La
irrupción de Stranger
Things hace dos veranos
fue entusiásticamente recibida por todos aquellos treinta y que han
hecho de mirar hacia atrás sin ira una forma de vida. Lo tenía
todo. Un festival de recuerdos idealizados y prestados de aquellos,
nosotros, que se dejaron colonizar mansamente por el construcción
estadounidense de la infancia. Aquellos, nosotros, miraban con
misericordia a sus ascendientes, que en las reuniones familiares
evocaban la televisión en blanco y negro, a la vez que adoptaban
como generacionales los veranos yanquis en bicicleta, con sus tardes
de pesca, sus aventuras en minas abandonadas, sus contactos
extraterrestres. Todo mucho más estimulante que las horas al sol en
Torrevieja, Alicante, al cuidado de la tía Enriqueta. La EGB se ha
sacralizado, y la pugna con los millenials es desigual; a saber qué
podrán rescatar ellos sin buscar en Youtube. Por eso, las
expectativas generadas por la nueva tanda de episodios era grande, y
así la trabajó Netflix en la publicidad que inundó el transporte
público, solo accesible para los conocedores del Upside Down. (Los
demás seguirán pensando que los operarios colocaron los carteles al
revés). Los hermanos Duffer, demasiado jóvenes para haber asistido
en directo a los hitos del cine que recrean, han tomado la idea de
“lector ideal” de la estética de la recepción, y se han
confeccionado un espectador a medida. Con una primera temporada
sorprendente en su fidelidad a los clásicos, cautivaron a los que
buscaban razones para evocar sus primeros años como un paraíso. En
estos tiempos de oda al sucedáneo, daba mucho más miedo el
Demogorgon que la obsesión de Richard Dreyfuss por la Torre del
Diablo.
Así
pues, abandonado el período estival de emisión, que no concordaba
con las tramas desarrolladas en pleno curso escolar, la segunda
temporada nos ha dado más, mucho más, pero no mejor. Culpa de las
expectativas. Al igual que vimos en otras series de aquí, tipo El
Ministerio del Tiempo, la referencialidad y vertientes pueden ser una
plaga. Los seguidores de los preadolescentes de Hawkins seguramente
celebraron con mayor alborozo el episodio de Halloween, ahora que ya
está dentro de nuestro calendario, con toda justicia, justo entre el
Oktobertfest y el Adviento. Más dudosa en su adecuado entendimiento
ha sido la evolución de Eleven, personaje icónico que ha puesto de
relieve cómo cambian los tiempos, y qué significaba tener trece
años hace treinta, y tenerlos ahora. Homenajeando al racionalismo,
resultó que antes de Once había otros diez pequeños seres víctimas
de la experimentación y de la numeración cardinal, y alguno de
ellos, más ellas que ellos, exponencialmente peligrosos. La
anagnórisis de Eleven, esperada desde el primer episodio, devino en
una enloquecida alegoría punk difícil de asumir para los que
seguían viendo a Los
Goonies en la adorable
no-dentadura de Justin. No era necesaria tanta sombra de ojos para
ilustrar su lado oscuro. Tampoco lo era sus sustitución por la mala
pero buena pelirroja del monopatín, que no ha conseguido enamorar a
nadie. Pero la extrañeza cotidiana no descansa, y confirmada está
ya una tercera temporada.
Es
conveniente preguntarse por qué, ya que uno decide entregarse a
devaneos nostálgicos, no echa mano de los suyos. El mensaje único
que los productos estadounidenses ofrecen, en los ochenta y hoy, es
el de la importancia de la familia. Hasta cierta edad, claro. Hasta
Will se graduará y dejará a su poco equilibrada madre redecorando
las paredes de su casa, y las habitaciones de sus amigos tienen todas
las papeletas para ser transformadas en gimnasios. Las madres
españolas, sin embargo,no saben lo que es el síndrome del nido
vacío. Habría que ir aceptando que nuestra infancia no estuvo
marcada por conspiraciones en el bosque del pueblo, sino por la
neolengua de Chiquito de la Calzada, mucho más extraterrestre que
ET,
el gigante de Super 8
y todos los Demogorgon juntos.
De
la nostalgia del sucedáneo que decolora tiempos añejos hablaremos
otro día. O cómo las redes enloquecen con una pareja de post
adolescentes entonando la canción de La
La Land.
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