche polar está de vuelta a las pantallas gracias a la nueva entrega de True Detective, y su opuesto el día eterno destruía el raciocinio de Al Pacino en Insomnia. A bordo del Bélgica, abandonado su proyecto de llegar al Polo Sur magnético, la luz solar se torna en obsesión y pócima curativa para todo. Las alucinaciones y los desbarres de la marinería, agravados por la dieta enlatada y su amigo el escorbuto son prolijamente descritos y hacen múltiples prisioneros. Menos uno, el noruego anteriormente mencionado, un tal Roald Admunsen, debutante en estas lides. Los divergentes caracteres  del capitán belga y su némesis nórdica proporcionan entretenidos duelos dialécticos en persona y por correspondencia. Las escenas de caza nos salpican de sangre y se siente el sabor de la carne cruda de pingüino que la tripulación consume obligada por Cook para curar el escorbuto. Si bien parece que la comida nunca falta, a tenor de los banquetes que se celebran periódicamente, y el frío pasa desapercibido aun con las calderas del barco apagadas. Al fin y al cabo no son Los Andes.  Bien provistos en lo material,  carentes de esa tan elogiada hermandad que conserva la cordura a treinta grados bajo cero. 

Un manicomio en el fin del mundo: el viaje del Bélgica a la larga noche antártica. Julián Sancton. Traducido por David Muñoz Mateos. Capitán Swing, 2023. 384 páginas. 


sábado, 17 de febrero de 2024

SERIES: BEEF (BRONCA)

Ante todo, agradecer al departamento que corresponda su velar por la lengua castellana al traducir el título. Todos los jóvenes espectadores que han contemplado "beefs" virtuales entre individuos pertenecientes a las muy variadas subespecies de internet ya tienen sello de autoridad para recuperar la castiza palabra. 
El resto, en efecto, asiste atónito a una tremenda escalada de hostilidades surgida tras un incidente de tráfico en las calles de Los Ángeles, ciudad incaminable donde las haya. Un juego de dominó perverso en el que todas las fichas caen y hacen caer con la evidente pregunta que revolotea: ¿Pero cómo es posible que se haya llegado a esto? Es fácil olvidar quién empezó.
Amy y Danny son el anverso y el reverso de un mismo proceso de alienación cultural. Hijos de la inmigración coreana, depositarios ambos de las muy altas expectativas familiares, el fruto de su emprendimiento ha sido dispar. Amy, empresaria de plantas de interior, conduce un SUV blanco y reside en uno de los municipios californianos preferidos por la farándula. Está casada con el hijo de un famoso creador japonés, un nepobaby de manual que no ha heredado el talento paterno y se tortura por haber priorizado el negocio a la familia.  Danny pelea para evitar la quiebra de su empresa de reformas a bordo de su furgo roja de trabajo. Vive con su hermano cryptobro en el motel que abandonaron sus padres al regresar a Corea. El ladrillo y las plantas, lo material y lo etéreo y el dinero en el centro, como corresponde al contexto. El contraste prende la mecha pero la frustración vital es compartida. El día de furia es también compartido y ya no privativo del hombre blanco Michael Douglas. 
El director y guionista Lee Sung Jin recrea un incidente propio y se alía con la productora de moda A24 para ofrecer un producto estéticamente ambicioso y muy cercano a los grandes éxitos de la empresa (Euphoria, Todo a la vez en todas partes). La vocación autoral está muy presente desde los ilustrados títulos de crédito en todo el sentido de la palabra, con imágenes referenciales y citas literarias alusivas

a la trama de cada episodio. Y una alucinante y tenebrista banda sonora. 
Se mezclan en el cóctel temas perennes pasados por el tamiz del desquicie contemporáneo:  la alienación del capitalismo liberal, la crisis de la mediana edad, la lucha de clases, el choque cultural, demostrando que no, no salimos mejores de la pandemia. El tono, dependiendo de nuestra confianza en la capacidad de reinserción del ser humano, va oscilando entre la miniserie postapocalíptica, el retrato costumbrista de una sociedad dominada por el cortisol, o el thriller existencialista. Sus intenciones de comedia negra se dispersan enseguida, y la orgía de sangre del penúltimo episodio, que recuerda a las tradicionales de Juego de Tronos, no ayuda. El club de las sonrisas fingidas, muy recurrentes en la expresión gestual de todos los personajes muta en el de las sonrisas congeladas. Sí brilla la construcción de los personajes secundarios,  que aquilatan las personalidades principales, y conforman una galería certera de arquetipos contemporáneos: el nepobaby, la rica insoportable, el ama de casa aburrida, la suegra metomentodo, el hermano criptobro, la ex con familia perfecta. En esta sinfonía enloquecida, la subtrama de la parroquia y el alucinatorio par de episodios finales dan el toque justo de disonancia. 
Una ensalada de microviolencias  y grotescas microvenganzas aderezada con un irregular aliño de sátira e hipérbole, y el siempre pertinente recordatorio de las redes como combustible del odio que ha resultado ganadora en lo clásico y en lo actual. Tres Globos de Oro y la prestigiosa etiqueta de “es tan buena que no parece de Netflix”. 

