Coinciden, últimos días en la cartelera, dos maneras opuestas de afrontar la vejez, decrepitud, degeneración. Una tragedia existencial frente a una comedia existencialista. La idea del cine como pretexto, y del cine como fin. Un enloquecido auto homenaje por haber finalizado la película más tortuosa de la historia, frente a una autenticidad refulgente en envase pequeño. Son El hombre que mató a Don Quijote, y Lucky.
Lucky es un anciano veterano de la segunda guerra mundial que se ha hecho un hueco en su pequeñísimo ecosistema rural y en los afectos de sus habitantes. Sus rutinas diarias se ven quebradas una mañana cualquiera, con una anodina lipotimia después del yoga. Sentado junto a su médico de cabecera, la certeza de la mortalidad cae en él como una losa. Frente a la búsqueda (fracasada) de la inmortalidad quijotesca, Lucky se ve obligado a convivir con los sinsabores de la condición humana. En su película autobiográfica, Terry Gilliam dibuja a un anónimo zapatero que se convierte en Don Quijote por exigencias del guion y que termina poseído por su personaje igual que Bela Lugosi. Explotado turísticamente durante diez años y confinado en una caravana, consigue a un renuente escudero en forma de director de cine muy snob. Este doble tirabuzón con mortal hacia atrás impone una excesiva distancia, no solo con el original literario, inalcanzable, sino con el mismo espectador, que no llega nunca a identificar a los dos como la gran pareja de hecho que fueron para las letras. La primera "Buddy movie" de la historia. Cada vez que el vaquero enfurruñado de Harry Dean Stanton, en un testamento cinematográfico que querría cualquiera, entra en su bar, en su tienda, o recorre su calle, la cercanía es irremediable. Y es inevitable la conexión emocional, eso tan importante para atar a un espectador a la butaca. Acostumbrados como estamos a los villanos, los cínicos, los sociópatas y los trastornados/traumatizados varios, puestos en valor protagónico por la narrativa contemporánea, Lucky nos remite a esos caracteres galdosianos hechos como la repostería, con cariño. A lo largo de más de dos horas de metraje, ninguna sentencia es digna de mención en El hombre que mató a Don Quijote. La película de David Carrol Lynch no está manca de ellas. La eterna discusión, perdida de antemano, de un nonagenario ateo, folclórico rasgo en el Medio Oeste, con los paisanos que le respetan pero no le entienden. Los reproches a un amigo que ha perdido a su estrafalario compañero de vida. La conmovedora fiesta mexicana. Todo condensado en una frase: "Alone is not lonely". Tremenda verdad.
El existencialismo ateo, el bueno, ya nos dijo que fuimos arrojados al mundo, y que a partir de ahí, era nuestra tarea bregar con las circunstancias, y con la muy pesada carga de la libertad individual. Elegir es incómodo y sobrellevar la presión de lo ajeno más. La existencia es caos y paradoja, y ahí los fuegos artificiales de Gilliam sí que lucen. Mantenerse fiel a sí mismo en medio de desorden y de las veletas es algo que dominan el caballero de La Mancha y el cowboy. Crepusculares ambos, intentan burlar a la Parca con los medios que tienen a su alcance. Un vitalismo dispar pero complementario. El ex zapatero transmutado en hidalgo necesita sentir literalmente los golpetazos de la vida. El vaquero busca la confrontación dialéctica y se aleja del deterioro cognitivo siguiendo los concursos de la tele. Carece de una Dulcinea pero no de las camareras del diner donde va a tomar café cada mañana. Hay que escoger. David Lynch ya lo ha hecho.