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martes, 24 de diciembre de 2019

LOS DOS PAPAS (2019). Qué bonito hubiera sido.

Ni El irlandés, ni Historias de un matrimonio. La película idónea para despedir el año Netflix (decir la película del año con semejante catálogo es algo aventurado), es Los dos papas, del brasileño Fernando Meirelles, y algo de eso han intuido los votantes de los Globos de Oro. Los espectadores televidentes de la plataforma se están acostumbrando a que algunos directores prestigiosos que no son Scorsese, ni Cuarón, estrenen lo último más o menos de tapadillo, es decir, sin publicidad en autobuses urbanos. El mismo Noah Baumbach ya debutó en la semiclandestinidad con su anterior trabajo, The Meyerovitz Stories, lo mismo  que los Hermanos Coen con su Balada de Buster Scruggs. Obras francamente interesantes con las que uno se topa mientras rastrea las novedades. El largo de Meirelles, autor de Ciudad de Dios y El jardinero fiel, entre otras, sí parece estar siendo publicitado en uno de sus nichos naturales: Ciudad del Vaticano. De ninguna manera hay que desanimarse por este dato. Estamos ante un proyecto original en tono y forma, mesurado y muy pertinente de abordar en estas fechas. Con las garras afiladas lo justo para no espantar a los seguidores de los protagonistas, pero tampoco una historia desdentada como algunos críticos reprochan. Nada que ver tampoco con El joven Papa, la serie afterpop de Paolo Sorrentino para la empresa rival.  Los octogenarios protagonistas mantienen esas conversaciones jugosas que algunos tanto valoraban en Juego de Tronos (comparación no gratuita, merced al actor compartido), aunque con más enjundia intelectual,claro está. En relación a los otros octogenarios del año, los mafiosos, podría decirse que las citas teológicas de unos rellenan los silencios de los otros.  Meirelles opta por armar una trama tremendamente eficaz y resultona con la complicación justa , a partir de la vieja premisa de la Historia-Ficción. ¿Qué hubiera pasado si....? Fantasear con que dos personalidades de ese calibre, tan unidas por circunstancias presentes y pasadas y tan dispares en su forma de bregar con ellas, hubieran compartido paseos, debates, partidos de fútbol, desayunos con pizza, es demasiado bonito. Además de peligroso y con muchas papeletas de caer en la dramedia de ancianos. Hay momentos,claro,sobre todo enfilando el desenlace, en los que parecemos estar ante una feelgood movie de firmes convicciones, y nos parece lógico que así sea. Love Actually necesita recambio. Sin embargo, no puede obviarse  el rigor de varios extensos framentos, materializado en un empleo modélico de la imagen documental , para recordar de dónde vienen los personajes y en qué devienen las personas. 
Alejada la tentación de unirse a los cansinos biopics que nunca faltarán en carteleras ni en nominaciones, es humano disfrutar del duelo actoral entre Pryce/Bergoglio y Hopkins/Ratzinger. Dominando las dificultades de trabajar en varias lenguas y de sumergirse en figuras bastante alejadas de las creencias propias, según declaraciones de los propios intérpretes. A este respecto, el asombroso acento argentino de Jonathan Pryce, ya experimentado en líderes religiosos, es como tener la capilla Sixtina para confesarse tranquilamente, demasiado bonito para ser verdad. Lo demás, encaja. La manera de contraponer antecedentes y pareceres quizá es algo obvia por momentos, pero fructífera y reveladora. Constatar  su colaboracionismo con regímenes genocidas, su mutismo cuando tenían voz que alzar. En las escenas retrospectivas, con el argentino Juan Minujín brillando como el Jorge joven, cristaliza la subjetiva, que no hagiográfica, aproximación a la trayectoria del actual pontífice, que es el narrador indirecto de la historia. El agotado Benedicto no goza de recuerdos, y se arrastra por las estancias oprimido por una suerte de cuentapasos que le obliga a seguir moviéndose. Curiosa paradoja en institución tan inmovilista. Llegando al final del camino uno, y al culmen profesional otro; uno estudiando y el otro viviendo, concluyen en lo mismo: El inglés es una lengua diabólica. 

Los dos Papas (2019). En Netflix y cines seleccionados.
Dirección: Fernando Meirelles
Guion: Anthony McCarthen
Música: Bryce Dessner
Fotografía: César Charlone
Reparto: Jonathan Pryce, Anthony Hodkins, Juan Minujín, Cristina Banegas, Sidney Cole, Luis Gnecco,Federico Torre, María Ucedo, Thomas D. Williams, Pablo Trimarchi. 
Producción: Netflix. Reino Unido, Italia, Argentina, Estados Unidos.


domingo, 24 de noviembre de 2019

CINE: VENTAJAS DE VIAJAR EN TREN

La etiqueta "de culto" en las artes suele ser sinónimo de que cierta obra ha sido vista/leída/disfrutada por un selecto número de privilegiados, que han sabido descifrar sus códigos, fuera del alcance de los que buscan en el cine o en los libros una mera forma de entretenimiento. Esto está muy bien para el creador, que tampoco le hubiera hecho ascos a una recepción más amplia. A veces, pocas, la obra "de culto" se regenera años después porque encaja con alguna moda inexplicable, y los artistas, si no han muerto ya, obtienen al fin su hueco en las apretadas agendas de medios y consumidores de cultura. 
En el año 2000, el escritor y profesor universitario Antonio Orejudo publica en Tusquets Ventajas de viajar en tren, una novela corta y extraña, un homenaje al marco narrativo y a la estructura de cajas chinas de las colecciones de cuentos orientales. Su particular sentido del humor ya asomaba en su primera obra, Fabulosas narraciones por historias, de 1996. Ambas fueron premiadas rápidamente con la etiqueta de marras, y aún pueden encontrarse ejemplares de bolsillo en los estantes de las grandes cadenas libreras. 
Casi veinte años después, ha tenido que llegar un admirador confeso para llevar a la pantalla la epopeya costumbrista de la editora Helga Pato y su realidad ficción realidad. Aritz Moreno, guionista y productor, recoge el guante en su primer largometraje, con una apuesta muy clara por la construcción visual. La presencia del color, los golpes de cámara, las escenas cortas superpuestas, son el cauce adecuado para el torrente narrativo  que se marcó Orejudo, a quien las críticas de la película apenas mencionan, por cierto. Los primeros planos de rostros desencajados, inquisidores, enloquecidos, expresan certeramente la incapacidad del espectador por encontrar a todo aquello un hilo conductor a lo convencional. Y claro, si uno no sabe de qué va el asunto, comienzan las incomodidades. Saber que uno debería reírse pero no saber ni cuándo ni por qué. Los que van avisados no esperarán la carcajada. En el absurdo contemporáneo, lo que se lleva es la media incrédula sonrisa. Sin ser heredera fiel, sí es inevitable recordar hitos como Amanece que no es poco, El milagro de P. Tinto, Justino, un asesino de la tercera edad, Gente en sitios, o la rara entre las raras Algo muy gordo. También al Hotel Budapest de Wes Anderson. 
La ventaja de viajar en tren es, principalmente, la de conocer gente. Aprovechar el trayecto para entablar conversaciones inesperadas con desconocidos que sorprenden, es incluso el leiv motiv de la publicidad de Renfe. Clásicos dispares como Extraños en un tren o Antes del amanecer animan a subirse al ferrocarril para que individuos enigmáticos nos hagan propuestas irresistibles que nos cambien la vida. 
Obviando la existencia del teléfono móvil, en el vagón donde Helga Pato conoce al psiquiatra Ángel Sanagustín, todos los pasajeros están mirando por la ventana. Normal en los paisajes del norte. Pilar Castro da vida a la confusa Helga, que regresa a la capital tras dejar internado en un sanatorio a su pareja por cierta fijación coprofílica. El doctor Sanagustín la interpela. La conoce de vista y la invita a  sumergirse en los casos clínicos que almacena en su carpeta. Es la primera muestra de narrador poco confiable. Porque es esa la verdadera razón de ser de la historia. Un homenaje al arte de contar, y una burla a ese tipo de lector entregado al narrador omnisciente, del que también se rió Julio Cortázar en su cuento Continuidad de los parques. Ernesto Alterio aborda su personaje con miradas de loco y verbo de sabio que hacen de Helga y el espectador seres en duda constante. Cuando el doctor se baja en una parada para comprar, algo que ya sabemos que no hay que hacer nunca, y Helga prosigue su marcha con la carpeta en la mano, da comienzo una ristra de pequeñas cápsulas narrativas unidas entre sí por un paciente, militar por imperativo familiar y basurero por obligación, materalizado por un Luis Tosar con pelo que cuadra exactamente con el tono ascendente en surrealismo de la historia y con un clímax explosivo muy cerca de la Plaza de Las Ventas. 
Se rodean  los viajantes de uno de los repartos más estelares que se recuerdan en papeles secundarios pero jugosos(Belén Cuesta, Ramón Barea, Javier Godino, Quim Gutiérrez, Alberto San Juan, Macarena García, Javier Botet, Ana Wagener) y la ruta toma carrerilla peligrosa hacia la falta de sentido. Un WTF continuo. Pero no. Al fin y al cabo, la narrativa tradicional va de dar muchas vueltas pero no dejar cabos sueltos. Y tiene gracia que lo que eran paranoias conspiranoicas en el 2000, sean certezas clandestinas en 2019. 

