La apuesta de Jonás Trueba es radical solo en su duración, convenientemente segmentada en tres actos con dos intermedios de cinco minutos cada uno igualmente adecuados para una visita al baño que para el comentario y la reflexión que propone el autor director al inicio de la cinta. Los más previsibles apriorismos con los que comparar se desmoronan casi entonces. Quién lo impide no es Boyhood ni quiere serlo. Tampoco se ajusta al molde del documental, por más que las escasas críticas tengan necesidad de encuadrarla en algún lado. Una obra tan ambiciosa llamada a ser la "película-río" de la generación Centenniall o "blandita", como dicen algunos con mala baba por fuerza ha de ofrecer un discurso variado en técnicas y recovecos. El comienzo y el final con sendas videoconferencias como signo de los tiempos amarran la propuesta en un verismo inapelable, pero la escena inicial en la que el director demiurgo da indicaciones acerca de cómo recrear un grupo de mediación con situaciones ficticias es una buena pista. En este sentido, cabe recordar La clase (Dans les murs) de Laurent Cantet como ejemplo. O la obra teatral Future Lovers de la compañía La Tristura, en una visión más de realismo poetizado de las cuitas de estudiantes del primer mundo.
Trueba proporciona momentos de gran calidad narrativa (tiempo tiene para ello), y los combina con gran acierto con secuencias en las que los actores/participantes comentan las imágenes de sí mismo como si estuvieran en un visionado preestreno o incluso leyendo el guion con acotaciones incluidas. En otros momentos es el mismo director el que describe lo que el espectador está viendo. La sensación de azoramiento que transmiten los jóvenes protagonistas al verse a sí mismos es realmente auténtica.
Lo cierto es que Jonás Trueba apuesta con caballo ganador. La sociedad adulta siente que está en deuda con las últimas generaciones, y tiende a disculparse y a disculparles a la menor ocasion. La culpa es del sistema educativo siempre, del capitalismo o del neocapitalismo o del liberalismo o de la redes sociales que fagocitan sus mentes en formaciòn, o de los endiablados horarios laborales que obstaculizan la fluida comunicación familiar. Por eso la recepción de esta propuesta ha de ser necesariamente dispar entre los que no tienen adolescentes en su entorno, los que los tienen pero de uno en uno o de dos en dos y los que trabajan con ellos en grupos de treinta. Los adultos de los dos primeros casos salen de la sala con la satisfacción del deber cumplido. Ya entienden a la chavalada. Han confirmado que en algunos sigue viva la chispa de la rebeldía, que aún quieren cambiar el mundo. Que pueden sentarse a hablar de política en una mesa camilla. Se enternecen al comprobar que hay cosas que no cambian, como las primeras sutilezas del amor o los clandestinos encuentros alcohólicos en los viajes de fin de curso. Los adultos pertenecientes al tercer colectivo quizá, solo quizá, concluyan algo diferente.
Se darán cuenta de lo importante que es la selección de participantes. Los adolescentes seleccionados pertenecen a tres institutos de educación secundaria públicos (se agradece la confianza), y eso ya es una toma de postura. Como también lo es la variedad estética de algunos de los chicos y chicas, que sean músicos, lectores impenitentes, y que dos de esos institutos sean de lo mejorcito de la red pública, lo que permite esos veraces momentos de debate en los mismos recintos educativos o de reflexión en el dormitorio, ese castillo inexpugnable.
También apreciará qué ocurre cuando al adolescente se le da ese espacio tan exigido de libertad de expresión, espacio desde luego no extirpado en las aulas por más que desde fuera se haga ver lo contrario. Cuando el adolescente obtiene ese espacio, resulta que se se expresa con frases sin terminar, afirma que la Ilustración no ha llegado a España, que vivimos en una pseudodictadura, o confunde en una visita cultural sintoísmo con sionismo y nadie osa corregirles. Cómo osar.
Hoy por hoy, las opiniones adolescentes tienden a ser despreciadas por una parte, y a ser sacralizadas por otra. La contraargumentación razonada no cabe, el argumento de autoridad se confunde con autoritarismo, como tantas otras cosas, Del mismo modo, al cabo de las horas de ver a juventud airada se termina extrapolando lo que se ve con el conjunto de ese segmento de edad en general, olvidando que, ya sea documental, falso documental, documental ficcionado o ficción sin más, ha habido un cásting.
Quién lo impide es el himno que se entona durante el tercer acto, de explosiva catarsis en otro espacio pública de expresión de esos que dicen que no hay. Cantar y gritar que quién impide conseguir tus sueños es la única concesión al mr wonderfulismo en una obra con aristas. Pero llegó la pandemia y todo ha de ser reformulado. En medio de una parálisis inédita de los gigantescos engranajes del mundo, Zoom es la única vía de contacto, y es ahí donde emergen con mas intensidad las incertidumbres y las incredulidades. Esos momentos de por qué me está pasando esto a mí son de lo mejor de la película. Jonás Trueba aprovecha con maestría la coyuntura para mostrar de verdad la indefensión de sus protagonistas, que ahora sí tienen quien impida sus sueños.
TÍTULO: Quién lo impide
AÑO: 2021
DURACIÓN: 220 minutos
DIRECCIÓN: Jonás Trueba
GUION: Jonás Trueba
MÚSICA: Rafael Berrio, Alberto González, Andrei Mazga, Pablo Gavira.
FOTOGRAFÍA: Jonás Trueba
REPARTO: Candela Recio, Pablo Hoyos, Silvio Aguilar, Pablo Gavira, Claudia Navarro, Rony-Michelle Pinzaru.
PRODUCTORA: Los ilusos Films.
Premio a la Mejor interpretación de reparto y Premio Feroz Zinemaldía.