cabra

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sábado, 17 de febrero de 2024

SERIES: BEEF (BRONCA)

Ante todo, agradecer al departamento que corresponda su velar por la lengua castellana al traducir el título. Todos los jóvenes espectadores que han contemplado "beefs" virtuales entre individuos pertenecientes a las muy variadas subespecies de internet ya tienen sello de autoridad para recuperar la castiza palabra. 
El resto, en efecto, asiste atónito a una tremenda escalada de hostilidades surgida tras un incidente de tráfico en las calles de Los Ángeles, ciudad incaminable donde las haya. Un juego de dominó perverso en el que todas las fichas caen y hacen caer con la evidente pregunta que revolotea: ¿Pero cómo es posible que se haya llegado a esto? Es fácil olvidar quién empezó.
Amy y Danny son el anverso y el reverso de un mismo proceso de alienación cultural. Hijos de la inmigración coreana, depositarios ambos de las muy altas expectativas familiares, el fruto de su emprendimiento ha sido dispar. Amy, empresaria de plantas de interior, conduce un SUV blanco y reside en uno de los municipios californianos preferidos por la farándula. Está casada con el hijo de un famoso creador japonés, un nepobaby de manual que no ha heredado el talento paterno y se tortura por haber priorizado el negocio a la familia.  Danny pelea para evitar la quiebra de su empresa de reformas a bordo de su furgo roja de trabajo. Vive con su hermano cryptobro en el motel que abandonaron sus padres al regresar a Corea. El ladrillo y las plantas, lo material y lo etéreo y el dinero en el centro, como corresponde al contexto. El contraste prende la mecha pero la frustración vital es compartida. El día de furia es también compartido y ya no privativo del hombre blanco Michael Douglas. 
El director y guionista Lee Sung Jin recrea un incidente propio y se alía con la productora de moda A24 para ofrecer un producto estéticamente ambicioso y muy cercano a los grandes éxitos de la empresa (Euphoria, Todo a la vez en todas partes). La vocación autoral está muy presente desde los ilustrados títulos de crédito en todo el sentido de la palabra, con imágenes referenciales y citas literarias alusivas

a la trama de cada episodio. Y una alucinante y tenebrista banda sonora. 
Se mezclan en el cóctel temas perennes pasados por el tamiz del desquicie contemporáneo:  la alienación del capitalismo liberal, la crisis de la mediana edad, la lucha de clases, el choque cultural, demostrando que no, no salimos mejores de la pandemia. El tono, dependiendo de nuestra confianza en la capacidad de reinserción del ser humano, va oscilando entre la miniserie postapocalíptica, el retrato costumbrista de una sociedad dominada por el cortisol, o el thriller existencialista. Sus intenciones de comedia negra se dispersan enseguida, y la orgía de sangre del penúltimo episodio, que recuerda a las tradicionales de Juego de Tronos, no ayuda. El club de las sonrisas fingidas, muy recurrentes en la expresión gestual de todos los personajes muta en el de las sonrisas congeladas. Sí brilla la construcción de los personajes secundarios,  que aquilatan las personalidades principales, y conforman una galería certera de arquetipos contemporáneos: el nepobaby, la rica insoportable, el ama de casa aburrida, la suegra metomentodo, el hermano criptobro, la ex con familia perfecta. En esta sinfonía enloquecida, la subtrama de la parroquia y el alucinatorio par de episodios finales dan el toque justo de disonancia. 
Una ensalada de microviolencias  y grotescas microvenganzas aderezada con un irregular aliño de sátira e hipérbole, y el siempre pertinente recordatorio de las redes como combustible del odio que ha resultado ganadora en lo clásico y en lo actual. Tres Globos de Oro y la prestigiosa etiqueta de “es tan buena que no parece de Netflix”.