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domingo, 10 de diciembre de 2017

STRANGER NOSTALGIA




La irrupción de Stranger Things hace dos veranos fue entusiásticamente recibida por todos aquellos treinta y que han hecho de mirar hacia atrás sin ira una forma de vida. Lo tenía todo. Un festival de recuerdos idealizados y prestados de aquellos, nosotros, que se dejaron colonizar mansamente por el construcción estadounidense de la infancia. Aquellos, nosotros, miraban con misericordia a sus ascendientes, que en las reuniones familiares evocaban la televisión en blanco y negro, a la vez que adoptaban como generacionales los veranos yanquis en bicicleta, con sus tardes de pesca, sus aventuras en minas abandonadas, sus contactos extraterrestres. Todo mucho más estimulante que las horas al sol en Torrevieja, Alicante, al cuidado de la tía Enriqueta. La EGB se ha sacralizado, y la pugna con los millenials es desigual; a saber qué podrán rescatar ellos sin buscar en Youtube. Por eso, las expectativas generadas por la nueva tanda de episodios era grande, y así la trabajó Netflix en la publicidad que inundó el transporte público, solo accesible para los conocedores del Upside Down. (Los demás seguirán pensando que los operarios colocaron los carteles al revés). Los hermanos Duffer, demasiado jóvenes para haber asistido en directo a los hitos del cine que recrean, han tomado la idea de “lector ideal” de la estética de la recepción, y se han confeccionado un espectador a medida. Con una primera temporada sorprendente en su fidelidad a los clásicos, cautivaron a los que buscaban razones para evocar sus primeros años como un paraíso. En estos tiempos de oda al sucedáneo, daba mucho más miedo el Demogorgon que la obsesión de Richard Dreyfuss por la Torre del Diablo.
Así pues, abandonado el período estival de emisión, que no concordaba con las tramas desarrolladas en pleno curso escolar, la segunda temporada nos ha dado más, mucho más, pero no mejor. Culpa de las expectativas. Al igual que vimos en otras series de aquí, tipo El Ministerio del Tiempo, la referencialidad y vertientes pueden ser una plaga. Los seguidores de los preadolescentes de Hawkins seguramente celebraron con mayor alborozo el episodio de Halloween, ahora que ya está dentro de nuestro calendario, con toda justicia, justo entre el Oktobertfest y el Adviento. Más dudosa en su adecuado entendimiento ha sido la evolución de Eleven, personaje icónico que ha puesto de relieve cómo cambian los tiempos, y qué significaba tener trece años hace treinta, y tenerlos ahora. Homenajeando al racionalismo, resultó que antes de Once había otros diez pequeños seres víctimas de la experimentación y de la numeración cardinal, y alguno de ellos, más ellas que ellos, exponencialmente peligrosos. La anagnórisis de Eleven, esperada desde el primer episodio, devino en una enloquecida alegoría punk difícil de asumir para los que seguían viendo a Los Goonies en la adorable no-dentadura de Justin. No era necesaria tanta sombra de ojos para ilustrar su lado oscuro. Tampoco lo era sus sustitución por la mala pero buena pelirroja del monopatín, que no ha conseguido enamorar a nadie. Pero la extrañeza cotidiana no descansa, y confirmada está ya una tercera temporada.
Es conveniente preguntarse por qué, ya que uno decide entregarse a devaneos nostálgicos, no echa mano de los suyos. El mensaje único que los productos estadounidenses ofrecen, en los ochenta y hoy, es el de la importancia de la familia. Hasta cierta edad, claro. Hasta Will se graduará y dejará a su poco equilibrada madre redecorando las paredes de su casa, y las habitaciones de sus amigos tienen todas las papeletas para ser transformadas en gimnasios. Las madres españolas, sin embargo,no saben lo que es el síndrome del nido vacío. Habría que ir aceptando que nuestra infancia no estuvo marcada por conspiraciones en el bosque del pueblo, sino por la neolengua de Chiquito de la Calzada, mucho más extraterrestre que ET, el gigante de Super 8 y todos los Demogorgon juntos.


De la nostalgia del sucedáneo que decolora tiempos añejos hablaremos otro día. O cómo las redes enloquecen con una pareja de post adolescentes entonando la canción de La La Land.

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