cabra

cabra

domingo, 17 de marzo de 2019

CINE: TRIPLE FRONTERA

El presentador programa televisivo con la lista de invitados más reluciente de España hace una observación a los actores que presenta. Algo así como: Hace tiempo yo decía, en los mejores cines, y ahora digo, en Netflix, o en otra plataforma. Con una mezcla de extrañeza y disculpa a la que dichos actores responden con palabras amables que denotan un "así es la vida" y "las cosas cambian".
Pues eso. Las marquesinas y demás mobiliario urbano publicita el gran estreno de la semana, uno se  apunta mentalmente consultar la cartelera de sus cines de referencia y se da cuenta con agrado/con sorpresa/con alivio de su agenda apretada de que esa misma noche puede ver la película en casa, como complemento a la aparición estelar de su reparto en su televisión de siempre. 
Seamos afines a De la Iglesia o a Bayona, el mundo avanza que es una barbaridad, que decían, y hay que aprovecharlo. Directores consagrados se pasan al streaming, casi clandestinamente algunos, como los hermanos Coen. La crítica especializada empieza a no pasarlo por alto y películas como Roma han mandado un mensaje bien claro a la vetusta industria. 
Así pues, el pasado miércoles 13 de marzo se estrenó (aún tiene vigencia el concepto) el último trabajo de JC Chandor, director de corta pero prestigiosa carrera, que incluye títulos como Margin Call (2011), Cuando todo está perdido (2013), y El año más violento (2014). Con un reparto de buenos y mediáticos actores y con una historia que auna cierta denuncia político-social, acción y personajes adscritos a la tragedia moderna, ganadores ayer, perdedores hoy, atrapados entre la ética pública y su moral privada.  
Por medio de una estructura canónica en tres actos, conocemos a un grupo de antiguos militares de élite que deambulan por la vida civil con desigual fortuna, cargando con la falta de adrenalina. Santiago (Oscar Isaac) les propone una suerte de cuadratura del círculo: colaborar en la eliminación de un narco nivel top y así ganarse un dinero, contribuir a mejorar el mundo y revivir antiguas emociones. Desde el principio se recalca este último punto como determinante, planteando una visión ciertamente distinta a los numerosos relatos de veteranos de guerra marcados por el estrés post traumático. La "triple frontera" del título, la que comparten Brasil, Argentina y Uruguay, es el final del camino, que evidentemente se vuelve más tortuoso de lo que habían planeado. Pero también evoca las líneas rojas que el grupo tiene que saltar para prolongar su supervivencia. Decisiones que dinamitan su aparente fortaleza mental y esa mitificada amistad indestructible que forjan en los hombres las experiencias difíciles. El pecado capital es la codicia. Cientos de millones de dólares que pueden tocarse literalmente termina haciéndoles humanos, demasiado humanos. Es inevitable recordar la peripecia filmada por John Huston en El tesoro de Sierra Madre (1948), supermineralizada y enriquecida por la ultimísima tecnología cinematográfica, que, la verdad sea dicha, no consigue la espectacularidad propia de las pantallas grandes. Pero, quizá a sabiendas de esto, el valor de la historia no se sustenta en paisajes espectaculares sino en esas brumas interiores que asolan a cinco amigos conscientes de que los servicios a la patria están tan mal pagados como las reseñas culturales. El último acto de su desventura recuerda a ratos al penoso caminar de Frodo Bolsón, otro antihéroe (desfiladeros desolados, criatura vengativa midiendo sus pasos) más que a Viven (1993), con la carga añadida de esas bolsas repletas de billetes que acercan literalidad y símbolo de manera brillante. Si bien la hipérbole gana a la verosimilitud en otros momentos, la empatía es imposible de evitar en las escenas clave. El guion bilingüe de Mark Boal, también productor junto a Kathryn Bigelow, asume y supera la inevitable predictibilidad en este tipo de tramas. Huye del tono Narcos y conforma un modelo de hombre de acción absolutamente contemporáneo, aunque no nuevo: las lágrimas del Cid Campeador datan del siglo XII.  La idea de la deuda pendiente sobrevuela las cordilleras y sobrevive a las decisiones erróneas. 
En aquel momento, parecía una buena idea. 

TRIPLE FRONTERA, de JC Chandor. Estados Unidos, 2019. Con Oscar Isaac, Ben Affleck, Charlie Hunnam, Pedro Pascal, Garret Hedlund. Guion de Mark Boal y JC Chandor. Fotografía de Roman Vasyanov. Distribuida por Netflix. 