VENTAJAS DE VIAJAR EN TREN (2019) 102 minutos. España.
Dirección: Aritz Moreno
Guion: Javier Gullón sobre la novela de Antonio Orejudo
Fotografía: Javier Agirre
Música: Cristóbal Tapia




jueves, 31 de octubre de 2019

MALAKA: MÁLAGA NECESARIA




Antes de que Málaga deviniera en el Silicon Valley europeo, en parque de museísticas atracciones, en zona cero de la gentrificación, en ciudad anfitriona de los Goya 2020, los espectadores ya conocíamos la pantanosidad de territorios como Palma Palmilla, Callejeros mediante. El empeño de algunos pocos en mostrar  las costuras de la urbe persistió en Sur, la novela de Antonio Soler, aquí reseñada. Faltaba sin embargo, el gran relato televisivo/cinematográfico, y este ha llegado sin ambages de la mano del Ministro del Tiempo Javier Olivares a partir de una idea de Daniel Corpas y Samuel Pinazo, con el también ministérico Marc Vigil en la dirección.
Las primeras impresiones tuiteras confirmaron que estábamos ante una rareza, previsiblemente bendecida por la crítica y con desigual comprensión por parte del público. RTVE juega a ser HBO, rezaban incluso algunos titulares. Lo cierto es que estábamos ante una historia exigente en fondo y forma que dejó claras sus intenciones desde el inicio. Una presentación sin concesiones, unos personajes que ahuyentan toda posible identificación o empatia, días desabridos, noches en vela. Dos tramas principales que van dejando afluentes sin aparente conexión hasta bien entrada la segunda mitad de la serie, silencios incomprendidos por los televidentes telecinqueros que esperaban otro El Príncipe, y crédito total de la fanmedia ministérica. Malaka ha sido una historia antipática de seguir. Francamente incómoda en momentos puntuales, ha ido dejando sus miguitas de pan para los que han sabido esperar y prefieren ir por caminos pedregosos antes que por calzadas. La comparación con el último éxito de ficción de la cadena pública, La caza: Monteperdido, se antoja productiva para entender los méritos y audacias de Malaka, que empeña su aliento en huir de las convenciones del género policial. De sus moralinas y sus moralejas. La pareja protagonista: ejemplar policía corrupto pero imprescindible para zambullirse en las tripas de los bajos fondos, eficaz correa de transmisión, respetado y temido por los malos, despreciado por los buenos. Ejemplar inspectora de oscuro pasado y tenebroso presente que vuelve a sus orígenes para investigar la desaparición y posterior muerte de la única hija de rico empresario local. No se enrollan, no se odian, no salen juntos de copas, no evolucionan según el seguidor querría. Es solo un ejemplo de la cantidad de ocasiones en las que los guionistas dan esquinazo a la rutina. Salva Reina, hasta ahora actor cómico, vuelve del revés el arquetipo y ofrece un máster en jerga y cultura de supervivencia. Maggie Civantos se pasa al lado de la ley y compone el retrato de una agente escurridiza que no se maneja en la felicidad doméstica.
 Ambos actores malagueños, como el grueso del reparto. Nada de acentos impostados, y alguna queja de los mismos que se quejaron del sevillano en La Peste. Exigencia en fondo y forma.
Los secundarios, encabezados por un hermético Vicente Romero que pasa a protagonista en los capítulos finales; siguiendo por los narcos de primera, segunda y tercera división, la fría matriarca y su impulsivo hermano. El entramado societario de gitanos, moros, locales, forasteros que conforman una telaraña que devoraría al incauto turista que errara su ruta. Un microcosmos sin chirridos de ruedas de maletas.
El homicidio solo es un pretexto para ofrecer, o mejor aún, arrojar a a la cara del acomodado televidente, un fresco de rutinas delincuenciales sin asomo de glamour, ni elipsis ni anestesia.  Incluso las fiestas de alto copete en la mansión Castañeda regalan más sordidez que encanto.  No sentimos deseos de compartir esos banquetes de hamburguesas a un euro. Las aspiraciones legítimas de prosperar, cada cual en su campo, se convierten en fracasos. Solo salen indemnes los personajes sin ambición, resignados al fatum, que ni el fútbol inglés puede sortear. Quizá es que no lo intentaron con ahínco, ni repasaban cada mañana frases inspiradoras.
MALAKA (2019). 
Ocho capítulos. Duración: 50 minutos. 
Disponible en RTVE.es

domingo, 6 de octubre de 2019

MIENTRAS DURE LA GUERRA


Mientras Hollywood no deje de hacer películas sobre Vietnam, hay margen para la guerra civil en el cine español, podría replicarse a los que se quejan, suspirando. Más aún cuando no es mera obsesión artística ni arqueológica, sino tozuda actualidad que se nos mete a diario y nos distrae de temas más festivos como la alegría de los hosteleros mediterráneos por este verano eterno. 
Alejandro Amenábar vuelve a rodar en español para ofrecernos una recreación más sobria de lo esperado de aquellos primeros meses de incertidumbre, de movimientos de tropas y despachos, de ejecuciones sumarias, de gentes incrédulas que no saben pero empiezan a intuir. Un estallido, bélico o no, suele ser precedido de una mecha larga. 
Coincidencia o estrategia, el sábado posterior al estreno era el aniversario de la toma del Alcázar de Toledo, y el domingo, día de nacimiento de Don Miguel de Unamuno. Bien cuadradas las fechas, el público asiste, sin soniquetes móviles ni palomitas, al relato de aquellos días de embrionaria infamia. La presencia poderosa de don Miguel, reencarnado en Karra Elejalde, vascos enfáticos los dos, envuelve el metraje. Una composición opuesta y complementaria a la de José Luis Gómez en La isla del viento (2015), centrada en los años de exilio en Fuerteventura. Los que apenas le recuerdan vagamente de estudiárselo para Selectividad, o los millenialls de furia tuitera encontrarán que su figura encaja peligrosamente en el molde del fascista versión 2.0, pongamos nivel medio. Sus ataques a la Segunda República, su adhesión inicial al Alzamiento, el manifiesto universitario que suscribe, antes de caerse del guindo y ver detenidos a sus dos mejores amigos: su discípulo Salvador Vila (eficaz Carlos Serrano-Clark) y el pastor protestante Atilano Coco (Luis Zahera). Otros dirán que fue el primer gran equidistante, del que aprendieron Jordi Évole o Juan Soto Ivars. 
Los que hayan leído sabrán perfectamente que de eso nada. Que lean unos y otros Del sentimiento trágico de la vida, texto fundacional del existencialismo español y entenderán las feroces disyuntivas en las que se movió toda su vida, más la obligación moral de criticar todo lo criticable, viniendo de donde viniera, sin comprar packs ideológicos, como ahora toca si uno no quiere ser tachado de tibio. 
Las boutades declaratorias de director y protagonistas durante la promoción de la película no se traducen, por suerte, en mensajes teledirigidos. Mal que les pese a los fascistas, esos sí, que sabotearon una de las proyecciones en Valencia. Falta de comprensión textual, sin duda. 
En Madrid quedarán las risas del respetable cada vez que El Generalísimo, nombrado jefe del Estado "mientras dure la guerra" entraba en escena. Revanchismo del primer mundo. El poco conocido Santi Prego no cae en la caricatura y proporciona a partes iguales risas y escalofríos. Los que le rodean, le dan los parabienes y acaban sintiéndose un poco timados, funcionan de efectivos secundarios. Luis Bermejo como Nicolás Franco, Tito Valverde como el general Cabanellas, por ejemplo.
La parte histriónica se la lleva el hiperactivo Eduard Fernàndez. El auténtico villano de la función. Millán-Astray, que se presenta a sí mismo como "El glorioso mutilado", y que sale escaldado de la Historia al intentar batirse en duelo dialéctico con el intelectual más respetado del país. Este episodio conforma el clímax de la narración. Pareciera que todo el entramado hubiera sido puesto en pie solo para llegar al momento indeleble del discurso. No esperen lecciones históricas ni se indignen por eso lo dijo/eso no lo dijo. El enfrentamiento está magistralmente rodado, los ánimos que se caldean a la vez que habla el todavía rector, el retrato de los legionarios que, de estar sentados como niños buenos pasan a ser criaturas sedientas de sangre da casi miedo. Esa mano salvadora.
Y en estos enfrentamientos heteropatriarcales, toca reivindicar también a los personajes femeninos, variados y de dispar suerte. Las hijas de Unamuno (Inma Cuevas y Patricia López Arnáiz) que representan en la pantalla a una numerosísima prole de nueve hermanos, son el perfecto retrato de moderna mujer republicana, con ideas propias y extensa cultura y compromiso, a la vez que el báculo de una vejez reacia a la jubilación. La breve aparición de Nathalie Poza como viuda del alcalde de Salamanca ahonda en las salvajes contradicciones que aquejaron el alma de un intelectual que fracasó en su misión de enmendar España, como todos los que lo han intentado.

