cabra

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domingo, 27 de diciembre de 2020

LIBROS: CUANDO LA VIDA TE DA UN MARTILLO, DE KAE TEMPEST

 Kae Tempest, antes Kate (Londres, 1985), pasa por ser una de las más fulgurantes luminarias de las artes literarias británicas. Su debut en la dramaturgia con Wasted (2012) pudo apreciarse en Madrid durante el finiquitado Fringe de teatro alternativo. Poeta laureada, maestra del Spoken Word y autora de un álbum llamado Everybody Down (2014) que es la raíz de esta su primera incursión en la narrativa. 

Aceptando la originalidad y la capacidad de sugerencia del título en su traducción, nada tiene que ver con la connotación del original The Bricks That Built The Houses.  El título castellano opta por una suerte de refrán o moraleja, completado en el tramo final de la novela,  sin el acento en el aporte de cada hecho individual en el constructo colectivo del sur londinense que vertebra la trama.  "Intrahistoria" lo llamó Don Miguel de Unamuno.En cualquier caso, la autora saca brillo a su experiencia vital y biográfica para conformar una nutrida y panorámica visión de las criaturas que conforman el Londres menos glamouroso y supuestamente más auténtico. Sin oligarcas rusos pero con mucha droga y personajes con aristas y sus dosis de ternura a la manera del pionero Ken Loach. 

En esta colmena que a veces se antoja un tanto masificada sobresalen dos abejas reinas: Becky, una bailarina que a sus 26 años constata que se le están yendo todos los trenes, y Harry, diminutivo premeditado de Harriet, traficante de clase media con aspiraciones de pegar un pelotazo y retirarse. A su alrededor orbitan allegados y parientes como satélites que terminan colisionando, en un desenlace algo grotesco que homenajea doblemente al slapstick y al culebrón.  La prolijidad en las coordenadas espaciales servirán solo a los conocedores de calles, locales y lugares varios de reunión y perdición. En contraste, la ambigüedad cronológica es una ventaja para el lector sin Lonely Planet. Al principio suenan los ochenta, por lo arrastrado de algunos ambientes y personajes, luego los noventa, merced a algunos ejecutivos agresivos y amas de casa aburridas, pero la aspiración a retrato generacional millenial deviene en decisiva. Lo curioso es comprobar lo poco que ha cambiado la vida de los bajos fondos.

Las aventuras y desventuras se segmentan en capítulos que bien podrían ser relatos, sustentados en la variación de perspectivas y en la ausencia del típico narrador omnisciente. Ese tipo de voz en off que los aleja lo suficiente de referencias inevitables como Pulp Fiction o las enloquecidas peripecias gansteriles de Guy Ritchie. 

En este sentido, algunas decisiones creativas lastran la propuesta de Tempest. La primera, una vasta y sistemática información del árbol genealógico de cada personaje al aparecer transmite quizá erróneamente una idea de sino trágico que no termina de casar con el ímpetu vital de los habitantes de la colmena. Solo en algunos casos tal detallista es pertinente, como el de la misma Becky y su padre, un visionario profesor de ciencias sociales que se pudre en la cárcel víctima de sus enemigos políticos y su madre metida a monja. El resto son vidas más grises, coincidentes en las huidas o ausencias parentales y en la necesidad de buscarse la vida desde bien temprano. La segunda, una tendencia al lirismo en cuanto a imágenes y metáforas excesivas en número y edulcorante, debe suponer la piedra de toque del poeta que incursione en la prosa. 

En el haber, sin duda la secuenciación circular de la trama principal y esas  casualidades que ocurren muy a nuestro pesar y que en un par de segundos son capaces de descolocar todo el armazón que llevábamos años pergeñando.

KAE TEMPEST: CUANDO LA VIDA TE DA UN MARTILLO (2016). Traducción de Daniel Ramos Sánchez.

 




lunes, 23 de noviembre de 2020

LOS EUROPEOS (2020)

 Tres años después de Selfie, Víctor García León navega entre exitosas incursiones televisivas con historias tragicómicas de personajes modernamente berlanguianos como El vecino (Netflix), y las dos temporadas de Vota Juan y Vamos Juan (TNT y ahora en Prime Video). Siguiendo una lógica irresistible, llega heroicamente a algunas salas su segundo largometraje, recreando Los europeos, primera novela de Rafael Azcona. En otro curioso paralelismo, ambas novela y película han tenido una trayectoria por etapas. Publicada originalmente en 1960, Azcona la reescribió posteriormente y republicó en 2006 en Tusquets con vientos más propicios. Y aún después de su muerte volvió a reeditarse, esta vez en Pepitas de Calabaza. Mientras, el trabajo de García León encontró cobijo a finales de verano en una plataforma televisiva, a la espera de su estreno en cines, algo que no todos los trabajos afectados por la pandemia han conseguido. 

Aunque ya va siendo cliché hallar nuevos sentidos víricos a las obras artísticas, en este caso es pertinente. Y es que el largo y cálido veraneo al que aspiran dos treinteañeros dispuestos a comerse Ibiza es algo que se tardará en recuperar. Una isla que suponía para el español medio una suerte de Europa en miniatura. Una vía de oxígeno y una golosina  años antes del desembarco de las suecas en las playas de Levante, y años antes de la eclosión hippie que tan finamente retrata su artífice Antonio Escohotado en Mi Ibiza privada. Antonio, hijo de papá madrileño orgulloso de ser ambas cosas y Miguel, un amigo improbable empleado de su padre, van en busca de ese espejismo prefabricado con el que el régimen intentaba hacer amigos. 

Lo que sucede en esas semanas, dados los mimbres, no es evidentemente una sucesión de estampas románticas. Ya desde las primeras escenas en el puerto de Valencia, el ansia de Antonio por destacar entre sus mediocres compatriotas (él ha vivido en París y eso) contrasta con la ingenuidad y reparo de Miguel, zaragozano de pueblo que nunca se ha visto en una de esas. Viva imagen de todos los turistas que se consideran viajeros pero haciendo cosas de turistas. 