domingo, 10 de marzo de 2019

CRÍTICA DE LIBROS: LECTURA FÁCIL, DE CRISTINA MORALES

Podría decirse que Lectura fácil, de Cristina Morales, opera en el mismo plano que La favorita, de Yorgos Lanthimos. Ambas obras son la vía de acceso de un cierto público entendido, no meramente consumidor de ocio/cultura, con el trabajo de creadores saludados por la exigente crítica. Los postulados rompedores de los primeros trabajos dejan paso a historias más limadas, más accesibles, pero siempre con el punto justo de tiniebla que satisfaga al espectador/lector que se precia de huir de los gustos de la plebe. Ambos dos, han cumplido su muy legítimo deseo de ampliación de clientela mediante la obtención de galardones de prestigio. Una ristra de nominaciones y estatuillas en Bafta, Globos de Oro y Óscares para el director griego, y el Premio Herralde de Novela 2018 para la granadina residente en Cataluña. Una apuesta la de Anagrama, canónica por escoger el perfil de autor (a) que más se ajusta a la demanda del momento, pero audaz si la comparamos con el recién publicado de Biblioteca Breve. 
Como es más probable que vean las vicisitudes de Ana Estuardo y sus amigas en tiempos de más pelucones que sororidad, nos toca hablar aquí de la novela que se supone consolida a Cristina Morales como una de las voces de su generación. Lo es, sin duda, la más destacada quizás y a pesar de su inserción en la industria.  Lectura fácil puede entenderse como un título poliédrico, referido no solo a un aspecto central de la trama, sino como una declaración de intenciones previa a la lectura, dirigida a los escogidos que seguían su trayectoria desde Malas palabras (Lumen, 2015) y sobre todo Terroristas modernos (Candaya, 2017). En efecto, y comparada con la densa apuesta por lo formal de sus novelas anteriores, esta crónica/denuncia/burla que de los discursos hegemónicos e irradiadores perpetran cuatro voces discordantes es fácil de leer. El entramado estructural se endulza, proponiendo un multiperspectivismo muy ordenado que facilita el contraste y la correcta aprehensión de conceptos.  La escritura de Morales es furiosa, con el lenguaje como catalizador, como grifo abierto que inunda Barcelona de ira verborreica. El líquido que de allí brota, más marrón que transparente (Aguas de Barcelona no es el Canal de Isabel II), salpica a todos, a todas y a todes. Anarquistas nostálgicos, okupas autogestionados con obsesiones burocráticas, indepes que se creen estar escribiendo la Historia, el Estado opresor, el macho opresor, el fascismo opresor, los que se lo toman todo en serio. Buscamos pistas de autoficción en los devenires cotidianos de las cuatro discapacitadas, parientes entre sí, que conviven en un piso tutelado por la Generalitat entregadas a los diversos placeres que da la vida cuando uno no ha de preocuparse por las lentejas. Las encontramos en el personaje de Naty, una estudiante de Doctorado que cae en la discapacidad mental por mor de un accidente del que no se dan detalles. Esta doble condición de tutelada e ilustrado espíritu libre es el nervio central del discurso. Un torrente oratorio que amalgama su furia anarcofeminista con la dolencia que padece, un autodenominado Síndrome de las Compuertas, uno de los hallazgos conceptuales de la novela. Naty, como Cristina, es avezada danzarina contemporánea y avezada discípula del feminismo de nueva ola, experto en demoliciones. Junto a ella, su prima Marga, a la que las huestes patriarcales tildarían de ninfómana, es víctima de  la Justicia decimonónica, preocupada porque su libre ejercicio de expresión sexual no derive en reproducción no deseada. Marga escribe su autobiografía novelada en WhatsApp bajo los auspicios del método Lectura Fácil, animada por las modernas filosofías positivistas que nos encorajinan a quererlo todo. 
En este curso artístico en el que la discapacidad intelectual ha encontrado mayor resonancia mediática, no deja de ser curioso que términos proscritos como "retrasado", se usen con esplendidez en sus diálogos. Al igual que en Campeones, la mejor película española del año, las cuatro relatoras de Morales no se privan de ese y otros calificativos en sus conversaciones entre ellas y con otros. 
La novela en su conjunto gana enteros cuando aparecen retazos del humor que ya marcaba las peripecias de los aprendices de terroristas contra Fernando VII. El humor como crítica y como vía casi única de digerir todo lo que se nos está viniendo encima. Nada hay más ridículo que tomárselo todo en serio, parece decirnos Morales, y a la vista está. Estamos rodeados de dirigentes, gobernantes, políticos que más que hablar, esculpen en piedra, sin espacio para la autocrítica o la media sonrisa burlona. Herederos sin saberlo del mesianismo romántico y más risibles cuanto más trascendentes parecen. Las pullas de Lectura fácil hacia los iletrados que cabalgan a lomos de la superioridad moral de la izquierda son más valientes, valiosas y necesarias que las chanzas a costa de los líderes nostálgicos del Cid Campeador y Blas de Lezo. Entendiendo y deseando que sean pullas
y no sentencias, claro está. Porque no hay otra manera de entender, por ejemplo, las primeras páginas, en las que "macho" y "fascista", aparecen con una frecuencia tan sincrónica como aquella tan celebrada de los gags de Friends. Qué tiempos, los noventa.

LECTURA FÁCIL, de Cristina Morales. Anagrama, 2018.