MIENTRAS DURE LA GUERRA (2019) 107 minutos
Dirección: Alejandro Amenábar
Guion: Alejandro Amenábar y Alejandro Hernández
Fotografía: Álex Catalán
Música: Alejandro Amenábar
Reparto: Karra Elejalde, Eduard Fernández, Santi Prego, Inma Cuevas, Nathalie Poza, Patricia López, Luis Bermejo, Tito Valverde, Carlos Serrano-Clark, Luis Zahera.

lunes, 23 de septiembre de 2019

MINDHUNTER 2: Los que importan





Hace un par de años, Mindhunter revivió el aire a clase magistral que nos aturdió como espectadores
de los primeros CSI, y que luego se diluyó en excesos como Criminal Minds. Las profusas entrevistas
carcelarias a psicópatas asesinos que escribieron páginas reales en la crónica negra estadounidense
suscitó a más de uno la necesidad de tomar notas. El impecable manejo del lenguaje técnico,
las reglas de negociación, los albores de la moderna psicología, y la medida recreación de los
detalles escabrosos sorprendieron incluso a los que ya seguían a su creador y productor,
David Fincher. Dos temporadas se han necesitado para que el rarito Holden y el gruñón Bill sigan
indagando en las motivaciones de un ser humano para matar en cadena. 
En esta nueva tanda ha sido publicitada de manera colaborativa con la última de Tarantino, merced
a la coincidencia de personaje y actor protagonista (Damon Herriman como Charles Manson).
Mero gancho, puesto que la famosa entrevista ocupa poco más de quince minutos, y quizá
contribuye a la decepción que se ha percibido entre los que eligen serie  favorita con la
condición de que nada cambie, nunca. Esta vez, los policías, y la doctora Carr asumen más minutos
para explicarse a sí mismos. Algo completamente lógico en el desarrollo de un arco argumental,
aunque sea tan demorado como en este caso. Y de entre todos ellos, el más protagónico no es el
que cabría esperar. El hermético y muchas veces ininteligible agente Ford abre ambas temporadas
con variadas problemáticas que le dibujan como un ser complejo que sustenta en esa complejidad
su brillantez laboral. Pero los que se llevan esta vez la mayor parte de sustancia son la doctora
Wendy Carr y su rabiosa y cara independencia, y el agente Tench, atado esta temporada a un
problema familiar que le hace pionero en ensayar una mezcla de conciliación y puente aéreo entre
Virginia y Atlanta. Lo cierto es que no necesitábamos saber de la vida amorosa de la profesora para
admirar su desempeño en, este sí, un mundo de hombres. 


Que el cabal Bill Tench tenía un hijo rarito ya lo sabíamos. La subtrama de la que algunos se han
quejado es profundamente pertinente y es inevitable recordar a Dexter, aquel encantador policía de
Miami con un agudo sentido de la justicia, cuya trayectoria pretendía demostrar que los asesinos, al
igual que los talentos musicales y deportivos, nacen y después se hacen. Aquel pragmático padre
suyo, también policía, que sabedor del irremisible destino de su hijo, le impone el código ético que
regirá sus andanzas, es quizá el espejo del futuro que le espera al miembro fundador de la Unidad
de Comportamiento. Como la madre de Dexter, su esposa se mantiene en la negación, primero, y
después evoluciona hacia un valiente- en términos de guion hablando- desapego hacia la criatura,
autojustificado en que no es biológicamente nada de ella. Y, sobre todo, este arco cumple
impecablemente la función de ser un paralelo a pequeña escala de la gran investigación de la
temporada, además de dar algunas respuestas sobre las infancias de los entrevistados.
Las idas y venidas entre el cuartel de Atlanta,el de Virginia y  los aeropuertos nos hacen añorar una
època de la aviación comercial que nunca conocimos los que empezamos a viajar después del 11-S.
Ese “voy para allá”, llegar, comprar billete y embarcar, por ejemplo. Pueden parecer detalles banales,
pero siempre encajan en la sobria e hiperrealista ambientación de los principios de los ochenta. 
La trama de los sobrecogedores crímenes de Atlanta, que habrá sido convenientemente revisada
via Wikipedia por el espectador curioso, ofrece también momentos de muy tenue humor que liman a
lgo la aridez del asunto. Ver al agente Holden lidiar con la burocracia con gesto de no entender los
mecanismos del mundo, y remangarse para montar las decenas de cruces que pide para el
ceremonial y que le llegan como compradas en Ikea. 
Muy propio de su carácter es no entender tampoco ser la marioneta de sus jefes, que ningunean
al principio su interés por los casos para después enviarlo con toda la caballería y por último,
desentenderse tras conseguir al aparente culpable. Reagan acaba de ganar las elecciones y los
jeritalfes del FBI necesitan aportar méritos. 

El mundo sigue siendo ancho y ajeno, que dijo el latinoamericano Ciro Alegría; y gris, muy gris. 

MINDHUNTER, en Netflix.
Creador: Joe Penhall
Productores ejecutivos: David Fincher, Charlize Theron
Reparto: Jonathan Groff, Holt McCanally, Anna Torv
Basada en el libro de John Douglas y Mark Olshaker.

lunes, 29 de julio de 2019

UTOYA, 22 DE JULIO

No será la última vez ni la más señalada que coinciden relativamente en el tiempo dos recreaciones ficcionales de un mismo suceso. En estos casos suele pasar que quien da primero, da dos veces, aunque esta vez ha sido una excepción, según el recibimiento crítico. Hace un par de años, Paul Greengrass facturó para Netflix su larga y lineal visión de los hechos, pasando bastante desapercibida entre la cada vez más abrumadora oferta de la plataforma, y también con una tibia acogida en la Mostra de Venecia. Este 22 of July comparte título con la recién estrenada en cines Utoya, 22 of July - obra del local Erik Poppe - y apenas nada más.  Las distancias son notables en cuanto a pretensión artística, propósito y público objetivo. Greengrass, un experimentado director de dramas basados en hechos reales tan fiables como United 93 (2006) o Captain Philips (2013) decepciona en esta ocasión. Opta por una excesivamente extensa narración excesivamente lineal y encorsetada en unos parámetros peligrosamente cercanos en ocasiones al telefilme de sobremesa. Sobre todo, en la intención explicativa y en los apuntes de historia de superación del muchacho protagonista. Sin ser una mala película, es evidente su intención de conmover y explicar a un tiempo, a un público ansioso de porqués. Personas normales como las víctimas que buscan alivio tras el asombro y la indignación. Aunque el mismo pergeñador de los actos terroristas se lo ponga difícil. 
Nada de eso interesa a Erik Poppe, que ha afirmado públicamente su rechazo a dramatizar una situación ya de por sí inverosímil. Su propuesta con actores no profesionales aúna ética y estética. Un plano secuencia de 77 minutos, cinco más de lo que duró el ataque, de indudable complejidad técnica, que se desvela como artefacto idóneo para agarrarnos del cuello y transplantarnos a la isla infausta, siempre a la zaga de Kaya, la protagonista simbólica que presta su perspectiva para radiografiar el horror. Caduco el concepto "cámara al hombro", aquí está en las nucas, en las manos temblonas que teclean en el móvil, en el barro, pegada a las cabezas aterradas entre ramas, respirando aterida en los recovecos de piedra. 
Y en el centro de todo, la dispar elección acerca de cómo describir El Mal, así con mayúscula. Mostrarlo, describirlo, a riesgo de humanizarlo y provocar alguna mínima identificación o empatía, es lo que hace el guion de Greengrass, basado en el libro autobiográfico de un superviviente, One of Us. Y es lo que no tuvieron más remedio que hacer las autoridades noruegas.  Anders Danielsen Lie, visto en Personal Shopper (2016) compone un Breivik de una gelidez hiriente. Suyo es el peso moral de la historia, como creador solitario y absoluto. 
Poppe escoge la opción en extremo opuesta: el ser humano queda esbozado únicamente por los 72 minutos de disparos y por un par de siluetas recortadas en la neblina. La carga de angustia y de incertidumbre se hace por momentos insoportable, incluyendo detalles reales como el uniforme de policía que Breivik emplea para acceder a la isla, y que azuza en los jóvenes un sentimiento brutal de no entender nada de lo que está pasando. Es inevitable recordar títulos como Room (2015), en la que también se le niega toda visibilidad al perpetrador del secuestro. 
Para los que necesitan contexto, la cinta de Greengrass es útil y consoladora. Sirve además para sacar brillo de un sistema judicial arquetípico del primerísimo mundo. Qué hubiera sido del terrorista en manos de la policía de otras naciones que se suponen de ese club, por ejemplo. Es sumamente instructivo contemplar cada paso del proceso y la exquisita atención que desde el primer momento se le proporciona, independientemente del odio y la vergüenza concitadas en sus compatriotas. Los daños colaterales de tamaño cuidado se reflejan con amargura en el abogado de oficio que escoge con total premeditación. Un profesional del Derecho, en toda la extensión del término, abocado él y su familia al rechazo, al insulto y a la amenaza a pesar de ser él mismo miembro activo de la ideología que su defendido aspira a extinguir. 
 Tanto en las dos versiones como en los sucesos reales, como en cualquier acto de este tipo que sacude periódicamente a nuestro civilizado mundo, la pregunta que se incrusta en las mentes es cómo esto ha podido pasarnos a nosotros. La incredulidad no se agota, por más insistentes golpes que sufra nuestra molido sistema. Y, como no nos lo terminamos de creer, no pasamos a la fase de reacción. Clarísimo ejemplo de esto es la serie británica Years And Years, que se ha convertido en la distopía apocalíptica menos distópica del audiovisual contemporáneo. Su visionado, junto con los largometrajes comentados en estas líneas, conforman un apetecible combo para pasar un verano de reflexión y desasosiego. 