La interacción entre ambos oscila entre la tensión, la aprensión, la condescendencia de uno y la jerarquía maestro-discípulo. Las interpretaciones de Juan Diego Botto como Antonio (ese bigotillo) y Raúl Arévalo como Miguel encajan a la perfección. Antonio, un Landa o López Vázquez con porte europeo, se esfuerza por diferenciarse hasta caer en lo despectivo hacia su propio origen.  Miguel se muestra abrumado por la experiencia y la esplendidez de su amigo, que no se priva de recordarle su estatus de subordinado, sus deudas, su estancia en calidad de invitado, pero que responde sin fisuras cuando la brisa marinera se torna tempestad. La reacción del encargado de la casa de alquiler (¿Son hermanos?) es una pista más de cuán extraña es la pareja. En materia de ligoteo, el discípulo se gradúa pronto, y mientras Antonio va sumando muescas a su revólver, Miguel se enamora efervescentemente de la francesa Odette (una también sobresaliente Stephàne Caillard entre la fragilidad y la firmeza) mientras desdeña tras catarla a la chica peninsular (Carolina Lapausa)  que se lo toma con filosofía porque sabe que lo francés es el epítome de la modernidad y de la libertad y también que lo que pasa en Ibiza se queda en Ibiza. Máxima que asume Miguel tras el giro más o menos inesperado de los acontecimientos en una secuencia final de lo más amargo. 

Las noches de juerga bien retratadas con trazo costumbrista y banda sonora de la época exhiben ese tan mencionado complejo de inferioridad del individuo español, que exprime su magra experiencia con el de fuera mientras alterna con ellos sin miedo al ridículo. Los veraneantes europeos de primera que dejan sus divisas en las tabernas de San Antonio disfrutan sin dobleces y se muestran infinitamente pacientes. Hay cosas que no cambian, menos mal. 

 Los europeos 

País de producción: España

Dirección: Víctor García León

Guion: Bernardo Sánchez y Marta Castillo sobre la novela de Rafael Azcona.

Música: Selma Mutal

Fotografía: Eva Díaz

Reparto: Juan Diego Botto, Raúl Arévalo, Boris Ruiz, Stephàne Caillard, Carolina Lapausa, Georgina Latre, Jon Viar, Íñigo Aramburu, Corinna Seiter.

Duración: 85 minutos.


domingo, 25 de octubre de 2020

CINE: FALLING (2020) Y LA ETERNA PACIENCIA

 

Falling es la primera película como director de Viggo Mortensen, que firma también y en solitario el guion y la banda sonora.  Sobrepasados los sesenta, aunque no nos lo creamos, el intérprete para el que se inventó la palabra "inclasificable", entrega este drama familiar, densa y merecidamente publicitado, premio Donostia incluido.  El retrato del viejo iracundo al que la senilidad ha eliminado todo filtro tiene en la Miren de Patria a su competidora por el título de personaje más odioso de la temporada. La decadencia implacable va despojando de capacidades al granjero duro del estado de Nueva York, nada que ver con la City, trasunto-homenaje al padre del director. 
No es necesario esperar a que los títulos de crédito confirmen la dedicatoria al padre y abuelo Mortensen para adivinar que lo que destila la trama de fino trazo no es precisamente un ajuste de cuentas. El gerundio del título anticipa el descenso a los nublados de la sinrazón por parte de Willis Petersen, un hombre de los de antes, que ha hecho de la vida de su familia algo cercano al infierno, tan solo reproduciendo los códigos de lo que ahora se llama "masculinidad tóxica" y antes, ser el cabeza de familia. El drama se bifurca de manera elegante y sencilla en dos vías paralelas, con un efectivo uso del flahsback para contrastar, corroborar, indignarse y admirarse de la paciencia infinita y las tragaderas que esposa, hijos y nietos tuvieron y mantienen con un ser en constante combustión, una suerte de Dios semítico que vomita  rayos y truenos al menor amago de diálogo civilizado. El neófito director se reserva el papel del primogénito de admirable estoicismo, que ha sabido sobreponerse al desprecio del padre a cuenta de su condición sexual. A pesar de todo o precisamente por eso, ha construido una familia y no se permite abandonar a su progenitor aun con cuantiosos motivos para hacerlo. Pero los bofetones dialécticos son de antología, sin apenas respiro para sus parientes ni para el espectador. La sufrida madre y esposa, interpretada con amargura por Hanna Gross, destaca por el giro sorpresa de su personaje, al menos para los años sesenta. La mala digestión de dicho giro reconcome al señor Petersen por el resto de su vida, incapaz de disfrutar de su buena situación económica, del amor muy ciego de su siguiente esposa y de la disposición incondicional de sus dos hijos. Reunidos en el jardín del hogar que ha formado su hijo John, su marido Eric y su pequeña adoptada, el único ser humano capaz de arrancarle una sonrisa al abuelo, disfrutamos brevemente de la siempre intensa presencia de Laura Linney como la hija que primero puso país de por medio pero que asume los reencuentros anuales como el peaje a la tranquilidad. 
Los tiempos van cambiando, y la sobresaliente banda sonora así lo atestigua, pero la hiel del señor Petersen no se disuelve. No negaremos estar ante un canto al amor y a la humanidad como han escrito los críticos. Ante todo, un melodrama de mimbres clásicos con salpicaduras de humor muy negro que son un verdadero alivio ante tanta explosión de negatividad. La soberana composición de Lance Henriksen, efímeramente conocido aquí por la noventera serie Millenium, se merece todos los premios. 
Ya lo predijeron los Simpson. La familia, a pesar de todo. 

Título original: Falling
Año: 2020
Duración: 112 minutos
País: Canadá
Dirección y guion: Viggo Mortensen
Fotografía: Marcel Zyskind
Reparto: Lance Henriksen, Viggo Mortensen, Terry Chen, Sverrir Gudnanson, Hanna Gross, Laura Linney.

domingo, 4 de octubre de 2020

LIBROS: A LO LEJOS, DE HERNÁN DÍAZ

 


O cómo una primera novela publicada originalmente en 2018 y aspirante al Pulitzer puede dotarnos de enseñanzas insospechadas acerca de la vida en la soledad más absoluta en tiempos de confinamiento.

Hernán Díaz, argentino criado en Suecia y formado en EEUU, entrega un debut en inglés formal y narrativamente deslumbrante, original en su planteamiento y exitoso en su vocación de homenaje al western crepuscular. Pero aquí no tenemos a vaqueros meditabundos sino a un sueco de la más profunda Suecia del siglo XIX que es enviado por su padre junto con su hermano a probar suerte al país que más prometía. Un Estados Unidos en formación al que llega absolutamente desvalido al equivocarse de barco y arribar primero a Buenos Aires. Tutelado desde siempre por Linus, su hermano mayor, Hakan se ve arrojado al Nuevo Mundo sin más herramientas que las de su propio instinto de supervivencia y una fenomenal envergadura física que le salva y le condena a partes iguales. 

