Pasadas unas cuantas semanas después de su estreno, el segundo trabajo de Carla Simón puede confirmarse como uno de los éxitos de la cartelera en esta macilenta temporada de cine. Esta historia de pérdidas anunciadas certeramente dirigida a un espectador urbanita ha roto con hechos tan establecidos en el cine español como la disparidad entre las recepciones de crítica y público y la maldición de las segundas películas. A nadie que siga con cierto interés las peripecias de la industria le pasa desapercibida la cantidad de óperas primas que encuentran su hueco. Nombres con mayor o menos trayectoria que se lanzan al largo con mayor o menos fortuna y mayor o menor recolecta de galardones pero que, al igual que en otras vertientes del espectáculo, encuentran más piedras en el camino de la segunda obra, la de la confirmación.
Carla Simón es ya la representante más destacada de la cantera de cineastas catalanas que, al amparo de prestigiosas instituciones académicas, facturan un cine intimista pero ambicioso e innovador en la forma que retrata acertadamente las aristas de su generación con historias en las que se turnan el drama y la comedia, como en la vida. Es también la que ha sacado más jugo a sus vivencias personales, dignas en cualquier caso de ser compartidas. Así en Verano, 1993.
Alcarràs, municipio de la comarca del Segriá en el que la directora residió periódicamente a raíz de los acontecimientos de los que parte su primera obra, solo es uno de los muchos lugares que se han enfrentado a la evolución socioeconómica propia de nuestro siglo. Dependiendo del punto de vista, modernidad y progreso o capitalismo inhumano. El punto de partida es sencillo, y tiene muy en mente el tipo de espectador al que se dirige. La familia Solé cultiva melocotoneros en tierras arrendadas por el abuelo sin ningún tipo de contrato escrito y ha de afrontar la decisión del nuevo terrateniente de cambiar la fruta por las placas solares. El primer logro de la autora es no escorar la trama hacia el maniqueísmo facilón del payés bueno y el empresario malo. Pinyol el joven, nieto del que selló el acuerdo con el abuelo con un simple apretón de manos, no parece mal tipo más allá de su razonable pretensión de sacar partido a una propiedad condenada a marchitarse.
Pero evidentemente, el ojo de la cámara se pone en la familia protagonista, que pivota en torno a un clásico cabeza de familia. Quimet puede ser el símbolo de la resistencia heroica o de la cerrazón pueblerina, según gustos. Es muy difícil que un personaje caiga mal y al mismo tiempo provoque compasión, y aquí se consigue. Mérito al cincuenta por ciento de la creadora y del actor que compone el personaje. Actor no profesional, como casi todo el reparto, detalle que se olvida cuanto más avanza la película.
Ese tipo de espectador informado al que va dirigida la película se sitúa por encima de Quimet, en cuanto ya sabe lo que va a pasar. La familia no entiende su cerril negativa a aceptar lo que viene, pero nosotros sí. Su paciente esposa Mariona renuncia a explicárselo, y va construyendo su propio duelo al margen. Vemos en ella y en la abuela la representación de la mujer rural que se echa la casa a la espalda ante el bloqueo mental de los hombres.
En este locus amoenus pleno de color y textura, condenado a la extinción, es fundamental, como en Verano, 1993, la mirada de la infancia. Lo tenemos claro desde la primera secuencia. Una infancia rural de esas que los madres y padres de ciudad idealizan hasta lo exasperable. Una infancia sin móviles ni pantallas con los niños correteando sin supervisión durante horas. Unos niños que son los primeros en empezar a perder y que cargan con las broncas y las malas caras de los adultos. Pero también está la mirada adolescente, y es quizá la aproximación más original de la historia. Crecer en el campo sin traumas, esperar con ilusión las fiestas del pueblo, o llevar la contraria al padre y al sentir general por querer seguir en el campo en vez de estudiar. O paladear el dulce sabor de la venganza al estilo rústico, entre bíblico y mafioso. Una felicidad serena, muy alejada del ecologismo cuqui de tantas obras de moda entre las gentes de Malasaña, que verán con espanto las cacerías de conejos depredadores de los cultivos.
Con todo este material, más la elección del verano como marco hubiera sido fácil tentar a la lágrima. Sin embargo, la directora opta por lo contrario, una notable distancia emocional. La contención general solo desaparece cuando la unidad familiar se quiebra. Todos los actos familiares son el proceso lógico hasta la escena final, en la que muy inteligentemente la cámara se centra en los rostros. Solo en ese momento llegamos al leve estremecimiento de que a cada uno de nosotros nos han arrancado algo también.
ALCARRÀS
Año: 2022
País: España
Dirección: Carla Simón
Guion: Arnau Vilaró
Música: Andreas Koch
Fotografía: Daniela Kajías
Reparto: Jordi Pujol Orcet, Anna Otin,Xenia Roset, Albert Bosch, Ainet Jounou, Josep Abad, Montse Oró, Carles Cabos, Berta Pipó.