domingo, 7 de julio de 2019

SUR: LA NOVELA DE UN DÍA DE VERANO

No hay que dejarse engañar por los comienzos, ni por las sobrecubiertas,  ni por las sinopsis de editorial. La última entrega del autor de El camino de los ingleses no es una novela negra. No es tampoco novela de verano para rebozar sobre la arena. Por si acaso los adoradores de Fred Vargas querían probar algo nuevo. El cuerpo agonizante y cubierto de hormigas podría iniciar una intriga policial canónica, pero aquí es solo un cebo, la primera pincelada del fresco monumental que es Sur.
No debería haber ciudad sin novela, y sin duda, esta es la novela que Málaga merece,y con autor de la tierra además. Antonio Soler apunta a lo más alto y entrega un homenaje confeso a Ulises, la gran novela de Dublín, esa crónica de un  paseo  en un día soleado. Nada que objetar a un caballero de la Orden de Finnegans.
Pero lo de Joyce es solo un atisbo. Los veranos dublinescos son un jueguecillo al lado de los malagueños, y en ese día indeterminado de agosto el aire se puede respirar y la chaqueta no sobra. El calor de barriada no es un elemento de atrezzo, sino una presencia pegajosa y omnímoda, que confiere a la escritura cierta aridez de lija.
Antes que Joyce, de todos modos, está Cela. El censo final de personajes, mitad boutade, mitad necesario documento de consulta, remite de inmediato a La colmena, mosaico igualmente transversal de la supervivencia urbana. Y las puntillosas y largas escenas casi documentales de los usos y costumbres de los variados especímenes lumpen evocan las de Tiempo de silencio, y su pionero monologuismo interior.
No encontraremos en esta colmena rastro alguno del Silicon Valley malacitano, ni rastros de las sucursales museísticas y aledaños que han regalado a la ciudad una gentrificación de manual. Todos los ejemplares diseccionados con pericia a través de jerga y acciones están perfectamente adaptados a su nicho ecológico. Fiables guías de su terruño, sus diálogos entremezclados con pensamientos proporcionan una visión certera al lector forastero, visitante improbable. 
Pero hay que insistir en el engaño al que nos somete la ficción, toda ella. No es un relato criminal, pero tampoco es un cuadro costumbrista. Y la culpa la tiene el narrador. Un narrador entre experimental y convencional, pilar y conductor del rompecabezas. Un narrador,  un tono exigente y buscado, según se deduce de las afirmaciones del propio Antonio Soler. Su omnipresencia discreta se advierte desde las primeras líneas, introduciendo trama y personajes a modo de travelling cinematográfico. Sin puntuación separadora, conciencias de unos y otros se suceden sin pausa en el mismo párrafo, consiguiendo una inmediatez y una simultaneidad de acción inviables de otro modo. Los múltiples caracteres se destapan, se justifican, se cuentan a sí mismos, a los de al lado, a los de fuera, a sus familias, a sus compañeros de farra, circunstanciales o perennes, sin darse, sin darnos  respiro ni tregua ni relevo, durante la primera mitad de la obra. Hay muestrario donde elegir. Los retratos más acertados en su sordidez y desesperanza, los del desequilibrio mental. 
Después, un medido convencionalismo necesario hace avanzar las intersecciones en tal cantidad de dramas cotidianos.
Algunos echarán de menos más sabor local, aquí demasiado entreverado de ochenterismos generalistas. Pero esa era la intención del novelista, una razonable (y exitosa) universalidad de lenguaje y escenarios con los que sentirse cercano sea cual nuestro origen. 
Este narrador maestro se posiciona más cerca que lejos de sus personajes, alternando distancia irónica con puntillas de ternura. No es nada fácil acertar con la mezcla. No echaremos de menos cierto decoro, a la lopesca manera, y nos creemos la elaboración ambiciosa  que ofrecen algunos discursos. Agosto y cerebros agostados en una lucha por la supervivencia. El fracaso reiterado, las excusas del que cae para no levantarse, la némesis del pensamiento positivo. Algunos ecosistemas son como telas de araña, y dejan nacer, crecer, reproducirse, entrar, pero no salir. 

Sur, de Antonio Soler. Galaxia Gutenberg. 2018. 512 págs. 

sábado, 22 de junio de 2019

LA VIDA EN BLANCO Y NEGRO DE ELISA Y MARCELA

Cuando se decide que una película es "necesaria", parece quedar exenta de cierta crítica artística. Así pasó con la última triunfadora en los Premios Goya, https://elninocabra.blogspot.com/2019/02/la-mejor-pelicula-del-ano.html con cierto tipo de cine concebido para desenterrar, rescatar o redescubrir figuras o hechos doblegados por el discurso dominante. Así las cosas, la última entrega de Isabel Coixet, pionera en muchas cosas, despertó interés desde sus meros primeros pasos. Cumpliendo todos los requisitos del cine "necesario", revisita una historia no precisamente desconocida en su época, aunque sí borrada de los archivos mentales de generaciones posteriores. Una historia innegablemente atractiva de un amor prohibido que marca dos trayectorias vitales y que encaja perfectamente con las necesidades de la narrativa social contemporánea, siempre a la búsqueda de ejemplos. 
Si a estas premisas sumamos la intervención autorial directa de una cineasta consagrada y polémica por sus obras y palabras, por su estilo concitador de filias y fobias, más el compromiso de la plataforma de contenidos en cuanto a presupuesto holgado y libertad creativa, estamos ante una hermosa película con vocación de verdad. La estética al servicio del mensaje, aun con momentos en exceso exacerbados. Pero las buenas intenciones no son suficientes, y en Elisa y Marcela no terminan de confluir las decisiones formales y la profundidad del mensaje. 
Podríamos decir que la película se sustenta en la estetización de la relación amorosa y la estilización del proceso vital consecuente. El uso de la fotografía en blanco y negro, igual que en Roma, ayuda a no distraerse de lo fundamental, aporta seriedad al relato y pátina artística. La cuestión es si es realmente necesario. En este caso, sirve, además, para recordarnos la oscuridad del tiempo y lugar pasado. Oscuridad de mentes y espíritus que es extrañamente omitida en el relato en sí. Ha llamado la atención de algunos críticos la naturalidad anacrónica con la que ambas muchachas afrontan el avatar de su destino. No hay tormentos internos, ni dudas, ni preocupación por el qué dirán. La institución educativa en la que se conocen, la aldea gallega en la que se asientan, viviendo juntas y por separado, el morro torcido de la familia de Marcela, son sorprendentemente leves en su reacción. Y ellas van quemando etapas como si vivieran en un futuro lejano, nuestro presente, en una capital cosmopolita. 
Esta sensación de inverosimilitud se acentúa con las elipsis narrativas que, en un afán por ajustar los tiempos, nos detraen de momentos importantes para la evolución psicológica de los personajes. Esos tres años que pasa Elisa fuera del pueblo para moldear su personalidad masculina, por ejemplo. O la ausencia de vínculos familiares de la misma Elisa, cuyo disfraz no parece plantearle mayores problemas en sus desplazamientos dentro de una España no muy lejana a la del teatro clásico, tan aficionado a las mujeres vestidas de hombres. 
El tercer acto es sin duda el más interesante de la peripecia. La huida precipitada a Portugal permite constatar la belleza inmisericorde de Oporto y la viva idiosincrasia de las gentes del país, cuyas relaciones con los españoles oscilan entre la sana socarronería y la santa paciencia. Mucho más abiertos que sus vecinos, y sus autoridades bastante más humanas. No se merecen desde luego la invasión a las que les estamos sometiendo. 
Es de justicia destacar las espléndidas actuaciones de Natalia de Molina y la debutante en cine Greta Fernández, con una expresión y gestualidad que puede llegar a encarrilarla hacia cierto tipo de papeles, si se descuida. Y los "lusos" Lluís Homar y Manolo Solo, que proporcionan cierto alivio cómico, en el mejor de los sentidos. 
Título: Elisa y Marcela
Año: 2019
Dirección: Isabel Coixet
Guion: Isabel Coixet y Narciso de Gabriel
Música: Sofía Oriana Infante
Fotografía: Jennifer Cox
Reparto: Natalia de Molina, Greta Fernández, Sara Casasnovas, Tamar Novas, María Pujalte, Francesc Orella, Lluís Homar, Manolo Solo, Manuel Lourenzo, Elena Seijo. 

