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domingo, 11 de noviembre de 2018

PATRICK MELROSE, POBRE NIÑO RICO

Sky Tv existe. Para muchos dejó de ser una plataforma clandestina los días en los que la estación de Cercanías de Sol estuvo empapelada con su cabeza de cartel para la temporada televisiva. Patrick Melrose, o Benedict Cumberbatch recreando a un drogadicto no tan funcional como en anteriores ocasiones. Estrenada en España el 18 de septiembre, bien merece un vistazo. Cinco único episodios de duración y estructura bien medidas, que condensan los cinco tomos de la autobiografía del aristocrático escritor británico Edward St.Aubyn. La amarguísima infancia, juventud y primera madurez se muestra como una suerte de sórdido reverso de Downton Abbey,  alternando épocas y espacios muy diversos y distantes. El público obrero siempre se ha deleitado con las desgracias de los ricos, que también lloran pero lo disimulan mejor. El principal escollo que ha solventado un guion brillante es el de la probable falta de empatía hacia las desventuras de Patrick, que exhibe en los primeros capítulos una prodigalidad pecuniaria y una falta de conocimiento del prójimo muy propia de los de su clase. A pesar de los obstáculos que le pone la existencia. 
La familia es la segunda causa de trauma después de la guerra, dijo alguien. El clan Melrose se gradúa summa cum laude en esta tarea ingrata. La relación padre-hijo es sin duda el tema que vértebra las cinco partes de la historia, por lo demás cuidadosamente diferenciadas. Cada capítulo evoca una década con densidad y detallismo, desde la misma cabecera. La ambientación sobresaliente del tremendo Bronx de los ochenta, la psicodelia sesentera, la atocinada Provenza estival o el fin de milenio londinense está al servicio de una secuenciación narrativa en la que el protagonista va reelaborando su historia desde su poco mullido presente. Hijo único de una pareja de sociópatas que dedican su vida a representar el papel del rico, cultivado, filántropo británico de clase alta que sustituyen el psicoanalista de sus contemporáneos neoyorquinos por cruentas sesiones de esgrima verbal, enjuagadas las heridas con alcoholes y sesiones de música clásica. Lo que en la condesa viuda de Grantham era mala baba destilada, pura ironía de las islas, aquí son dagas que solo buscan el daño. Y todo sin dejar que los asados se enfríen.
Las elipsis terribles de los veranos franceses de Patrick son sencillamente sobrecogedoras. Todos esos recuerdos conforman uno de los retratos más certeros que se han hecho del sadismo últimamente. Jennifer Jason Leigh, felizmente de vuelta, encarna a la madre anulada de Patrick, una rica heredera estadounidense que se casa por aburrimiento y que se limita a ver, oír, callar, beber y volcar sus afectos en desconocidos, que es mucho más aséptico. Hugo Weaving como el padre, remueve las entrañas como encarnación de la vileza, de la mezquindad, de la maldad llana. Y sin embargo, las contradicciones de la dimensión emocional que nos hace humanos laten en todos los episodios. A pesar de todo, su muerte no consuela al hijo, que solo es capaz de relacionar su infierno infantil con su deambular cotidiano cuando su propia familia le abandona.
Llegados a este punto, uno solo desea que Zola no tuviera razón, y que el pobre hombre rico que maneja modélicamente los verbos sumergirse y derrumbarse en su literalidad y en su metáfora, sea capaz de sobreponerse a los determinismos sociales y genético. Vale la pena comprobarlo.