Una semana después de que el tío
Óscar premiara la diversidad concentrada en una sola película ,
sigue siendo llamativa la amplia gama de madres que hemos conocido en
esta temporada de cine.
La señora Harding y su derecho
inalienable al sueño americano vía filial nos recuerda de inmediato
a otro gran villano y padre de deportista: el señor Agassi, en la
estupenda biografía de su hijo André (Open, Duomo ediciones).
No deja de ser admirable la
perseverancia de algunos súbditos del imperio por desmontar su
propia mitografía. Si hace unas semanas se estrenaba con sigilo The
Florida Proyect, días después nos llegó esta biografía
semidocumental, con algo más de resonancia debido a la candidatura,
cristalizada, de Allison Janney como mejor actriz de reparto y a la
injustamente relegada Margot Robbie.
La truculenta historia marcó el inicio
de los años noventa y era cuestión de tiempo su llegada a las
pantallas. El director Craig Gillespie opta muy inteligentemente por
cargar las tintas en el tono de farsa surrealista que destilan las
entrevistas reales de los intervinientes en la maléfica trama. (En
este sentido, el cartel promocional del filme no deja lugar a dudas).
Es la crónica de una mentira, la de que cualquier estadounidense
puede llegar a lo más arriba desde lo más bajo, y sobre todo, la
radiografía de una sociedad que envuelve sus prejuicios en brillante
papel de regalo.
La otrora reina malvada introduce los
retazos más destacados de sus comienzos, su auge y su caída, sin
lamentaciones y con la distancia típica de los que ya no se lamen
las heridas ni observan cada día sus cicatrices. Aunque llega tarde
para reparar su imagen, el espectador de este siglo no puede evitar
eximirla de toda culpa, más aún tras la aparición en escena de su
archienemiga archiperfecta Nancy Kerrigan, la víctima de un
descacharrado plan digno de cualquier de las versiones de Fargo.
En este punto se impone la crítica
sociológica. Tonya, que asume ser parte de la “basura blanca”, y
Nancy, criada en la muy elitista, intelectual, demócrata y europea
Costa Este. Tonya se da cuenta por las malas de que el hacerse a sí
mismo tiene límites en cuanto a la mercadotecnia se refiere. Su
pública crucifixión era la consecuencia lógica de ser una chica
mala. Todo lo contrario a otros casos ejemplares de superación de la
adversidad a través del deporte más exigente. La gimnasta Simone
Biles, merecedora de todos los honores como deportista y como persona
sería la fotografía en color, y nuestra poco afortunada patinadora,
el blanco y negro.
Desde el punto de vista técnico, queda
claro desde el inicio de que no estamos ante un documental, sino ante
un trabajo de ficción excelentemente rodado. Las secuencias de
patinaje se suceden a un ritmo adictivo. La narración, perfectamente
medida, no decae jamás. Sin momento para el tedio, se van sucediendo
las apariciones de unos personajes tan de tebeo que sólo pueden
existir de verdad. La sonrisa se torna en mueca más de una vez (el
reencuentro de madre e hija tras el hecho), y, como contraste a las
diversas odas al periodismo que han jalonado el último cine, la
sutil pero ácida crítica a la noticia como alimento para las masas.
El plano último del televisor nutrido con el nuevo escándalo, la
rueda que nunca se detiene.