domingo, 2 de junio de 2019

LA DISTOPÍA CHERNOBYL

Durante los capítulos primero y cuarto, Chernobyl, la serie, parece Tiburón. O El enemigo del pueblo. Un punto y final en la vida de tranquilas y aburridas comunidades que debieron evitar las autoridades competentes, y pertinentemente advertidas. Ante el dilema prestigio social/seguridad, gana siempre el primero. El qué dirán nuestros vecinos, que aprovecharán la coyuntura para arrebatarnos nuestra bien labrada posición en el orden local o global. El ser humano se ha ido construyendo a base de errores y enmiendas, si bien algunas llegan tarde, o nunca. En televisión, el invierno ya se ha ido, pero llega la mortecina desolación de Chernobyl para recordarnos que una distopía no ha de ser necesariamente ni ficción ni futura. Por eso, los capítulos segundo y tercero recuerdan tanto en lo formal  a El cuento de la criada, de oportuno y próximo retorno.  Las grandes distopías de nuestro tiempo, las de Orwell, Bradbury, Brooker o Atwood, han cristalizado en un presente igualador en lo siniestro, y por eso lo sucedido en Chernobyl aquella noche de 1986 y los posteriores acontecimientos carecerían de verosimilitud en un relato enteramente ficticio. La civilización occidental tendría que haberse despedido del planeta que tanto maltrata, pero no, aquí seguimos. Tentando la suerte otra vez en 2011. Los átomos de muerte que respiran los vecinos de la central nuclear Vladimir Yllich Lenin permean cada plano. Los días grisáceos de luz extraterrestre son idénticos a los que disfrutan las doncellas de Gilead en sus paseos al supermercado. Los bloques de viviendas, auténtico hormigón soviético, macilentos como las casas bostonianas de la república. Los rostros graníticos de quienes deciden y condenan, proscritas las risas. Idéntico también es el ruido que los estados totalitarios hacen al caer, en demoliciones incontroladas. La cámara lenta coreografiando las rutinas. Oigan eso, es el silencio. No hay notas sonoras, sin melodías de cabecera, ni subrayados musicales. Solo retazos electrónicos y discursos monocordes y rítmicos en su machaconería del todo está bien, las salmodias de presentación y, en este caso, el chirrido de los dosímetros que parece van a explotar en cualquier momento. 
Chernobyl, la serie, es ficción, olvidan los artículos que brotan comparando lo contado y lo sucedido fotograba a fotograma, ejercicios inútiles de puntualización para un espectador que puede ver y consultar al instante. Desde Propp, ruso más ilustre que todos los camaradas ingenieros que aprietan botones demasiado pronto o demasiado tarde, necesitamos un héroe y un villano. Pero se quedó corto en el catálogo de matices y caracteres. Aquí los malos son uno, negligentes y obsesionados. No parecen creaciones hiperbólicas fruto del revanchismo capitalista. Los héroes tradicionales que se enfrentan a la catástrofe en sus primerísimos momentos sin saber las consecuencias quedan oscurecidos por ejércitos de antihéroes, mineros, militares, civiles ofrendadores conscientes de sus propias vidas para salvar, de verdad, a su pueblo, por 300 rublos y unos litros de vodka. Y rescatando la ética de la responsabilidad de entre los escombros, un par de científicos (Emily Watson y Jared Harris)y un ministro (Stellan Skarsgård) que cae a tiempo del caballo.
Vean Chernobyl y afronten el verano con el alivio de seguir vivos, la desazón por la soberbia humana o la incertidumbre acerca de cuál será el próximo envite. 

miércoles, 1 de mayo de 2019

CINE: DOBLES VIDAS (2018)

Hay cosas que no deberían cambiar nunca. Por ejemplo, los rasgos definitorios de una película francesa. Esta que nos ocupa, último trabajo del director Olivier Assayas, no será anunciada en las marquesinas bajo las leyendas "otro gran éxito del cine francés", o "más de un millón de espectadores en Francia". Contiene de hecho una sutilmente mordaz línea de diálogo dedicada a tales fenómenos. Las dobles vidas del título nos proveen de una hora y cuarenta minutos de intelectualidad conversacional cruzada entre parejas sentimentales, parejas de amantes y grupos de más o menos amigos con una copa de vino en una mano y un plato de viandas en la otra.Quizá se echa de menos algo de silencio, trazo que fue nítidamente francés tiempo ha. La escenografia es intercambiable: luminosos pisos burgueses en el centro de París, bristós y cafés atestados pero capaces de los centímetros de intimidad suficientes como para seguir hablando, y al final, el coqueto refugio playero donde los fantasmas de la existencia se conjuran con un buen pescado a la brasa.
De este modo, el valor de la historia reside únicamente en el contenido de esas conversaciones y la evolución vital que se sigue de ellas. El espectador aprendido que acude a la sala sabiendo a lo que va, no se sentirá defraudado. Como además de espectador es lector, y de los preocupados por el devenir de la afición y de la industria, constata que en Francia están también mal. La exégesis del problema se inicia ya desde la primera secuencia. Sin vino ni queso, asistimos al elegante diálogo entre Alain, responsable de una editorial señera con un siglo de historia (un eficaz y comedido Guillaume Canet) y Léonard, (intenso Vincent Macaigne) uno de sus autores de plantilla, de ese fondo de armario que conserva toda editorial literaria que tuvo su momento de éxito. Una figura muy reconocible por cualquiera del gremio. El último manuscrito entregado no verá la luz, de momento. ¿De quién es la culpa? 
El afán documentalista del guion no deja hilo suelto ni actor sin réplica, y aporta cierto margen a la caricatura. O al menos así se entiende en casos como el del escritor de éxito que deviene en bloguero y presume en las reuniones sociales de sus cinco mil visitas diarias, cifra muy respetable para un influencer cultural. Sus amigos aún no han cruzado la línea y afirman leer sus libros pero no sus post. Ya caerán. En relación al auge de los booktubers, imprescindible Andrea Pixelada, en el Teatro Pavón Kamikaze de Madrid hasta el doce de mayo, y un sano complemento a estos mesurados franceses.https://kritilo.com/2019/04/28/andrea-pixelada/
Juliette Binoche interpreta, con metahomenaje incluido, a la esposa del editor, una actriz de clásicos en el teatro, y agentes de la ley en la televisión. La música nos sigue sonando. Suyas son las líneas más cómicas cuando le toca reivindicar repetidamente la verdadera naturaleza de su personaje y agradecer los halagos prefabricados de su círculo de amistades, a todas luces más proclives a Houellebecq que a Ley y Orden pero salvados por su educación exquisita. 
Así, no queda más que asentir ante el falso advenimiento de la era digital, que se ha quedado a medias. "Se siguen vendiendo libros", se afirma en algún momento, entre el alivio y la perplejidad. Aunque lo que se venda no sea digno de las centenarias estanterías de la editorial. La reflexión sobre el presente y el futuro de la crítica, su poder prescriptivo y su sustitución por los algoritmos es otro de los puntos fuertes del discurso. Las referencias a célebres pobladores de la escena cultural europea, con cierta mala baba en una muy concreta, salpimentan la función.
No puede obviarse el aderezo, las dobles vidas del título. Muy europeas en el sentido anglosajón del término. Las parejas de la historia manejan sus infidelidades con una fluidez y normalidad digna de encomio. Lo que en otros lares da para metros y metros de cinta aquí es mero complemento. 
Como admirable es el sentido de la síntesis que muestran el cartel publicitario de la película para su exhibición en inglés, y la traducción del título. "Non-fiction", sobre una cama mediana con todos los personajes arrejuntados. La traducción no es traidora. 

TÍTULO: Dobles vidas (Doubles vies
AÑO: 2018
DIRECCIÓN Y GUION: Olivier Assayas.
FOTOGRAFÍA: Yorick Le Saux.
REPARTO:  Juliette Binoche, Guillaume Canet, Olivia Ross, Christa Theret, Antoine Reinarzt, Vincent Macaigne, Nora Hamzawi.

domingo, 7 de abril de 2019

#TODOSSOMOSASQUEROSOS

La narrativa de humor ha sido siempre uno de las hermanas pobres del género en lengua castellana. Algo curioso para los descendientes de Don Quijote, resucitado y puesto en los altares por sus muy ingleses admiradores. Blackie Books, siempre con la originalidad y la tapa dura por bandera, ha publicado uno de los éxitos editoriales del curso. Los asquerosos, es la cuarta novela del antaño cineasta Santiago Lorenzo (hay que ver Mamá es boba), y ya desde la sinopsis de la contracubierta tenemos claro el tono que contratamos como lectores. El propósito inicial y ambicioso de Cervantes fue dar la puntilla a la  ya en su época desgastadísima novela de caballerías. Una demolición sustentada en la parodia, porque de siempre ha sido que la crítica con humor entra mejor. Al menos, hasta ahora. Lo que hace Lorenzo es meter baza sin complejos y con mucha mala baba a uno de los asuntos que con más intensidad se han colado en los hilos de Twitter y las tertulias televisivas. La España vaciada,  en su origen La España vacía, título del premiado ensayo de Sergio del Molino, que parece claro punto de inicio de reivindicaciones, análisis, reproches y manifestaciones en la capital de lo que no osaremos llamar moda. La trayectoria  del protagonista Manuel es pródiga en desgracias e inoportunidades sin ser él merecedor de nada de eso. Su transición desde pánfilo nerd urbano a pícaro aúreo es impecable, y nos remite de inmediato a precedentes de mucho nivel. El recurso al narrador testigo pone la nota de contemporaneidad y sin duda funciona, porque la primera persona tradicional cada vez casa menos con las exigencias de una literatura de cierta ambición en el
siglo XXI, amén del uso y abuso que la autoficción y sucedáneos están haciendo de ella. La historia de Manuel no es la de su creador, por más que este se haya mudado a una aldea perdida. La constante pugna entre lo verosímil y lo enloquecido así lo atestigua. La sucesión in crescendo de imprevistos que quebrantan la armonía anhelada y conseguida trocito a trocito, o partido a partido, es paralela a la estructura lineal de planteamiento, nudo y desenlace. No encontraremos aquí virguerías vanguardistas. Lo esencial es contar una historia peculiar desde su origen, con sus ingredientes policíacos, costumbristas, sociológicos, a través de un registro de lenguaje que es el verdadero motor de la obra. La referencia ineludible en todo este entramado ha de ser Eduardo Mendoza. Un autor que ha sabido moverse con soltura entre los parabienes de la crítica y del público, y que se ha especializado con éxito en la revisitación de la picaresca, y del humor a base de situaciones y personajes delirantes narrados con lengua afilada y muy adiestrada en juegos de ingenio. Santiago Lorenzo nos obsequia con hallazgos lingüísticos de altura, neologismos incluidos, que no se limitan a salpimentar la narración sino que la vertebran y predisponen a una lectura sorprendente. "Identidad autótrofa", "calabazas alienadas", "lombriciento","mochufas", obligan a consultar de tanto en tanto el diccionario y consuelan del páramo formal en el que se ha convertido la últimísima novela.
Solo una pega debe incluirse a esta sana y disfrutable actualización de la alabanza de aldea, y más después de las escenas más descacharrantes e iracundas que se han escrito en tiempo. Es el tufillo a moraleja que va calando a medida que el desenlace se acerca. El lector urbano que se ha solazado con el esperpento dominguero que invade la paz de Manuel como una metástasis no puede ser como ellos. La convivencia ciertamente hiperbólica entre unos y otros contada desde un solo punto de vista es algo maniquea, sí, pero ahí está la gracia. En sentirnos superiores a los cuñados de alrededor. Ese es el pacto desde el inicio, y no renunciamos a él. Es la dialéctica de campaña electoral. Todos somos asquerosos, pero cada uno en lo suyo, unos más que otros, y vuelta a empezar. 