Con la única idea de reunirse con Linus en Nueva York, emprende un periplo de décadas en solitario las más de las veces a contramarcha de las grandes migraciones hacia el Oeste, deconstruyendo toda la mitología de la conquista. Los seres humanos con los que se encuentra, de los que huye y a veces convive a la fuerza, le proporcionan una visión siniestra de sus semejantes y unos cuantos quintales de dolor físico y psíquico a excepción de dos de ellos, los cuales lógicamente no duran mucho. Una educación sentimental adquirida a latigazos. El primeramente niño, después joven y después adulto Hakan va dejando de ser un folio en blanco para sufrir extremadas luchas internas entre su moral de buen salvaje minada por los acontecimientos y las perrerías del blanco civilizado. Su vagar en un espacio y en un tiempo desdibujados, tan solo percibido por las huellas de las estaciones en el paisaje, sucede a la vez que el proceso de autoconocimiento y adaptación a un medio siempre hostil. 

Y en medio de la más atávica supervivencia y la convivencia traumática con diversos tipos humanos, emerge un interesantísimo estudio acerca de la relación entre lenguaje y pensamiento. Sus límites, sus interacciones, sus ganancias y sus pérdidas. La llegada aturdida sin su guía y sin posibilidad alguna de comunicar siquiera su nombre, es el primero de los muchos puntos de inflexión de la historia. 

Hakan llega a convertirse en el legendario "Halcón", merced a la fonética que convierte su nombre en la pintoresca equivalencia "Hawk can", "El halcón puede", y sus consecuentes preguntas (¿Qué puede el halcón?)  del interlocutor desconcertado de turno. Si bien los años le proporcionan un somero conocimiento del inglés, su vida solitaria no le da oportunidad de practicarlo, de tal manera que, ante los ojos del colono, del shérif, del estadounidense embrionaria, siempre será un individuo de segunda.  

Es por eso que los sonidos de la naturaleza y de los progresivos artificios creados por el hombre adquieren una importancia capital en la elaboración del discurso. Hakan lo cuenta todo en primera persona, pero no lo verbaliza, sino que lo piensa. Bien es cierto que algunos de sus pensamientos se antojan ciertamente complejos para una persona sin formación académica alguna, pero es la única y verosímil manera de compartir para el lector la grandiosidad de los eventos y de los paisajes. La minuciosidad en las descripciones, la selección de materiales, ese contar desde lo sincrónico es de un enorme mérito en un narrador a veces externo y a veces interno hasta las entrañas que es capaz de nombrar todas las realidades y dotarlas de significación a través de referencias conocidas. Paradójicos son la huida perenne y el ocultamiento simultáneos a la confección de su leyenda. 

El mundo es ancho y ajeno, que dejó escrito Ciro Alegría, en esta epopeya finisecular muy bien traducida por Jon Bilbao, también presente esta temporada literaria como autor de Basilisco, con interesantes puntos en común.

A lo lejos (In the Distance), de Hernán Díaz. Impedimenta, 2020. 344 páginas. 


domingo, 13 de septiembre de 2020

CINE: LAS NIÑAS (2020)





Mediado este septiembre que en junio parecía otra cosa, los cines se afanan en la etiqueta #culturasegura y las novedades pausadas van apareciendo cada vez menos tímidamente. La nostalgia es una atracción poderosa, y si dicho ejercicio está avalado por premios, más aún. 
Este primer largo de Pilar Palomero (Zaragoza, 1980), aspira tanto a retrato generacional que corre el riesgo de resultar ajeno a los (sobre todo los) que no pusieron un pie en los ambientes que se describen con minuciosidad hiperrealista.  
Los (las demás), corremos a la sala calculando cuán densa será la bofetada del pasado, cuántas referencias daremos por buenas y cuántos objetos que se considerarán vintage en el 2045 conservamos en los altillos del piso familiar. La premisa es sencilla: evocar sin aparente acritud la vida cotidiana en un colegio de monjas no mixto en una ciudad de provincias a principios de los noventa, a través de dos personajes principales y el entorno que les rodea. El peligro es también evidente: obviar el juicio artístico y juzgar la valía de la obra por la cantidad y calidad de los recuerdos que nos produzca. (En el caso de la que suscribe, el índice de coincidencia es de un ochenta y cinco sobre cien). Pasar la proyección en una constante e indulgente vista atrás es tentador. 
Los noventa sigue siendo una década poco trabajada como recreación artística. Eclipsada por los siempre presentes y mitificadísimos años 80, y por los desconcertantes primeros 2000, ha criado fama de antiestética y anodina. A pesar de albergar hechos vergonzantes como una guerra en el mismo corazón de la vieja y orgullosa Europa, fue el origen del funesto pensamiento positivo, del cual derivan artefactos sociopáticos como el capitalismo financiero que marca sí o sí nuestras vidas. Este es el punto de partida de ensayo de Ramón González Férriz La trampa del optimismo: cómo los noventa explican el mundo actual (Debate, 2020), que aclara y descubre conceptos y ramificaciones con amenidad y detalle. 
Así pues, con la dosis de biografismo esperable, la directora y guionista perfila una serie de caracteres complementarios de existencia certificada en parece ser la mayoría de esos lugares con tanta prensa y a la vez con tanta literatura, difíciles de retratar sin hipérboles ni aspavientos a los que, en su infancia y adolescencia diferenciaban entre colegio e instituto. 
Celia, el personaje central, interpretado con austeridad y solvencia por Andrea Fandós, ve pasar  lo que apunta ser sexto de EGB hasta que una alumna nueva y forastera, Brisa (Zoe Arnao), entra en su pequeño mundo para ampliarlo. Es, anacrónicamente hablando, una preadolescente con ecosistema familiar complicado. Su madre, una brillante y contenida Natalia De Molina, la cría sola luchando por no sucumbir a las circunstancias. Aunque el retrato de ambientes y situaciones apela a las generalidades dentro del contexto específico, son interesantes las pinceladas locales que dan pistas acerca de cómo ciertos tópicos siguen ahí. La percepción de que los oriundos de gran ciudad se creen más que los de medianas y pequeñas, por ejemplo. En este caso, la fricción entre Barcelona y Zaragoza, de raigambre histórica pero perfectamente aplicable a cualquier otro caso. Dada la edad de las contendientes y la inexistencia de pseudotertulias pseudopolíticas en la época, la acusación es la de "creerse guay". 
A las niñas de móvil y redes, los momentos de ingenuo esparcimiento grabando cintas de cassette o experimentando con cautela con las cosas de mayores probablemente les causaría estupor (aunque no sepan qué es tal cosa) y risillas. Qué pringadas. A las adolescentes iracundas que van escupiendo a otros en el transporte público, no digamos. A las madres que delegaban la educación de sus hijas en su más amplio espectro a la venerable institución de la Iglesia Católica les hará gracia. 
Bajo esa capa de situaciones más o menos triviales subyace la palpitante incapacidad de comunicación entre padres e hijos, amigas, adultos y jóvenes. No había móviles ni tampoco orientadores escolares, ni psicólogos infantiles. Los momentos de silencio entre madre e hija, los instantes en los que parece que la olla va a explotar, son lacerantes. La única opción era esperar a comprender algún día. Estos huecos, lógicamente, han pasado factura algunos nuevos padres, que ahora se escoran al otro extremo de la negociación casi contractual de todo lo que acontece en el hogar.
Algunos/as echarán de menos más fiereza en la denuncia de aquel sistema de educación-represión-inmersión ideológica, encarnado por Francesca Piñón, que clava el arquetipo de monja irascible y chivata y madre sustituta depende del momento. Se indignarán por presentar con amabilidad aquellas sesiones de Pretecnología y catecismo. Pero la reacción se ha producido, y no todas las figuras señeras en las modernas narrativas sociológicas de género provienen  de centros públicos y laicos. De todo se sale. 

