cabra

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lunes, 20 de marzo de 2017

La hora de clase

Hemos crecido con ellos. Profesores carismáticos que se ganan a un auditorio renuente a base de personalidad, atractivo y conocimientos enciclopédicos de lo suyo. Que establecen una conexión casi mental con sus alumnos, o con algunos de ellos. Quién no se ha cruzado con alguno cuando calentaba pupitre, en el colegio, en el instituto, o en la universidad, o se ha imaginado participando en una clase de ficción, escuchando con arrobo a esos docentes de película, siempre de materias humanísticas, que dan más juego. Leyendo esta oda a la clase magistral que escribe el profesor Recalcati, he recordado especialmente a uno de los míos, igual de ducho que el italiano en el psicoanálisis aplicado. Un catedrático de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico cuya explicación de Hamlet y Frankenstein hicieron que hordas de veinteañeros (¡caribeños!) agotaran las ediciones de Lacan, Jung, y de rebote, Derrida, en las librerías del barrio.
Pero hace ya demasiado tiempo de eso, y la nostalgia no es buena, aunque está de moda. La hora de clase, inteligentemente subtitulada “por una erótica de la enseñanza”, es un bien armado ejercicio de nostalgia, defendido por un experto en educación y seguro excepcional docente. Un binomio casi nunca visto por nuestro maltratadísimo sistema educativo. Desde este doble prisma, el autor dibuja un mapa certero de los males que aquejan al noble arte, y ciertamente quijotesca experiencia de enseñar un saber en el siglo XXI. Constatamos entre suspiros que “mal de muchos, consuelo de tontos”, como decían las abuelas. Ya en el prólogo se ataca duramente la intrusión, que no inclusión, en las aulas del fervor tecnológico mal entendido, así como el escaso apoyo a la labor docente por parte de instituciones y familias. Ya estamos otra vez con las quejas, pensará el paciente lector. Pero no. No estamos ante un libro de reclamaciones, sino ante un minucioso trabajo de campo que radiografía el problema con el mejor instrumental psicoanálitico. Desde la primera parte del texto, Recalcati saca la artillería pesada y propone una clasificación interesante de los tipos de escuela, pasada y presente: Escuela-Edipo, Escuela- Narciso, Escuela- Telémaco. Conceptos elaborados desde el didactismo que no suponen obstáculo alguno para el lector poco avezado, que sí captará por entero el sentido de términos como “vides torcidas”, y otras resonancias a tiempos si no mejores, más fáciles de clasificar. Pasadas estas páginas, las ideas fluyen con rotundidad. Cómo no identificarse con el profesor veterano acosado por superiores que le obligan a convertir sus aulas en “examenderías”, a registrarlo absolutamente todo con parámetros medibles y cuantificables. A transmutarse en psicólogo en las tutorías y a bregar con padres y madres abrumados por los gurús de la nueva educación que les taladran con lo uno y su contrario, sin tiempo ni recursos para sentarse a solas con sus hijos. Acude el texto a autoridades reales y ficticias para apuntalar sus afirmaciones: Daniel Pennac y su Mal de escuela; el contradictorio William Stoner de John Williams. Hasta que llegamos a la razón de ser de la obra: la oda, que bien pudiera ser una elegía, a la hora de clase. Una hora que debiera dejar al alumno perplejo como el que escucha en Youtube a Roberto Benigni recitando a Dante. El libro mutado en cuerpo, el cuerpo en libro. El cuerpo del maestro emanando la erótica de la enseñanza. Algo al alcance de muy, muy pocos, y que hace tiempo dejó de ser suficiente. Algo hermoso de experimentar, y de escribir, pero, vaya, imposible de transmitir, y de explicar. Dice Recalcati que el secreto del maestro es “el estilo”. Ha de bastar que el maestro entre por la puerta. ¿Y qué es el estilo? ¿El porte, la voz, las dotes de comunicador? ¿Y la competencia brutal con el supersónico fragmentarismo audiovisual que consumen los destinatarios de sus mensajes? Nada acerca de cómo adquirir el estilo, amén de la experiencia. Seguimos en la penumbra entonces. Enseñar es dejar marca, la etimología manda, y eso no está al alcance de todos los maestros. Para él sí, como traslucen las anécdotas que jalonan esta última parte.
Huir de la mediocridad, provocada por la informática, según sus palabras, y convertir esa hora, y todas las de ese día, y todas las del curso, en momentos de transferencia total entre maestro, y alumno. Arrinconada esa desvaída competencia de Aprender a aprender, y obviada la transformación obligada del profesor de antaño en comercial de su producto, que debe saber vender cada día a un público generalmente hostil que no le da con la puerta en las narices porque está pensando si la reseña de ese libro estará en Internet.
Aunque la conexión existe, se han dado casos y están documentados.