cabra

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sábado, 17 de septiembre de 2016

SAN FRANCISCO YA NO ES BEAT

En la mítica City Lights, Jack Kerouac y Dean Moriarty hibernan plácidamente en una estantería para ellos solos. Si salieran a airearse un poco a Columbus Street, se encontrarían retratados en cafés, teatros, y en su propio museo. Calle abajo, entrarían en el Chinatown más abarrotado de Norteamérica y se comprarían un gatito de la suerte. Si siguieran su marcha, ya empezarían a desconfiar. Grandes marcas del lujo capitalista colonizando los escaparates, turistas chinos aprovisionándose del surtido de dichos escaparates, puestos de comida india, y jovenzuelos que debieran ser airados y cuya ira se diluyó entre el vaso de café de poliuretano y la ensalada de quinoa y brotes de soja. Se entregarían a las bebidas energéticas y de las aguas de sabores hojeando las obras más vendidas en los géneros de Romance paranormal, y Ficción cristiana.
San Francisco ya no es beat. Ni hipster siquiera, por más barbas y coletas raquíticas que se vean. Puede ser la ciudad con más veinteañeros millonarios del planeta. El director de la escuela de inglés de la calle Montgomery recomienda con sorna a los nuevos estudiantes mirar a los compañeros de ascensor mientras se asciende al piso 18. Cuanto más informal sea la vestimenta, más acomodado será el individuo. A la mañana siguiente, hay que cuadrarse ante un imberbe con mochila de montaña, casco de bici, y bañador largo. Se tiene que ser audaz, o joven, o rico, para pasearse así con el frío que hace.
“El invierno más frío de mi vida fue un verano en San Francisco”, dicen que dijo Mark Twain, aunque ahora sea una de las citas apócrifas más acertadas que pueden encontrarse. Trendy San Francisco, que ignora al viento y hace del abrigo y de las sandalias la aplicación contemporánea de la Primera Enmienda.
Hoy, San Francisco es una app enciclopédica, una urbe impedida en su crecimiento material por el mar que la rodea, y fagocitada por los genios visionarios instalados en el Valle del Silicio, antaño de Santa Clara. En el exhausto cuadrángulo de 7×7 millas no cabe un alma más. Los nuevos buscavidas que buscan su trozo de tarta pueden elegir entre pagar cuatro mil dólares mensuales por un estudio, dos horas de transporte desde los amenos suburbios o alquilarse una furgoneta y aparcarla justo enfrente de la oficina. Sin duda, más conveniencia que locura si uno es empleado de la compañía más molona del planeta, que añade alimentación, gimnasio, billar y médico al salario.
Todo lo que un residente necesita está al alcance de sus productos Apple o Google, proveedores locales de vida inteligente y santos patrones de la bahía. Aquí, la verdadera disidencia estriba en tener Windows. Ya no hay ya audioguías en los museos, ni las tiendas muestran el precio de venta al público. Toda la información está contenida en la aplicación correspondiente. Si el visitante es disidente, aun podrá optar por la vía tradicional, y preguntar. El tendero o vendedor de entradas le sonreirá. Le preguntará qué tal su día y le facilitará el código QR legible en todos los dispositivos.
Con razón, San Francisco gana siempre la liga americana de ciudades más cool, sin necesidad de recurrir a las casas victorianas ni al Golden Gate ni a San Quintín, que alberga a los criminales nacionales más feroces, ni a la jubilada Alcatraz, devenida en patio de recreo.
De las contradicciones de su afamado pensamiento liberal, se puede hablar extensamente. O cómo resulta que no todo el forastero es tan bien acogido en la capital de la diversidad y de la diferencia.