Las niñas. Premio Biznaga de Oro a la mejor película en el Festival de Málaga 2020.
Dirección y guion: Pilar Palomero
Música: Juan Carlos Naya
Fotografia: Daniela Cajías
Reparto: Andrea Fandós, Natalia De Molina, Carlota Gurpegui, Zoe Arnao, Julia Sierra, Francesca Piñón, Álvaro de Paz.


lunes, 6 de julio de 2020

NI SIQUIERA LOS MUERTOS

Juan Gómez Bárcena, una de las voces más notables de la literatura contemporánea en español, pone a Juan, un antiguo soldado de los tercios de Cortés a seguir los pasos evanescentes de otro Juan, El Indio, al que el visorrey ha puesto precio por pasarse de listo. Serán solo quince días, le promete a su esposa al dejar la nada próspera taberna que regentan en medio de no se sabe dónde. Hasta aquí la acción. El resto es indefinición y nebulosa, un desafío para ese lector decimonónico del que se burlaba Cortázar. Esas líneas borrosas entre realidad y sueño que ya eran la marca de Kanada, su novela anterior. Un atravesar
espacios, tiempos e identidades permaneciendo la esencia intacta. 
Ha sido una temporada próspera para la temática postcolombina, no solo en la ficción. Oro, la hiperbólica visión de Agustín Díaz Yanes recientemente estrenada en la televisión pública, la muy estimable Hernán, de Amazon, el estreno de los Naufragios de Alvar Núñez de José Sanchís Sinisterra  en la apacible Vieja Normalidad teatral, la sorprendente Desierto Sonoro, de Valeria Luiselli. acompañan a las primeras secciones de la novela, y a las últimas páginas que recogen el antesdeayer y el hoy mexicanos tan inciertos. Menos recientes pero igual de desgraciadamente actuales, son referencias dispares como 2666, la serie The Bridge, la obra teatral Baños Roma.  Y siempre, siempre, Juan Rulfo, al que el título Ni siquiera los muertos parece homenajear. Sucesos incardinados en el alma del país que no parecen servir de reflexión y toma de decisiones. 
Todas estas propuestas artísticas basadas en hechos reales, más la estatuafobia que promete una Nueva Normalidad pródiga en emociones, desembocan en esta novela, que opera de recolector y transformador de cada una de esas fotos fijas, mezcla y subvierte y nos embute hasta el mismísimo día de hoy. 
Si  difícil es crear atmósferas, hacer de esa atmósfera el pilar de una narración y que la apuesta funcione, puede considerarse una heroicidad en estos tiempos de heroicidades. Los que leyeran Kanada, su anterior obra, ya se encontraron con las dificultades propias de la ausencia aparente de acción y de conflictos externos, que van construyendo al personaje de manera exógena. Si en aquella era el piso del protagonista el que asumía las metamorfosis, aquí el paisaje es el que va cambiando al viajero a la vez que se transmuta en espacio y en tiempo. 
La máscara de novela histórica no le es necesaria a esta fructuosa y alucinatoria travesía por la rueda de la Historia. Tres Juanes (el autor, el narrador protagonista, y el antagonista perseguido) nos proponen ser testigos de cómo la Historia de los pueblos se construye y reconstruye a base de arritmias y repeticiones. Aunque, como dice el prólogo, Walter Benjamin está detrás de la concepción, no pueden obviarse las nociones básicas del eterno retorno de la Historia, de cómo esos polvos (Cortés, La Revolución) trajeron estos lodos de cárteles y trumps de saldo y frontera. El sabor acre de las llanuras de Rulfo es familia de las selvas que recibieron a los españoles, y del  cemento contemporáneo. El pasado del Juan perseguidor es de selva, su presente de desierto y su futuro de asfalto. Los tres paisajes  se confunden porque en realidad son el mismo. 
Establecer el hecho bíblico como vertebrador de la peripecia de los Juanes es, en estos tiempos, de lo más rompedor.El tiempo es circular, bíblico como toda la peripecia. Los quince días como plazo que se consumen y se reproducen sin pausa, como los cuarenta del éxodo. La pesadez de cada paso en el desierto, el deambular sin horizonte, el desfallecer repetido, las apariciones milagrosas, la vida que pende de una gota de agua y va pasando, cíclicamente, de la abundancia a la miseria, de la miseria a la abundancia. Vacas flacas y vacas gordas. 
El indio Juan no es profeta en su tierra. Como todos los visionarios que pretenden cambiar el mundo, llega temprano, y su mayor fracaso no es su misión incumplida, sino sus discípulos cuyas interpretaciones sinceras de las enseñanzas del maestro producen monstruos. Apuntemos esto. 

