Siempre es interesante asistir a los cambios de tercio en cuestiones artísticas. Así es en el debut cinematográfico de la directora teatral Josie Rourke, que parece hecho a medida de los discursos mayoritarios de la post postmodernidad. Acerca de volver al pasado si de explicar el presente se trata. En este caso, en lugar de seguir la tendencia de rebuscar y rescatar modelos femeninos ejemplares para nuestros días(olvidados, obviados, eclipsados), o forzar la máquina imponiendo improbables personajes de mujeres fuertes en épocas pretéritas, echa mano de la Historia en letras grandes, poco necesitada de aderezos. María Estuardo siempre fue objeto de estudio cinéfilo, y ahí queda la interpretación de Katherine Hepburn. Isabel I ha sido aún más afortunada, merced a Cate Blanchett o a esa aparición de siete minutos que valió un Óscar para Judi Dench. Ambas dos el epítome del empoderamiento, sin saberlo. Dos mujeres con poder real, literalmente, y una manera dispar de ejercerlo, magnéticas cada una en su sentido, y parientes a distancia. Para presentar, o refrescar las dos biografías con claridad y nítidas intenciones, es clave el montaje en paralelo. Todo el metraje nos prepara para el primer encuentro entre las primas repartiendo sus apariciones de manera simétrica. Si bien María es la protagonista, a cada suceso acaecido en la corte escocesa le sucede otro en la inglesa, poniendo de manifiesto las diferencias de actitud ante la vida misma. María es joven, casi adolescente, impetuosa, un tanto radical y poco dada a los consejos. No desdeña su naturaleza y su máxima aspiración es concebir un heredero que le asegure ambas coronas. Una perspectiva menos revolucionaria que la de su prima. Isabel I, llamada La Reina Virgen, simboliza de manera más transparente las contradicciones que lastran el discurso feminista contemporáneo. Si María se lleva los parlamentos más pasionales y exaltados llamando a las armas y reivindicándose incesante, Isabel arrastra las dosis de realismo que da la edad y se muestra prisionera de una decisión que recuerda inevitablemente a la idea que se tenía de los políticos en la Grecia clásica, una renuncia a la esfera privada y la asunción de responsabilidades públicas como una suerte de sacerdocio. Isabel se autodenomina "hombre" en algunas ocasiones, y renuncia a la maternidad porque es la única forma de subvertir su naturaleza y que la tomen en serio como gobernante. Claramente nos evoca figuras poco dadas a ser estandartes de la causa, como Ángela Merkel, Margaret Thatcher o Christine Lagarde. Mujeres que mandan mucho en un mundo de hombres pero denostadas por masculinizadas. ¿En qué quedamos entonces? ¿La gobernanza femenina tiene cualidades intrínsecamente mejores?¿Quién es mejor ejemplo de empoderamiento? La amarga envidia que siente Isabel de la maternidad de su prima sea probablemente una decisión creativa, pero pone las cartas boca arriba.
La película deja claro además la insatisfacción y el progresivo cabreo de los gobernados masculinos de uno y otro bando, que se preguntan cómo ha llegado una época en la que han de vivir sujetos a los vaivenes propios de la condición femenina. No falta el predicador extremista, protestante esta vez, que contribuye a las insidias que, históricamente, dejaron a la pobre María Estuardo de promiscua para arriba. La venganza de la directora se materializa en la figura de su segundo marido, Lord Darnley, un auténtico pelele cautivo en su propio armario, y en Jacobo Estuardo, el hermanastro y posterior regente, que protagoniza una sonrojante escena (para la masculinidad en general), en la que renuncia a la conspiración solo porque su sobrino llevará su nombre.
La puesta en escena de todo este material se antoja algo oscura, y aséptica en exceso. Las interpretaciones de Saorsie Ronan y Margot Robbie son primorosas, eso sí, pero los necesitados de empatizar con algún personaje lo tendrán difícil, como bien dictan los modernos manuales de guion. Puede ser ansiedad excesiva ante lo que abril nos depara, pero los seguidores de Juego de Tronos encontrarán dos clarísimos guiños, o recreaciones del mero azar en dos escenas clave. Ya lo anticipó Borges en Kafka y sus precursores.