Hemos crecido con ellos. Profesores carismáticos que se ganan a un
auditorio renuente a base de personalidad, atractivo y conocimientos
enciclopédicos de lo suyo. Que establecen una conexión casi mental con
sus alumnos, o con algunos de ellos. Quién no se ha cruzado con alguno
cuando calentaba pupitre, en el colegio, en el instituto, o en la
universidad, o se ha imaginado participando en una clase de ficción,
escuchando con arrobo a esos docentes de película, siempre de materias
humanísticas, que dan más juego. Leyendo esta oda a la clase magistral
que escribe el profesor Recalcati, he recordado especialmente a uno de
los míos, igual de ducho que el italiano en el psicoanálisis aplicado.
Un catedrático de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico
cuya explicación de Hamlet y Frankenstein hicieron que hordas de
veinteañeros (¡caribeños!) agotaran las ediciones de Lacan, Jung, y de
rebote, Derrida, en las librerías del barrio.
Pero hace ya demasiado tiempo de eso, y la nostalgia no es buena, aunque está de moda. La hora de clase, inteligentemente subtitulada “por una erótica de la enseñanza”, es
un bien armado ejercicio de nostalgia, defendido por un experto en
educación y seguro excepcional docente. Un binomio casi nunca visto por
nuestro maltratadísimo sistema educativo. Desde este doble prisma, el
autor dibuja un mapa certero de los males que aquejan al noble arte, y
ciertamente quijotesca experiencia de enseñar un saber en el siglo XXI.
Constatamos entre suspiros que “mal de muchos, consuelo de tontos”, como
decían las abuelas. Ya en el prólogo se ataca duramente la intrusión,
que no inclusión, en las aulas del fervor tecnológico mal entendido, así
como el escaso apoyo a la labor docente por parte de instituciones y
familias. Ya estamos otra vez con las quejas, pensará el paciente
lector. Pero no. No estamos ante un libro de reclamaciones, sino ante un
minucioso trabajo de campo que radiografía el problema con el mejor
instrumental psicoanálitico. Desde la primera parte del texto, Recalcati
saca la artillería pesada y propone una clasificación interesante de
los tipos de escuela, pasada y presente: Escuela-Edipo, Escuela-
Narciso, Escuela- Telémaco. Conceptos elaborados desde el didactismo que
no suponen obstáculo alguno para el lector poco avezado, que sí captará
por entero el sentido de términos como “vides torcidas”, y otras
resonancias a tiempos si no mejores, más fáciles de clasificar. Pasadas
estas páginas, las ideas fluyen con rotundidad. Cómo no identificarse
con el profesor veterano acosado por superiores que le obligan a
convertir sus aulas en “examenderías”, a registrarlo absolutamente todo
con parámetros medibles y cuantificables. A transmutarse en psicólogo en
las tutorías y a bregar con padres y madres abrumados por los gurús de
la nueva educación que les taladran con lo uno y su contrario, sin
tiempo ni recursos para sentarse a solas con sus hijos. Acude el texto a
autoridades reales y ficticias para apuntalar sus afirmaciones: Daniel
Pennac y su Mal de escuela; el contradictorio William Stoner de John Williams.
Hasta que llegamos a la razón de ser de la obra: la oda, que bien
pudiera ser una elegía, a la hora de clase. Una hora que debiera dejar
al alumno perplejo como el que escucha en Youtube a Roberto Benigni recitando a Dante.
El libro mutado en cuerpo, el cuerpo en libro. El cuerpo del maestro
emanando la erótica de la enseñanza. Algo al alcance de muy, muy pocos, y
que hace tiempo dejó de ser suficiente. Algo hermoso de experimentar, y
de escribir, pero, vaya, imposible de transmitir, y de explicar. Dice
Recalcati que el secreto del maestro es “el estilo”. Ha de bastar que el
maestro entre por la puerta. ¿Y qué es el estilo? ¿El porte, la voz,
las dotes de comunicador? ¿Y la competencia brutal con el supersónico
fragmentarismo audiovisual que consumen los destinatarios de sus
mensajes? Nada acerca de cómo adquirir el estilo, amén de la
experiencia. Seguimos en la penumbra entonces. Enseñar es dejar marca,
la etimología manda, y eso no está al alcance de todos los maestros.
Para él sí, como traslucen las anécdotas que jalonan esta última parte.
Huir de la mediocridad, provocada por la informática, según sus
palabras, y convertir esa hora, y todas las de ese día, y todas las del
curso, en momentos de transferencia total entre maestro, y alumno.
Arrinconada esa desvaída competencia de Aprender a aprender, y
obviada la transformación obligada del profesor de antaño en comercial
de su producto, que debe saber vender cada día a un público generalmente
hostil que no le da con la puerta en las narices porque está pensando
si la reseña de ese libro estará en Internet.
Aunque la conexión existe, se han dado casos y están documentados.