Ni siquiera los muertos, de Juan Gómez Bárcena. Sexto Piso. 404 páginas.

viernes, 8 de mayo de 2020

TIGER KING VOTA JUAN

Por definición, lo exótico es lo lejano, lo inhabitual. Es humano desear lo que no se tiene, y es de humano acomodado hacer lo posible por tenerlo. "Si se lo puede permitir" es un lema de descargo que vale para todo.  La sensacion documental de la que todos hablan comienza queriendo ser denuncia con un dato sorprendente para las personas normales: En EEUU viven más tigres en cautividad que en libertad en el resto del planeta.  Desde esta primera línea de guion, el nuevo docudrama del momento parece facturado especialmente para la culta y distanciada mirada europea, proclive a a la conmiseración y a la indignación a partes iguales. Pero pronto entendemos que esto no va de felinos confinados, los "big cats" a los que aluden constantemente. Un término ajustadísimo a lo que en realidad son. Decir que están amaestrados es  quedarse muy corto. La alienación sería absoluta de no ser por el brazo arrancado del primer episodio. Esos gatos grandes, que parecen reproducirse muy bien en cautividad, son solo un medio de acceso al poder y al dinero. Y aquí nos vamos acercando ya al verdadero leiv motiv del asunto. ¿Quién le hace ascos a una foto con un cachorro de tigre blanco? En Washington parece que nadie. ¿Y quién le hace ascos en España a un jamón Cinco Jotas? 
En estos días de gloria para el audiovisual, y para la cocina, hay tiempo y ocasión de fabricarse menús al gusto con mezclas pelín insólitas, y encontrar en ellas coincidencias no tan insólitas. Es el caso de Tiger King en Netflix y Vota Juan, la producción de TNT cuya primera temporada puede verse en Prime Video.  Quitando el macguffin tigresco, ambas conforman dos fenomenales galerías de personajes entre lo grotesco, la caricatura, y la más cruda de las realidades.  Porque esa gente existe, e influye en otra gente y ve la vida como un gran juego de estrategia. Parecen todos tremendos perdedores, o desequilibrados, pero su triunfo es destacar como antisistema. Travisten sus aspiraciones corrientes en la misión visionaria de cambiar el mundo y esparcir dicha entre sus congéneres. No olvidemos nunca que la Constitución estadounidense, además de las enmiendas que todos conocemos, proclama el derecho de todo individuo a buscar su felicidad. Y poseen una admirable capacidad para reirse de sí mismos,lo que les hace en cierta manera entrañables.
En un momento determinado, Tiger King aka Joe Exotic, repulsivo por fuera y por dentro, (siempre desde la mirada europea/neoyorkina/bostoniana), decide presentarse a Gobernador de Oklahoma y más tarde a la mismísima Presidencia. No entraremos en que, de un tiempo a esta parte, la industria del espectáculo estadounidense parece consagrada al análisis del especimen llamado "votante de Trump", sabedora de la incapacidad del europeo medio para comprender. El caso es que el buen hombre cree sinceramente en sus posibilidades y en que hará cosas buenas, (y no cosas malas, al estilo  lingüístico de la Casa Blanca) por su comunidad. 
Y por aquí tenemos a un inmejorable Javier Cámara como Juan Carrasco, ministro de Agricultura aspirante a la Secretaría General de su partido, convencido él también de que es la mejor opción para su formación, y para el país entero. Su soberbia directamente proporcional a su facilidad para la ofensa gratuita recuerda inevitablemente a Homer Simpson. Su tendencia a caer de pie y a conservar inexplicablemente el afecto de su entorno, también. La vergüenza ajena por su modo de transitar la existencia, también. 
De igual manera, el rey de los tigres y el ministro operan en un espacio, digamos, provinciano. El Medio Oeste americano es para un neoyorkino lo mismo que Logroño para uno de Madrid. Es un hecho, anticuado, pero un hecho. Los guionistas de Vota Juan, animadores del llamado posthumor con joyas como Selfie y Gente en sitios, están al borde de la demanda judicial cada vez que hacen repetir a sus personajes que ellos no volverán al lugar de donde salieron, es decir, Logroño. 
El segundo marido casi adolescente de Joe Exotic hace el camino inverso que los granjeros de Las uvas de la ira, de California a Oklahoma, y ese ir a la contra basta para perfilar al personaje.
Hablar en este sentido de los sequitos de semejantes aspirantes a líder personal variopinto es un festín de color.
Sería bastante simplón ventilar al círculo social de los infortunados tigres con el manido "redneck", habida cuenta de que ellos mismos asumen el término con idéntico orgullo (su bar de cabecera se llama así), que los modernistas de Valle-Inclán. Pero no se puede dejar al albur crítico a seres tan especiales como el primer marido casi adolescente de Joe, que disfruta de muchos momentos confesionales frente a cámara. Un chaval con tantos tatuajes como dientes le faltan, que no es homosexual pero se casa con su jefe, y que prefiere que se le regalen camionetas antes que una dentadura nueva. Joe presume de contratar solo ex convictos, individuos sin porvenir de los que se asegura lealtad y agradecimiento. Sabe que no van a cuestionar la jerarquía ni por la carne caducada en la que se basa su dieta. 
El equipo del ministro Carrasco puede parecer más usual, más anodino, pero cumple la misma función: resaltar subrayar, acompañar, alentar, mantener al rey sin saber que está desnudo.  Son igualmente fieles que han crecido al amparo del jefe, que no tienen vida fuera de la res publica y que, cuando el tren se para, se sienten arrojados al mundo como seres sartrianos. Pura ficción.

Es esta  lucha por el poder y el éxito, la superioridad moral del ciudadano ilustrado languidece. Son estos seres mezquinos, ignorantes y orgullosos de serlo los que mejor saben chapotear en las ciénagas y coleccionar admiradores sinceros. La campechanía, sin complejos.

miércoles, 8 de abril de 2020

Encerrados, enclaustrados, aislados, recluidos, confinados por el cine en..(II)