LOS ASQUEROSOS, De Santiago Lorenzo. Blackie Books. 2018. 221 páginas.

domingo, 17 de marzo de 2019

CINE: TRIPLE FRONTERA

El presentador programa televisivo con la lista de invitados más reluciente de España hace una observación a los actores que presenta. Algo así como: Hace tiempo yo decía, en los mejores cines, y ahora digo, en Netflix, o en otra plataforma. Con una mezcla de extrañeza y disculpa a la que dichos actores responden con palabras amables que denotan un "así es la vida" y "las cosas cambian".
Pues eso. Las marquesinas y demás mobiliario urbano publicita el gran estreno de la semana, uno se  apunta mentalmente consultar la cartelera de sus cines de referencia y se da cuenta con agrado/con sorpresa/con alivio de su agenda apretada de que esa misma noche puede ver la película en casa, como complemento a la aparición estelar de su reparto en su televisión de siempre. 
Seamos afines a De la Iglesia o a Bayona, el mundo avanza que es una barbaridad, que decían, y hay que aprovecharlo. Directores consagrados se pasan al streaming, casi clandestinamente algunos, como los hermanos Coen. La crítica especializada empieza a no pasarlo por alto y películas como Roma han mandado un mensaje bien claro a la vetusta industria. 
Así pues, el pasado miércoles 13 de marzo se estrenó (aún tiene vigencia el concepto) el último trabajo de JC Chandor, director de corta pero prestigiosa carrera, que incluye títulos como Margin Call (2011), Cuando todo está perdido (2013), y El año más violento (2014). Con un reparto de buenos y mediáticos actores y con una historia que auna cierta denuncia político-social, acción y personajes adscritos a la tragedia moderna, ganadores ayer, perdedores hoy, atrapados entre la ética pública y su moral privada.  
Por medio de una estructura canónica en tres actos, conocemos a un grupo de antiguos militares de élite que deambulan por la vida civil con desigual fortuna, cargando con la falta de adrenalina. Santiago (Oscar Isaac) les propone una suerte de cuadratura del círculo: colaborar en la eliminación de un narco nivel top y así ganarse un dinero, contribuir a mejorar el mundo y revivir antiguas emociones. Desde el principio se recalca este último punto como determinante, planteando una visión ciertamente distinta a los numerosos relatos de veteranos de guerra marcados por el estrés post traumático. La "triple frontera" del título, la que comparten Brasil, Argentina y Uruguay, es el final del camino, que evidentemente se vuelve más tortuoso de lo que habían planeado. Pero también evoca las líneas rojas que el grupo tiene que saltar para prolongar su supervivencia. Decisiones que dinamitan su aparente fortaleza mental y esa mitificada amistad indestructible que forjan en los hombres las experiencias difíciles. El pecado capital es la codicia. Cientos de millones de dólares que pueden tocarse literalmente termina haciéndoles humanos, demasiado humanos. Es inevitable recordar la peripecia filmada por John Huston en El tesoro de Sierra Madre (1948), supermineralizada y enriquecida por la ultimísima tecnología cinematográfica, que, la verdad sea dicha, no consigue la espectacularidad propia de las pantallas grandes. Pero, quizá a sabiendas de esto, el valor de la historia no se sustenta en paisajes espectaculares sino en esas brumas interiores que asolan a cinco amigos conscientes de que los servicios a la patria están tan mal pagados como las reseñas culturales. El último acto de su desventura recuerda a ratos al penoso caminar de Frodo Bolsón, otro antihéroe (desfiladeros desolados, criatura vengativa midiendo sus pasos) más que a Viven (1993), con la carga añadida de esas bolsas repletas de billetes que acercan literalidad y símbolo de manera brillante. Si bien la hipérbole gana a la verosimilitud en otros momentos, la empatía es imposible de evitar en las escenas clave. El guion bilingüe de Mark Boal, también productor junto a Kathryn Bigelow, asume y supera la inevitable predictibilidad en este tipo de tramas. Huye del tono Narcos y conforma un modelo de hombre de acción absolutamente contemporáneo, aunque no nuevo: las lágrimas del Cid Campeador datan del siglo XII.  La idea de la deuda pendiente sobrevuela las cordilleras y sobrevive a las decisiones erróneas. 
En aquel momento, parecía una buena idea. 

TRIPLE FRONTERA, de JC Chandor. Estados Unidos, 2019. Con Oscar Isaac, Ben Affleck, Charlie Hunnam, Pedro Pascal, Garret Hedlund. Guion de Mark Boal y JC Chandor. Fotografía de Roman Vasyanov. Distribuida por Netflix. 

domingo, 10 de marzo de 2019

CRÍTICA DE LIBROS: LECTURA FÁCIL, DE CRISTINA MORALES

Podría decirse que Lectura fácil, de Cristina Morales, opera en el mismo plano que La favorita, de Yorgos Lanthimos. Ambas obras son la vía de acceso de un cierto público entendido, no meramente consumidor de ocio/cultura, con el trabajo de creadores saludados por la exigente crítica. Los postulados rompedores de los primeros trabajos dejan paso a historias más limadas, más accesibles, pero siempre con el punto justo de tiniebla que satisfaga al espectador/lector que se precia de huir de los gustos de la plebe. Ambos dos, han cumplido su muy legítimo deseo de ampliación de clientela mediante la obtención de galardones de prestigio. Una ristra de nominaciones y estatuillas en Bafta, Globos de Oro y Óscares para el director griego, y el Premio Herralde de Novela 2018 para la granadina residente en Cataluña. Una apuesta la de Anagrama, canónica por escoger el perfil de autor (a) que más se ajusta a la demanda del momento, pero audaz si la comparamos con el recién publicado de Biblioteca Breve. 
Como es más probable que vean las vicisitudes de Ana Estuardo y sus amigas en tiempos de más pelucones que sororidad, nos toca hablar aquí de la novela que se supone consolida a Cristina Morales como una de las voces de su generación. Lo es, sin duda, la más destacada quizás y a pesar de su inserción en la industria.  Lectura fácil puede entenderse como un título poliédrico, referido no solo a un aspecto central de la trama, sino como una declaración de intenciones previa a la lectura, dirigida a los escogidos que seguían su trayectoria desde Malas palabras (Lumen, 2015) y sobre todo Terroristas modernos (Candaya, 2017). En efecto, y comparada con la densa apuesta por lo formal de sus novelas anteriores, esta crónica/denuncia/burla que de los discursos hegemónicos e irradiadores perpetran cuatro voces discordantes es fácil de leer. El entramado estructural se endulza, proponiendo un multiperspectivismo muy ordenado que facilita el contraste y la correcta aprehensión de conceptos.  La escritura de Morales es furiosa, con el lenguaje como catalizador, como grifo abierto que inunda Barcelona de ira verborreica. El líquido que de allí brota, más marrón que transparente (Aguas de Barcelona no es el Canal de Isabel II), salpica a todos, a todas y a todes. Anarquistas nostálgicos, okupas autogestionados con obsesiones burocráticas, indepes que se creen estar escribiendo la Historia, el Estado opresor, el macho opresor, el fascismo opresor, los que se lo toman todo en serio. Buscamos pistas de autoficción en los devenires cotidianos de las cuatro discapacitadas, parientes entre sí, que conviven en un piso tutelado por la Generalitat entregadas a los diversos placeres que da la vida cuando uno no ha de preocuparse por las lentejas. Las encontramos en el personaje de Naty, una estudiante de Doctorado que cae en la discapacidad mental por mor de un accidente del que no se dan detalles. Esta doble condición de tutelada e ilustrado espíritu libre es el nervio central del discurso. Un torrente oratorio que amalgama su furia anarcofeminista con la dolencia que padece, un autodenominado Síndrome de las Compuertas, uno de los hallazgos conceptuales de la novela. Naty, como Cristina, es avezada danzarina contemporánea y avezada discípula del feminismo de nueva ola, experto en demoliciones. Junto a ella, su prima Marga, a la que las huestes patriarcales tildarían de ninfómana, es víctima de  la Justicia decimonónica, preocupada porque su libre ejercicio de expresión sexual no derive en reproducción no deseada. Marga escribe su autobiografía novelada en WhatsApp bajo los auspicios del método Lectura Fácil, animada por las modernas filosofías positivistas que nos encorajinan a quererlo todo. 
En este curso artístico en el que la discapacidad intelectual ha encontrado mayor resonancia mediática, no deja de ser curioso que términos proscritos como "retrasado", se usen con esplendidez en sus diálogos. Al igual que en Campeones, la mejor película española del año, las cuatro relatoras de Morales no se privan de ese y otros calificativos en sus conversaciones entre ellas y con otros. 
La novela en su conjunto gana enteros cuando aparecen retazos del humor que ya marcaba las peripecias de los aprendices de terroristas contra Fernando VII. El humor como crítica y como vía casi única de digerir todo lo que se nos está viniendo encima. Nada hay más ridículo que tomárselo todo en serio, parece decirnos Morales, y a la vista está. Estamos rodeados de dirigentes, gobernantes, políticos que más que hablar, esculpen en piedra, sin espacio para la autocrítica o la media sonrisa burlona. Herederos sin saberlo del mesianismo romántico y más risibles cuanto más trascendentes parecen. Las pullas de Lectura fácil hacia los iletrados que cabalgan a lomos de la superioridad moral de la izquierda son más valientes, valiosas y necesarias que las chanzas a costa de los líderes nostálgicos del Cid Campeador y Blas de Lezo. Entendiendo y deseando que sean pullas
y no sentencias, claro está. Porque no hay otra manera de entender, por ejemplo, las primeras páginas, en las que "macho" y "fascista", aparecen con una frecuencia tan sincrónica como aquella tan celebrada de los gags de Friends. Qué tiempos, los noventa.