 Sin duda alguna, se sorprenderían de la omnipresencia de la prenda de vestir coloquialmente conocida como “hoodie”, o sudadera con capucha. Parámetro igualador de clases sociales, como lo era la muerte en el Medievo, y sin duda, la mejor manera de afrontar la mudable climatología urbana. Sin embargo, bajo el resguardo de las capuchas y las manos en los bolsillos no solo caminan/corren los jóvenes hipervitaminados. Una de las imágenes más chocantes para todo forastero que haga algo más que fotografiarse en el Golden Gate es la de los sin techo. Sentados en grupos en escalones y en aceras, sorprende su número. Sorpresa que puede constatarse en las calles del distrito financiero tanto como en los hiperbólicos foros de internet. Nadie sabe realmente cuántas personas viven en las calles de San Francisco, aunque parece cierto que el número no alcanza las proporciones de epidemia que propagan algunos comentaristas. Tampoco ayuda a cambiar la perspectiva la concentración hotelera en las zonas de mayor población homeless, como Tenderloin, el barrio chungo por antonomasia.
Más allá de la certeza de que la bonanza económica nunca llega a todos, sorprenden las contradicciones del celebrado pensamiento liberal, en el sentido norteamericano de la palabra, cuando surge el tema en las conversaciones con autóctonos.
En el año 2012, el consejero delegado de una empresa tecnológica publicó una carta abierta al alcalde. Con total sinceridad, afirmaba que “los trabajadores sin problemas económicos se han ganado el derecho a vivir en esta ciudad. Han salido adelante, adquirido una educación, trabajado duro, y se lo han ganado. Yo no debería preocuparme por ser molestado. Yo no debería tener que ver el dolor, la lucha y la desesperación cada día en mi camino al trabajo”. Se desconoce si obtuvo respuesta. Otros textos similares se quejaban de que algunos indigentes pasen las noches en hoteles contratados por el ayuntamiento para paliar la escasez de plazas en albergues. Una mala imagen.
Son esos mismos residentes que enarbolan con orgullo su bien ganada fama de ciudad pionera en derechos LGTB los que afirman con desparpajo que el, para ellos, desproporcionado número de sin techo se debe a la abundancia de oferta en servicios sociales (el tradicional efecto llamada), a las bondades climatológicas frente a las urbes hostiles de la Costa Este, a que la bahía ha sido tradicionalmente lugar donde paraban los barcos con veteranos de guerra, y lo mejor de todo, a que los deambulantes de todo el país saben que la ciudad es un modelo de acogida y de atención a la diversidad. A estas alturas, el pensamiento liberal ya ha mutado a la modalidad Esperanza Aguirre: esa gente prefiere vivir en la calle para estar al margen de las más elementales normas de convivencia, rechazan la ayuda de las buenas gentes y están purgando de alguna manera sus delitos, o pecados pretéritos. Pocos mencionan las consecuencias de la descomunal burbuja inmobiliaria provocada por la demanda de vivienda por parte de los llamados “techies”, trabajadores presentes o futuros de Silicon Valley que pueden afrontar alquileres disparatados en una ciudad, como mencionábamos, sin posibilidad alguna de crecimiento.
Con el respeto a la libertad individual por encima de todo, la clase política ha optado por no disuadir a las personas sin hogar de su derecho a vivir al raso. En lugar de eso, se ha invertido el sagrado (allí) dinero del contribuyente en revitalizar las calles con un museo recién abierto sobre la historia del barrio, el Tenderloin Museum, y en paseos guiados para turistas deseosos de imágenes llamativas para sus redes sociales. También se ha esforzado en mantener en el casco urbano las sedes de algunas de las más ilustres compañías que están contribuyendo a este nuevo San Francisco. Twitter, Uber y Pinterest han recibido incentivos por no mudarse al valle del Silicio, antaño Santa Clara, y no es extraño encontrar gentes con cámara en mano inmortalizándose bajo los logotipos y indagando a través de los ventanales entre suspiros de “ojalá pudiera trabajar aquí”.
Todo esto es el paisaje del moderno San Francisco, ya no el de Mark Twain, ni el de la ruta 66, ni el del entrañable primer emperador de los Estados Unidos, Joshua Abraham Norton, una historia apasionante. Los indigentes, los millonarios precoces, las casas victorianas, las cuestas, los tranvías, y los carteles en las ventanas de apoyo a Bernie Sanders y a la insurrección londinense frente al Brexit. Todo saludable, local, fresco, y orgánico.