1. Un ataúd. Buried (2010), de Rodrigo Cortés. 93 minutos de oxígeno según cinematográficos cálculos.
2. Una habitación de hotel. Citizenfour (2014), de Laura Poitras. Edward Snowden, asilado en Rusia, ni confirma ni desmiente que la NSA estuviera al tanto de futuras pandemias.
3. Un laberinto cúbico. Cube (1997), de Vincenzo Natali. "Escape room"algo intensa para despedidas de soltero.
4. Mi mansión con los amigos. El ángel exterminador (1962), de Luis Buñuel. Clásico del fantástico cotidiano extrañamente poco citado en este tipo de listas.
5. Una plataforma multinivel. El hoyo (2019), de Galder Gaztelu-Urrutia. El ojo para cuadrar de los programadores de Netflix es admirable.
6. Una llamada telefónica. La cabina (1972), de Antonio Mercero. 35 minutos de angustia que ya no se repetirán en nuestras ciudades.
7. El hueco de una escalera. La trinchera infinita (2019), de Jon Garaño, Aitor Arregi y José María Goneaga. Ante las represalias de los vencedores, algunos se echaron al monte y otros vieron la vida pasar desde un falso tabique.
8. Una habitación con vistas. Rear Window (La ventana indiscreta, 1954), de Alfred Hitchcock. Sin internet pero con unos prismáticos, imposible aburrirse.
9.  Un semisótano invisible. Room (L a habitación, 2015), de Lenny Abrahamson. Una oda a la resiliencia y a la adaptación al medio.
10. Un islote poco paradisíaco. The Shallows (Infierno azul, 2016), de Jaume Collet-Serra.  La falta que hacen a veces cuatro paredes y un techo.
11. Un aeropuerto. The Terminal(La terminal, 2004), de Steven Spielberg. Los no lugares también pueden ser hogares de alguien.
12. Una pared de tu casa. Treinta años de oscuridad (2011), de Manuel H. Martín. Historia gemela a la de La Trinchera infinita, idéntico desmesurado sacrificio.
13. En el aquí y el ahora mismo. Vivarium (2020).  Próximo estreno el 8 de abril en salavirtualdecine.com  Todos los parecidos con la realidad son meras coincidencias.


lunes, 6 de abril de 2020

ENCERRADOS, enclaustrados, confinados, recluidos, en el cine (I)

Al principio fue la perplejidad. Después, un nuevo capitulo de la era del pensamiento positivo. La primera semana de Esto, el entusiasmo nacional por compartir listas de cosas que hacer, que ver, que cocinar, que modelar, que leer incluso, contrarrestó el desánimo de la población. Una apabullante oferta de sucedáneos para calmar el ansia de unos recluidos primerizos, nosotros, a los que se les recuerda sin cesar  la imposibilidad empírica de aburrirse teniendo conexión a internet.
La idea de que tampoco era para tanto cundió y las agendas se llenaron, como las matrículas de gimnasios en enero, de buenas intenciones. Pero llegaron el teletrabajo y la burocracia de los ERTES , y las clases online de las criaturas.   En la segunda semana, las bandas anchas empezaron a flojear y brotaron los ejemplos históricos de cuarentenas ilustres en tiempos desconectados. Pero si alguien, hoy, en nuestro contexto, está viviendo sin red, solo puede ser objeto de nuestra misericordia o admiración por semejante hazaña.  Tres semanas después, los que se asoman al balcón, ahora todo el mundo tiene uno,  se aplauden a sí mismos, se dan ánimos, se recomiendan series.  ¿Qué preferirán ver desde sus pantallas, ventanas al mundo más allá del patio de manzana?
Opción A: Secuencias de amplios paisajes, peripecias de múltiples personajes por múltiples escenarios, horizontes lejanos o cercanos (nos conformamos con bien poco). En el plano emotivo, puede sentirse envidia insana, nostalgia de viajes pasados y anhelos de futuro.
Opción B: historias claustrofóbicas en espacios reducidos habitados por sujetos, solos o malacompañados que no quieren estar allí. Aquí hallaremos empatía e identificación.
Opción C: Espacios exteriores anteriormente apetecibles pero ahora infestados de amenazas y espacios interiores apañados para sobrevivir y poco más.  En este caso, nos inundará el alivio y el consuelo universal de saber que siempre hay alguien en peor situación que la de uno mismo.
Con la perspectiva de otro mes para rellenar huecos en todos los ámbitos de conocimiento, los medios ya han agotado su provisión de listas. Es el turno de propuestas más modestas que tienen más que ver con la situación. Lo que hemos llamado Opción B. Es decir: historias que transcurren en un solo espacio, de tan  variables dimensiones como los medios han documentado (desde un semisótano en la calle Goya hasta los hogares de futbolista con jardín-piscina-gimnasio-pero no biblioteca).  De esas hemos visto demasiadas, y bibliotecas también.
Personajes que se ven recluidos de improviso o con escaso tiempo de reacción en lugares no preparados para ello. Descartamos el género carcelario. Sin zombies, ni asesinos asediando en el umbral. Los motivos del encierro pueden ser internos, o externos. Nunca voluntarios. Descartamos todas las biografías de gentes del arte que declinan salir de su estudio o lugar de creación, como la reciente A Quiet Passion (2016). No somos Emily Dickinson. 
Lugares cerrados, no compartidos, no en movimiento. No nos vale el coche de Tom Hardy en Locke (2013), ni la sala policial de The Guilty (2018) ni el salón de Litus (2019).
Una selección ecléctica y atemporal de dormitorios caseros y de hotel, sótanos, un ataúd, un par de huecos en armarios, un chamizo camuflado, un búnker casero, una terminal aeroportuaria, una mansiones incómoda y , de regalo, dos islotes.