LECTURA FÁCIL, de Cristina Morales. Anagrama, 2018. 

jueves, 21 de febrero de 2019

MARÍA, REINA DE ESCOCIA

Siempre es interesante asistir a los cambios de tercio en cuestiones artísticas. Así es en el debut cinematográfico de la directora teatral Josie Rourke, que parece hecho a medida de los discursos mayoritarios de la post postmodernidad. Acerca de volver al pasado si de explicar el presente se trata. En este caso, en lugar de seguir la tendencia de rebuscar y rescatar modelos femeninos ejemplares para nuestros días(olvidados, obviados, eclipsados), o forzar la máquina imponiendo improbables personajes de mujeres fuertes en épocas pretéritas, echa mano de la Historia en letras grandes, poco necesitada de aderezos. María Estuardo siempre fue objeto de estudio cinéfilo, y ahí queda la interpretación de Katherine Hepburn. Isabel I ha sido aún más afortunada, merced a Cate Blanchett o a esa aparición de siete minutos que valió un Óscar para Judi Dench. Ambas dos el epítome del empoderamiento, sin saberlo. Dos mujeres con poder real, literalmente, y una manera dispar de ejercerlo, magnéticas cada una en su sentido, y parientes a distancia. Para presentar, o refrescar las dos biografías con claridad y nítidas intenciones, es clave el montaje en paralelo. Todo el metraje nos prepara para el primer encuentro entre las primas repartiendo sus apariciones de manera simétrica. Si bien María es la protagonista, a cada suceso acaecido en la corte escocesa le sucede otro en la inglesa, poniendo de manifiesto las diferencias de actitud ante la vida misma. María es joven, casi adolescente, impetuosa, un tanto radical y poco dada a los consejos. No desdeña su naturaleza y su máxima aspiración es concebir un heredero que le asegure ambas coronas. Una perspectiva menos revolucionaria que la de su prima. Isabel I, llamada La Reina Virgen, simboliza de manera más transparente las contradicciones que lastran el discurso feminista contemporáneo. Si María se lleva los parlamentos más pasionales y exaltados llamando a las armas y reivindicándose incesante, Isabel arrastra las dosis de realismo que da la edad y se muestra prisionera de una decisión que recuerda inevitablemente a la idea que se tenía de los políticos en la Grecia clásica, una renuncia a la esfera privada y la asunción de responsabilidades públicas como una suerte de sacerdocio. Isabel se autodenomina "hombre" en algunas ocasiones, y renuncia a la maternidad porque es la única forma de subvertir su naturaleza y que la tomen en serio como gobernante. Claramente nos evoca figuras poco dadas a ser estandartes de la causa, como Ángela Merkel, Margaret Thatcher o Christine Lagarde. Mujeres que mandan mucho en un mundo de hombres pero denostadas por masculinizadas. ¿En qué quedamos entonces? ¿La gobernanza femenina tiene cualidades intrínsecamente mejores?¿Quién es mejor ejemplo de empoderamiento? La amarga envidia que siente Isabel de la maternidad de su prima sea probablemente una decisión creativa, pero pone las cartas boca arriba. 
La película deja claro además la insatisfacción y el progresivo cabreo de los gobernados masculinos de uno y otro bando, que se preguntan cómo ha llegado una época en la que han de vivir sujetos a los vaivenes propios de la condición femenina. No falta el predicador extremista, protestante esta vez, que contribuye a las insidias que, históricamente, dejaron a la pobre María Estuardo de promiscua para arriba. La venganza de la directora se materializa en la figura de su segundo marido, Lord Darnley, un auténtico pelele cautivo en su propio armario, y en Jacobo Estuardo, el hermanastro y posterior regente, que protagoniza una sonrojante escena (para la masculinidad en general), en la que renuncia a la conspiración solo porque su sobrino llevará su nombre. 
La puesta en escena de todo este material se antoja algo oscura, y aséptica en exceso. Las interpretaciones de Saorsie Ronan y Margot Robbie son primorosas, eso sí, pero los necesitados de empatizar con algún personaje lo tendrán difícil, como bien dictan los modernos manuales de guion. Puede ser ansiedad excesiva ante lo que abril nos depara, pero los seguidores de Juego de Tronos encontrarán dos clarísimos guiños, o recreaciones del mero azar en dos escenas clave. Ya lo anticipó Borges en Kafka y sus precursores.

domingo, 3 de febrero de 2019

LA MEJOR PELÍCULA DEL AÑO

El reino, o Campeones. Lo que ayer se dirimía en Sevilla (Este, como bien especificaban los tuiteros), era ni más ni menos que dos maneras de entender el cine. Por un lado, la conjugación de estilo e historia, una buena trama junto a cierta ambición estética. Por otro, el cine como emisor de valores cívicos y divulgador de mensajes, tal y como lo eran las denostadas novelas decimonónicas de tesis. Propósitos dignos de todo respeto ambos, pertinentes y actuales. Al menos, es lo que pareció transmitir la Academia ya desde las nominaciones. 13 a Sorogoyen, 11 a Fesser, podíamos encontrarnos ante una gran derrotada, o con una decisión salomónica. Al filo de las 13:30 de la madrugada, quedó clara la decisión tomada. Victoria numérica para el retrato hiperrealista de la corrupción valenciana, y el premio gordo para el equipo de baloncesto altamente funcional. 
¿Es Campeones la mejor película española del año? La más taquillera, desde luego. ¿La mejor? Pues no. Quien quiso entender, entendió, a medida que iban cayendo los galardones a reparto, dirección, guion, y aspectos técnicos. Y los títulos premiados como el mejor europeo (Cold War) y latinoamericano (Roma).Otro día hablamos sobre la resurrección del blanco y negro. 
Los académicos hablaron los últimos, después de la crítica. El dictamen de los críticos, por cierto, fue casi unánime en su beneplácito, pero solo en nuestro país. Es altamente significativo echar un vistazo a las reseñas profesionales extranjeras en Filmaffinity. Ahí se intuye la dificultad de la disensión acerca del discurso mayoritario. Como historia dirigida al gran público, importa mucho más que el mensaje cale, que ese mensaje se construya con cierta voluntad de estilo que pueda distraer u obstaculizar. Mucho más si dicho mensaje es necesario. Dicho esto, Campeones no es una buena película, desde el punto de vista del cine como arte. Es una película buenrrollista de manual, narrada como un cuento de Navidad, un arco mil veces visto de éxito-caída en desgracia-redención de un personaje que empieza despreciable y termina ejemplar, previa exposición de sus traumas y fobias. Una trama trufada de casualidades solo verosímiles si no se tienen en cuenta, y un cosido quirúrgico de todos los hilos. Ni un cabo suelto, ni una malvada actitud sin castigar. 
El equipo casi ganador consigue conmover, emocionar y todo eso, porque funciona de espejo oscuro para las miserias interiores del protagonista Javier Gutiérrez.  Son un contrapunto muy certero con líneas de diálogo indudablemente brillantes del por siempre creador de P. Tinto. La comedia sobre vidas a priori poco cómicas es un género muy agradecido por el espectador, que premia obras como Intocable. Seguimos necesitando el cine como bálsamo, y más que las series, el final feliz nos enchufa glucosa en vena para ir tirando. El inapelable "Si yo he podido, tú también", como si el contexto social, económico, cultural, biológico, no importara. En Campeones, son hilarantes las escenas de entrenamiento, pródigas en palabras (retrasado) y actitudes inadmisibles en Twitter pero celebradas en la pantalla porque son ellos mismos los actuantes. Como los corrosivos monólogos de Sarah Silverman, nieta de judíos exterminados, sobre el Holocausto. Todos los que ayer lloraron con el discurso de aceptación de Jesús Vidal, deberían ver La enfermedad del domingo, de la que Susi Sánchez dijo que no era una película para todos los públicos, con cierto deje de orgullo y su cabezón en la mano. Y si quieren reírse con hechos reales que no hicieron ni maldita la gracia, mi película de antisuperación favorita: Yo, Tonya
A pesar de estos momentos, el filme no evita la moralina transversal que proporciona la esposa del entrenador, interpretada por Athenea Mata, coautora del guion. Un papel de nimia influencia que da bandazos a lo largo de todo el metraje. A una velocidad supersónica pasa de ser una esposa abandonada por su ansia de maternidad, a convertirse en la madraza de todo el equipo y por último a recuperar a un marido totalmente nuevo, incluido su recién brotado deseo de reproducirse. 
Todo esto hubiera sido perdonado si Luis Bermejo, en su año lotero, hubiera tenido más escenas. 
No deja de ser curioso, en conclusión, que todas las míticas historias de superación cinematográfica terminen con el personaje detonante abandonando el espacio tras un solo año de estancia. El club de los poetas muertos, Intocable, Los chicos del coro. Aquí, los tres meses de trabajos comunitarios han construido un hombre nuevo para el resto de sus días. Hay margen para la secuela. 