sábado, 27 de enero de 2024

CINE: SLOW. LA ÚNICA REVOLUCIÓN SEXUAL POSIBLE

 


Premio a la Mejor Dirección de Drama en el Festival de Sundance 2023.

Slow food, slow life, fueron efímeras tendencias en las revistas de moda y bienestar hace ya algún tiempo. Un brindis al sol que apenas supuso un rasguño en el engranaje endiablado de nuestra contemporaneidad occidental. Esta aparentemente sencilla película lituana, en coproducción con Suecia y España (Xunta de Galicia) dispara audacia y valentía hacia dos de los frentes principales de la guerra cultural del siglo XXI: nuestras  hiperestimuladas y  supersónicas agendas vitales, y las siglas sin número que etiquetan por decreto las relaciones humanas. Y todo ello despojando a la palabra de su papel preponderante en la expresión de la identidad y de los sentimientos. Elena, profesora de danza y Dovydas, intérprete de lenguaje de signos, se conocen en una de las clases de ella. Comienzan a hablar. Conectan. Salen. Se enamoran. Él se sincera: es  asexual. Ella duda, no cree que tal cosa exista. Él le explica, con un discurso que intuimos ensayado y puesto en práctica alguna vez. ¿Qué hará ella? Asistimos a partir de aquí al desarrollo de una historia por cauces no marcados que va atravesándose de capas a medida que pasan los meses y la euforia inicial del no pasa nada va chocando con las necesidades y las imposiciones, las explicaciones.
La asexualidad es  el último tabú del muy expuesto universo de las identidades de género. Invisible en los manifiestos y en las siglas, negada su existencia por los muy respetables colectivos que marcan la inclinación sexual como rasgo más capital en la identidad humana, mucho más que la cantidad de libros leídos al año, por poner un ejemplo igual de loco, pero también por miembros de la comunidad médica. Tan invisible que ni siquiera las religiones han tenido a bien el ataque o el castigo. No se concibe que gente como el bueno de Dovydas pulule por el mundo y además se comporte, se vista, interaccione como una persona normal. Esta propuesta tan inusual merece un estudio de personajes tan minucioso y firme como el que nos ofrece la joven cineasta Marija Kavtaradze. No hay antipatía alguna ni extrañeza en su mirada. Enseguida somos incorporados al mundo de Elena Y Dovydas, que se nos desvelan como componentes algo discordantes de su mundo. Ella, empeñada desde niña en bailar a pesar de su cuerpo no normativo y de su madre, a la que ve de tanto en tanto y que se perdió su niñez por un trabajo en Luxemburgo. Él, que decide aprender la lengua de signos para comunicarse con su hermano después de que sus padres se negaran en pos de una educación que llamaríamos ahora inclusiva. Muy soviéticos progenitores todos.
Este tipo de propuestas intimistas triunfa o naufraga según los intérpretes. Aquí, los muy creíbles Greta Grineviciute y Kestutis Cicenas imprimen complementariedad y divergencia a partes iguales. Ella, coreógrafa y bailarina, en actitud segura de sí misma con los demás pero frágil e incrédula en su relación. Él, reservado pero no hermético, y dueño de un sutil sentido del humor.

Ambos construyen su relación con los mismos mimbres que cualquiera. Pequeños eventos cotidianos que la cámara muestra al ritmo pausado al que alude el título. Momentos de risas, de charlas, de exploración de lo desconocido.Es llamativo el uso del primer plano de los rostros y de los cuerpos. La alternancia de escenas en las que ella se expresa y se desahoga bailando y él interpreta los decires de otros. Distancias cortas que transparentan la inquietud, la incertidumbre,la felicidad, el deseo. El deseo. Elena lo verbaliza y Dovydas hace pedagogía con una enorme paciencia y dulzura. Una montaña muy escarpada  la que tienen por delante.