domingo, 8 de marzo de 2020

DESIERTO SONORO, de Valeria Luiselli

La eterna disyuntiva entre arte y compromiso no mengua ya avanzado el siglo XXI. Conflictos locales con intereses globales y, sobre todo, las crisis migratorias que surgen y resurgen cuando a los medios interesa, vuelven a interpelar al escritor contemporáneo. El descrédito del periodismo no ayuda tampoco. En contextos vitales como el de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983), se convierte casi en obligación. Escritora, periodista, ensayista en dos lenguas, cronista y narradora de manera indistinta, su labor artística se enlaza indisoluble con su labor de altavoz de migrantes , desde sus primeros trabajos como traductora en la Corte Suprema neoyorquina. 
Es esta una obra atípica y ambiciosa, impelida por la necesidad y la urgencia de contar. El título original inglés, The Lost Children Archive, es uno de los vasos comunicantes entre vida y obra. Por suerte, los parabienes críticos recibidos desde su publicación no son gratuitos. Desierto sonoro destaca por alejarse de la denuncia plana o hiperemotiva de otros relatos recientes sobre el tema, más dirigidos a lectores tipo Reader´s Digest y a espectadores de la televisión matinal. Con una voluntad estética muy clara, apuesta por una robusta estructura fragmentaria que se corresponde exactamente con los perfiles y los propósitos de los personajes al iniciar su viaje de investigación compartido y bifurcado al tiempo. 
La novela, sí, es una recreación fiel y curtida de los desmanes que sufre la inmigración centroamericana al paraíso estadounidense, pero sobre todo es la crónica de un viaje acerca de otro viaje acerca de otro viaje. Igual que uno de esos grandes mapas que no pueden ser replegados de idéntica manera anterior a su despliegue, la historia muestra rugosidades y dobleces dependiendo de los intereses del lector. 
El punto de partida es sumamente atractivo por original. Una pareja de documentalistas especializados en la investigación de sonidos emprende un largo viaje por carretera que intentara conjugar sus dos proyectos académicos y vitales, que suelen ser lo mismo. Les acompañan sus dos hijos de diez y seis años, a la vez testigos, escuchantes, depositarios de narrativas y tradiciones, y por último actores en la representación que funde los ecos del pasado perseguidos por el padre, y los alaridos de auxilio del presente, reconstruidos por la madre. La vos materna lleva las riendas en la primera parte, desgranando los contenidos de las cajas que, en el maletero del coche, transportan los materiales para el trabajo de campo, a la vez expectativas de futuro, a la vez piezas de una vida pasada a punto de caducar. Sus propios caracteres se enmarcan dentro de la disyuntiva anteriormente mencionada: origen latino, excelente preparación académica, perfecta inserción social dentro del entorno controlado que es Nueva York, se dan de bruces con la verdadera identidad americana en pueblos del Medio Oeste donde los paisanos les recuerdan con hechos y palabras que el linaje puede más que el curriculum. El momento terminal de la relación va pasando de latente a inevitable, al tiempo que los objetivos primarios del trayecto se van cumpliendo. Donde el padre ve política, la madre ve lógica natural. La crónica periodística, la ficción y la metanarración conviven en armónicas capas. La búsqueda de los dos niños perdidos se torna legendaria con la lectura de la elegía ficticia  Los niños perdidos, que, a la manera borgiana, la autora nos ofrece como auténtico testimonio de la travesía migrante por el desierto, que tiene mucho de odisea pero también de Pound y de Cavafis. 
Sin embargo, el cambio abrupto de narrador que trae la segunda parte desconcierta y baja la intensidad. El hijo mayor suple a la madre y durante las páginas en las que repite con sus palabras todo lo que ha pasado antes, la brillantez de las imágenes y la profundidad de pensamiento se desvanecen. No es una decisión errónea finalmente, por cuanto el cambio se desvela necesario para el giro final. 
La lectura de Luiselli en Europa, justamente en estas fechas, se enriquece de manera inesperada por la vuelta a los medios del infierno de los refugiados sirios, vilmente utilizados como moneda de cambio y presión por gobiernos que se denominan democráticos. En su relato falta La Bestia, ese terrorífico tren de mercancías tan sustancial en el tráfico de seres humanos protagonista además de uno de los documentales más estremecedores del periodista Jon Sistiaga. A cambio, está el invierno. 

DESIERTO SONORO, de Valeria Luiselli. Traducción de Daniel Saldaña París y Valeria Luiselli.
Sexto Piso. 2019
476 páginas.

sábado, 22 de febrero de 2020

EL FARO (THE LIGHTHOUSE, 2019)



El segundo trabajo de Robert Eggers no pasa el test de Bechdel. No confundir con Al faro, de Woolf, que tampoco lo pasaría. Un leve obstáculo para el devenir de la breve pero intensa convivencia entre el operario titular de un faro enclavado en algún punto de las costas de Nueva Inglaterra y su aprendiz, formulada en un hiperestético blanco y negro. A cambio, supone una muestra clarividente de lo que significa "cine de autor", en el sentido más francés del término. Un director y guionista que ya avanzaba en su ópera prima (The Witch, 2015) algunas de sus preferencias temáticas, estilísticas y espaciales encuentra en los diarios de Herman Melville el catalizador perfecto para invitarnos a su festival de referencias, unas más wikipédicas que otras. 
El tema del faro y su simbolismo sustancioso es antiguo en el arte y la literatura. Aquí, La Luz que guía e ilumina lo hace de manera literal y nada epidérmica. Su fulgor quema y traspasa las almas de los pobres seres perdidos, que,como el farero viejo lobo de mar interpretado excelsamente por Willem Dafoe, se han dejado cautivar. El aprendiz, se llama igual que el farero y se sumerge en un juego ambiguo de parejas y dobles. Robert Pattinson nos convence de que es buen actor cuando el papel lo es, y quiere compartir La Luz con el que a veces es su maestro, otras su señor, otras su padre, todas las noches cocinero irregular del mismo bacalao ahumado. Pero parece que no lo conseguirá, por mucho que friegue y muchas escaleras que suba. No hay descanso físico ni mental en los días de ambos hombres, ni para el espectador, que no puede apartar la vista de los profusos primeros planos, barnizados con varias capas de expresionismo. Añadiendo una fotografía portentosa merecidamente nominada o premiada en los repartos anuales de la industria. 
No solo la imagen construye el drama. Los sonidos del mar inundan la pantalla. Nada bueno puede pasar. Los chillidos de las gaviotas, que a falta de rubias a quienes picotear, se ceban en el joven ex leñador de pasado oscuro. Las olas hostiles chocando con las rocas en un paisaje costero desolador en invierno y en verano. La cronología se difumina. La soledad en compañía terrorífica borra la línea entre lo real y lo onírico; una propuesta clara en este sentido. Quizá los únicos momentos anclados al suelo sean las primeras cenas, antes de que el alcohol despliegue sus vapores de pesadilla. 
Desde las primeras escenas, el farero parece hablar en verso. Una investigación somera nos remite, no solo a Melville, sino a sus secuaces Poe y Lovecraft. Los parlamentos verborreicos que no impresionan al inicialmente indiferente aprendiz hacen un efecto progresivo en el ánimo, y la gabarra que debiera acudir para reponer víveres y relevarles de su turno nunca llega. 
Pero esta confrontación ascendente no es en absoluto inesperada. El contexto quizá  demasiado propicio, el ambiente alucinante y alucinatorio, plenamente claustrofóbico posibilita una lectura contemporánea de la historia. Esta puede entenderse como un catálogo de masculinidades tóxicas (que son todas, como afirmaba un tuitero flagelante hace unos días), nada sorprendentes pero menos expresivas que un par de ciervos en plena berrea. Por poner un ejemplo. Ya sabemos que en estas luchas testosterónicas solo puede quedar uno, o ninguno. Con o sin botellas de ron enterradas en la arena. 