viernes, 1 de febrero de 2019

MRS.MAISEL, MARAVILLOSA

No vi Las chicas Gilmore. Pero sí estaba al tanto del estilo "Sherman-Palladino", de su brillantez en la construcción de diálogos y de su especialización en personajes femeninos. Las peripecias de Miriam Maisel, más extravagantes que cotidianas, debutaron sin ruido en la plataforma de vídeo de Amazon, y así siguieron hasta que su protagonista empezó a recolectar premios y parabienes. Muchos descubrieron así a la aspirante a cómica. Una joven esposa, al principio, tan lenguaraz como devota seguidora de los usos y costumbres de la buena mujer judía neoyorquina de los años cincuenta. Carne de Divinity, según los estereotipos del consumidor televisivo en España. 
Lo cierto es que todo brilla en esta serie. A veces, literalmente, como algunos modelos del inabarcable guardarropa de la protagonista. Luminosidad en su concepto más amplio. No es necesario saber de técnica para apreciar la colorida fotografía, que funciona de puerta de entrada al universo de Miriam. El retrato de la Nueva York de clase que toma tímido contacto con buscavidas y artistas del alambre se supera en los primeros capítulos de la segunda temporada. La cámara filma París con verdadero deleite, dando la razón a la insatisfecha madre de la protagonista en su tardía reivindicación personal. El goce de la vista se acompaña casi en todo momento por el goce del oído. Una banda sonora ambiciosa y exquisita, con clásicos y menos clásicos que se beneficia de la posibilidad de consultar al momento quién y qué están sonando, al igual que ocurre con cada personaje que aparece en escena. Un buen punto que las dos grandes del streaming deberían apuntarse. 
Pero no es solo esto lo que debiera reclutar más adeptos, sino la manera de contar una historia que se presumía algo previsible y ya contada, la de la mujer joven que decide abrirse camino en un mundo de hombres. Por ese ir contracorriente, y por la producción impecable, no podemos dejar de acordarnos de Mad Men en general, y de Peggy Olson en particular. Pero ya. Porque la nada aparente y la pesadumbre existencial de Madison Avenue deja paso a la locomotora en que se va convirtiendo la vida de Miriam tras la ruptura, en buenísimos términos, de su ideal matrimonio destinado a durar eternamente. Y a su alrededor, contribuyendo a la velocidad de crucero, y a los amagos de descarrilamiento, los secundarios que se esperan de las buenas comedias. En La maravillosa Mrs. Maisel, todos los personajes son graciosos, o tienen gracia, y cada uno a su muy particular manera. De tal forma, que la serie llega a convertirse en un manual del humor y sus múltiples variantes, muchas veces en un solo capítulo. Tenemos escenas de comedia familiar frente a un desayuno, y diez minutos después, una sarta de chistes destructores que en los cincuenta podían espetarse en un garito del alto Manhattan pero no en el Twitter de 2019. Palabras como dagas, o metralletas según el caso, que hacen necesaria, si no existe ya, la creación de una Wikiquote para el uso y reciclaje en nuestra insulsa vida real. 
Siguiendo un arco argumental más o menos canónico, la primera temporada nos presenta a la aspirante en pleno inicio de conflicto. Como suele pasar, el azar es determinante a la hora de poner en contacto los elementos necesarios para la consecución del experimento. La aparición de Susie, que evidentemente protagonizará la secuela con más legitimidad que Saul Goodman, provoca la primera bifurcación en la vida de Miriam, que pasa a ser una especie de trinidad. La ex esposa, madre e hija que vuelve a la casa paterna, la singular vendedora de cosméticos en los grandes almacenes de la clase alta, y la cómica nocturna en su tugurio de cabecera. La segunda temporada nos presenta a una Miriam, de nombre artístico su propio vocativo de casada, con algo más de hueco en el mundillo. Las numerosas escenas de monólogo dejan paso a los duelos dialécticos de ella contra todos, de uno en uno o a la vez. Los adversarios están a su altura, la complementan y la engrandecen. En esta etapa de consolidación, la sorpresa aparece en la parodia despiadada teñida de tenue afecto, que los guiones hacen de la idiosincrasia judía. Tremendos bofetones propinados con guantes de seda, muy presentes en los atuendos femeninos. El resort de Catskills en el que los más respetables miembros de la comunidad pasan el verano es un guetto de cinco estrellas. Un homenaje al idílico escenario de Dirty Dancing pero en limpio, aséptico y entusiasmático. Una verdadera pesadilla. 
Vean y escuchen a Mrs. Maisel, en versión original. Imperativo categórico. 







martes, 1 de enero de 2019

AÑO NUEVO, LIBRO NUEVO

Lo leemos por doquier. Nos asustamos ante la marabunta de nuevos textos literarios, nos asombramos de la tasa de escritores por metro cuadrado y nos indignamos con los que asumen con el impudor del anonimato no haber leído un solo libro el año pasado. Leer es un acto cada vez más asequible, pero apenas nos preguntamos si realmente vale la pena el esfuerzo, y si es cierto que leer por leer es tontería, o nos hará mejores personas. El primer libro que proponemos para este nuevo año es un texto exigente, ambicioso e idealista. Un tanto temerario también, por cuanto ha de fajarse con la sobrepoblación novelística, o novelera, que aturde a los usuarios de ciertas plataformas de venta. 
Así pues, ][olema, ópera prima del autor, resulta a la vez un reto de calado y una materialización de conceptos como el de "lector ideal", de Umberto Eco. Sus más de quinientas páginas exigen un perfil muy determinado de receptor, alejado de los arquetipos que frecuentan las páginas de novedades. Buena ocasión para reivindicar el viejo papel de la literatura, más allá del entretenimiento evanescente. 
Así pues, firmamos el contrato y nos recibe una portada ciertamente subyugante. Metáfora perfecta de lo que aguarda, intrincada oscuridad y luz a lo lejos. Es esta quizá la mayor pega que se le puede poner. No tanto la extensión sino la penumbra difícil a la que se somete al lector en el terreno formal, que en ocasiones se interpone más que colabora, en el disfrute de la historia, que tiene su miga. Claramente deudora de nombres casi malditos de la literatura norteamericana contemporánea como John Barth, o William Gaddis, y todo un homenaje en su parte final al gran tapado de la novela española del siglo XX,  Julián Ríos, el bosque intrincadísimo que conforman determinados capítulos se nos acercan demasiado al mero y muy meritorio ejercicio de estilo. El lenguaje puede ser claramente hostil pero otras veces dispensador de momentos sutilmente humorísticos. Advertidos estamos, y con el machete para despejar senderos cual explorador de la Amazonia, nos topamos con personajes temporales con problemas universales que intentan solventar con métodos muy particulares, enmarcados en un microcosmos ausente de coordenadas espacio-temporales con cierto aroma a distopía. Por un lado, Kleo, un profesor que no logra dar con el método que explique la esencia de la existencia; ni con sus alumnos ni con su hijo Niko, un adicto a los videojuegos. Por otro, Villamen, un magnético villano, poco al uso, que maneja los hilos en su Olimpo emporio como un Zeus menos dado a la interacción personal. Precisamente, el mundo del videojuego es el macguffin de la novela. Parece que es el tema principal, a tenor del grado de implicación en el desarrollo de las tramas, pero solo es una parte del tapiz superficial que el lector modelo debe ir desbrozando. A medida que nos vamos acercando hacia la luz, vislumbramos dolorosas certezas acerca de la identidad, de los elementos que la conforman, de nuestra capacidad de decisión, de los fracasos inevitables, del destino, en definitiva. Revoloteando sobre todo ello, la posibilidad, cada vez más cercana, de que el ser humano pueda elevar enésimamente sus prestaciones a través de artilugios biomédicos. Es la bermis, o el gusano, el gran hallazgo de la historia. La ciencia-ficción como género ya nos previno, y propuestas postmodernas como Black Mirror son muestra de su vigencia, pero no deja de ser desasosegante el pensar.  La inteligencia artificial como supremo ejemplo de la inteligencia humana. Pero, ¿Y si todo es un juego?
Si han llegado hasta aquí, no hay excusa. Mejor propósito que ir al gimnasio o aprender inglés, darle trascendencia al acto de lectura.