Al principio fue la perplejidad. Después, un nuevo capitulo de la era del pensamiento positivo. La primera semana de Esto, el entusiasmo nacional por compartir listas
de cosas que hacer, que ver, que cocinar, que modelar, que leer incluso,
contrarrestó el desánimo de la población. Una apabullante oferta de sucedáneos para calmar el ansia de unos recluidos primerizos, nosotros, a los que
se les recuerda sin cesar la imposibilidad empírica de aburrirse
teniendo conexión a internet.
La idea de que tampoco era
para tanto cundió y las agendas se llenaron, como las matrículas de
gimnasios en enero, de buenas intenciones. Pero llegaron el teletrabajo y
la burocracia de los ERTES , y las clases online de las criaturas. En la segunda semana, las bandas anchas empezaron a flojear y brotaron los ejemplos históricos de cuarentenas ilustres en tiempos desconectados. Pero si alguien, hoy, en nuestro contexto, está viviendo sin red, solo puede ser objeto de nuestra misericordia o admiración por semejante hazaña. Tres semanas después, los que se asoman al balcón, ahora todo el mundo tiene uno, se aplauden a sí mismos, se dan ánimos, se recomiendan series. ¿Qué preferirán ver desde sus pantallas, ventanas al mundo más allá del patio de manzana?
Opción A: Secuencias de amplios paisajes, peripecias de múltiples personajes por múltiples escenarios, horizontes lejanos o cercanos (nos conformamos con bien poco). En el plano emotivo, puede sentirse envidia insana, nostalgia de viajes pasados y anhelos de futuro.
Opción B: historias claustrofóbicas en espacios reducidos habitados por sujetos, solos o malacompañados que no quieren estar allí. Aquí hallaremos empatía e identificación.
Opción C: Espacios exteriores anteriormente apetecibles pero ahora infestados de amenazas y espacios interiores apañados para sobrevivir y poco más. En este caso, nos inundará el alivio y el consuelo universal de saber que siempre hay alguien en peor situación que la de uno mismo.
Con la perspectiva de otro mes para rellenar huecos en todos los ámbitos de conocimiento, los medios ya han agotado su provisión de listas. Es el turno de propuestas más modestas que tienen más que ver con la situación. Lo que hemos llamado Opción B. Es decir: historias que transcurren en un solo espacio, de tan variables dimensiones como los medios han documentado (desde un semisótano en la calle Goya hasta los hogares de futbolista con jardín-piscina-gimnasio-pero no biblioteca). De esas hemos visto demasiadas, y bibliotecas también.
Personajes que se ven recluidos de improviso o con escaso tiempo de reacción en lugares no preparados para ello. Descartamos el género carcelario. Sin zombies, ni asesinos asediando en el umbral. Los motivos del encierro pueden ser internos, o externos. Nunca voluntarios. Descartamos todas las biografías de gentes del arte que declinan salir de su estudio o lugar de creación, como la reciente A Quiet Passion (2016). No somos Emily Dickinson.
Lugares cerrados, no compartidos, no en movimiento. No nos vale el coche de Tom Hardy en Locke (2013), ni la sala policial de The Guilty (2018) ni el salón de Litus (2019).
Una selección ecléctica y atemporal de dormitorios caseros y de hotel, sótanos, un ataúd, un par de huecos en armarios, un chamizo camuflado, un búnker casero, una terminal aeroportuaria, una mansiones incómoda y , de regalo, dos islotes.
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