EL FARO
Título original: The Lighthouse
Año: 2019
Dirección: Robert Eggers
Guion: Robert Eggers, Max Eggers
Música: Mark Korven
Fotografía: Jarin Blaschke (B&W)
Reparto: Willem Dafoe, Robert Pattinson
Producción: EEUU-Canadá
Duración: 110 minutos

domingo, 26 de enero de 2020

EL COLGAJO, de Philippe Lançon

No quería novelar mi experiencia. Tenía que controlar la literaturización. Son dos de los objetivos, que el narrador se marca, y que, como vamos a ver, alcanza a veces, sin que sea necesariamente perjudicial para la historia. 
El pasado 7 de enero se cumplían cinco años del atentado islamista contra el semanario satírico Charlie Hebdo, y en octubre pasado se editó en castellano El colgajo (Le lambeau, en francés), la remembranza de uno de los supervivientes, el periodista y crítico Philippe Lançon. Un texto sorprendente en muchos aspectos que rebosa los moldes  del subgénero "historias de superación y supervivencia". Una peripecia vital desgraciadamente compartida por cada vez más personas, con una propuesta alejada del arquetipo de héroe/antihéroe/víctima que deja en manos de otro la composición y narración de su historia, con vistas a exaltar la emotividad del lector y optar a un contrato cinematográfico. Consecuencia lógica del aumento de la violencia terrorista en Occidente es la transformación de esas experiencias individuales en libros, películas y obras de teatro. Sin ir más lejos, la temporada pasada, los espectadores madrileños tuvieron ocasión de contrastar perspectivas y maneras dramáticas en funciones como La Golondrina, de Guillem Clúa, o Espejo de víctima, de Ignacio Martínez Del Moral. Y estos días, Atentado, de Félix Estaire.
La distancia y el desinterés por todo esto se hace patente ya desde el título. Una elección que anticipa el tono de la obra, absolutamente fundamental y selectivo en sus receptores. La metáfora del colgajo fusiona los dos mundos en los que el autor/narrador se va a mover durante nueve meses de su vida: la cirugía especializada, tan ajena a él como propia es la cultura y el arte en su más amplio espectro. Así, la técnica que le devuelve la posibilidad de un mentón y de un rostro se hermana con los versos de Jean Racine, el gran trágico francés, para construir un relato fascinante en el que el hecho luctuoso solo es el punto de partida. 
Mientras seguimos esperando que la autoficción empiece a dar sus últimos coletazos, Lançon despacha más de cuatrocientas páginas de autobiografía a la antigua usanza. Sin ánimo alguno de hacer literatura con ella, si bien ha de entenderse como huida del artificio, de la banalización, del edulcorante, de la hipérbole, de las selecciones del Reader´s Digest, en definitiva. Su firme propósito en este sentido ha resultado ser un ejemplo de cómo una crónica de sucesos puede transformarse en literatura de primera división rescatando básicos como la forma, el tono y unos personajes sobresalientes. Descartando cualquier ápice de heroísmo de sobremesa y logrando con maestría, buscada o no, el difícil equilibrio entre la crudeza descriptiva y la asepsia narrativa. Con precisión quirúrgica, que diría el tópico, 
El autor/protagonista/narrador no puede encajar mejor en la silueta de intelectual francés que suele rondar la cinematografía vecina y que se deleita en conversaciones de alto standing mientras marida una buena añada de tinto con un surtido de queso. Hay decenas de ejemplos, uno de los más recientes, Dobles vidas (2018), de Olivier Assayas. Tanta coincidencia estereotípica a veces nos hace sonreír y puede alejar en cierta manera la empatía que todo relato de este tipo necesita. Lançon exhibe un bagaje (el galicismo es pertinente) apabullante en todos los ámbitos artísticos. Colaborador ocasional en Charlie, y crítico en Liberátion, representa un tipo de periodismo casi extinguido. Esta es la verdadera novedad y aliciente de la lectura. Muy consciente de ello, dedica numerosas líneas a la reflexión y al análisis casi psicoanalítico acerca de los beneficios que su fondo de armario cultural le proporciona en el trago humano, demasiado humano de haberse degradado solo en un cuerpo herido. Es esta una de las claves del relato. Se dice que la filosofía, entendida como la necesidad del individuo de inquirir acerca de su existencia, surge una vez las necesidades físicas más perentorias están razonablemente cubiertas. El conocimiento nos surte de más preguntas que de respuestas, como todo investigador sabe, y lleva inevitablemente a la infelicidad y a la insatisfacción si nos ponemos en modo romántico obsesivo. ¿Mejor no saber, entonces? En una situación que escapa a nuestro dominio, ¿mejor entregarse al otro que sabe? En uno de los mejores y más sinceros pasajes del relato, el exhausto protagonista se apena de los que están pasando por lo mismo que él pero que no pueden encontrar resuello en Proust, Bach o Kafka, sus tres ángeles de la guarda. Seres que se arrastran por pasillos, salas y parques, anestesiados por la televisión. Él, como buen intelectual francés, disfruta de la compañía de numerosos amigos, amigas y ex parejas que le sacan al teatro, a exposiciones, a pasear por los exteriores del hospital, que no es uno cualquiera, sino Los Inválidos, y a pesar de todo eso, apenas sobrelleva el sufrimiento físico y mental de verse convertido en un ser muñequizado que va de mano en mano, de quirófano en quirófano.  Y a pesar de la fenomenal galería de secundarios, literariamente hablando, del que dispone. Alguien que se acerque a esta historia con ánimo identificativo, se sorprenderá del grado de conexión médico-paciente, ampliamente diseccionado en páginas enteras. Y de la afinidad personal y de formación del paciente con sus cirujanos, enfermeras y aledaños. No hay cabida en su microcosmos para iletrados o lectores del Paris Match. Un punto a favor de la Assistance Publique, a la que el protagonista dedica honestos elogios y breves denuncias de su deterioro, lastrada por los recortes y salvada por su personal, como es norma en Europa desde hace ya demasiado tiempo. 

EL COLGAJO, de Philippe Lançon. Traducción de Juan de Sola. Anagrama (Panorama de Narrativas). 2019.