El segundo trabajo de Robert Eggers no pasa el test de Bechdel. No confundir con Al faro, de Woolf, que tampoco lo pasaría. Un leve obstáculo para el devenir de la breve pero intensa convivencia entre el operario titular de un faro enclavado en algún punto de las costas de Nueva Inglaterra y su aprendiz, formulada en un hiperestético blanco y negro. A cambio, supone una muestra clarividente de lo que significa "cine de autor", en el sentido más francés del término. Un director y guionista que ya avanzaba en su ópera prima (The Witch, 2015) algunas de sus preferencias temáticas, estilísticas y espaciales encuentra en los diarios de Herman Melville el catalizador perfecto para invitarnos a su festival de referencias, unas más wikipédicas que otras.
El tema del faro y su simbolismo sustancioso es antiguo en el arte y la literatura. Aquí, La Luz que guía e ilumina lo hace de manera literal y nada epidérmica. Su fulgor quema y traspasa las almas de los pobres seres perdidos, que,como el farero viejo lobo de mar interpretado excelsamente por Willem Dafoe, se han dejado cautivar. El aprendiz, se llama igual que el farero y se sumerge en un juego ambiguo de parejas y dobles. Robert Pattinson nos convence de que es buen actor cuando el papel lo es, y quiere compartir La Luz con el que a veces es su maestro, otras su señor, otras su padre, todas las noches cocinero irregular del mismo bacalao ahumado. Pero parece que no lo conseguirá, por mucho que friegue y muchas escaleras que suba. No hay descanso físico ni mental en los días de ambos hombres, ni para el espectador, que no puede apartar la vista de los profusos primeros planos, barnizados con varias capas de expresionismo. Añadiendo una fotografía portentosa merecidamente nominada o premiada en los repartos anuales de la industria.
No solo la imagen construye el drama. Los sonidos del mar inundan la pantalla. Nada bueno puede pasar. Los chillidos de las gaviotas, que a falta de rubias a quienes picotear, se ceban en el joven ex leñador de pasado oscuro. Las olas hostiles chocando con las rocas en un paisaje costero desolador en invierno y en verano. La cronología se difumina. La soledad en compañía terrorífica borra la línea entre lo real y lo onírico; una propuesta clara en este sentido. Quizá los únicos momentos anclados al suelo sean las primeras cenas, antes de que el alcohol despliegue sus vapores de pesadilla.
Desde las primeras escenas, el farero parece hablar en verso. Una investigación somera nos remite, no solo a Melville, sino a sus secuaces Poe y Lovecraft. Los parlamentos verborreicos que no impresionan al inicialmente indiferente aprendiz hacen un efecto progresivo en el ánimo, y la gabarra que debiera acudir para reponer víveres y relevarles de su turno nunca llega.
Pero esta confrontación ascendente no es en absoluto inesperada. El contexto quizá demasiado propicio, el ambiente alucinante y alucinatorio, plenamente claustrofóbico posibilita una lectura contemporánea de la historia. Esta puede entenderse como un catálogo de masculinidades tóxicas (que son todas, como afirmaba un tuitero flagelante hace unos días), nada sorprendentes pero menos expresivas que un par de ciervos en plena berrea. Por poner un ejemplo. Ya sabemos que en estas luchas testosterónicas solo puede quedar uno, o ninguno. Con o sin botellas de ron enterradas en la arena.
EL FARO
Título original: The Lighthouse
Año: 2019
Dirección: Robert Eggers
Guion: Robert Eggers, Max Eggers
Música: Mark Korven
Fotografía: Jarin Blaschke (B&W)
Reparto: Willem Dafoe, Robert Pattinson
Producción: EEUU-Canadá
Duración: 110 minutos