Decía Augusto Monterroso que los únicos temas de la literatura eran el amor, la muerte y las moscas, entendidas estas como el símbolo del paso macilento, implacable y estacional del tiempo. Lo que consiguen Sara Cano, Paula Fabra y Rodrigo Sorogoyen (por estricto orden alfabético) en Los años nuevos (Movistar +) es la cuadratura del círculo. Atestiguar el paso de una década por las vidas de unas personas como nosotros por medio de cortes simétricos y sincrónicos en el mismo día de cada año. No un día cualquiera, claro está. La celebración laica más canónica de Occidente, en sus dos variables, Nochevieja y Año Nuevo, encapsulan las pequeñas peripecias con las que se va confeccionando el mapa de las vidas de Ana y Óscar. Añadamos también la feliz casi coincidencia de sus cumpleaños respectivos: Ella el día 1, y él el 31.
Uno de los más notables alicientes para apuntarse al viaje es la invitación del equipo creativo a fragmentar el visionado de los diez capítulos en dos únicos bloques. Así se ha hecho en las numerosas proyecciones en salas de cine comercial y festivalero. Tres horas y media el primero, y casi cuatro el segundo, compensando el maratón con la promesa de una perspectiva más global y de contrastes no solo en cuestiones de trama sino de forma. Movistar aceptó el reto y estrenó la primera tanda a finales de noviembre y la segunda el pasado jueves. Un ajuste necesario para que el quinto capítulo fuese en efecto el sobresaliente y alucinógeno punto y aparte para lo que fue pensado. El vaso comunicante entre la construcción y la deconstrucción de una relación afectiva entre dos treinteañeros más o menos estándar.
Diez instantáneas de luminoso costumbrismo que empiezan en un bar. En la tarde noche del último estertor de 2014, chico y chica se conocen. Él celebrando con los amigos, ella trabajando. La cosa fluye y la cámara los sigue con una familiaridad y una cercanía que no abandonará nunca. Charlan, beben, logran una isla de intimidad entre el alboroto propio del evento. Ya nos han atrapado. Ana y Óscar se encuentran en momentos vitales paralelos pero divergentes. Médico centrado él, camarera dispersa ella. Tópico en la teoría, carburante de primera para arcos argumentales en la práctica. Ya sabemos que van a compartir plano cósmico durante los próximos diez años. Lo que no sabemos es cuánto de montaña rusa tendrá su elíptico camino.
Las elipsis, repartidas de manera virtuosa, son el pilar de la propuesta. No es la primera vez desde luego que se distinguen una propuesta de cine o teatro. En Los años nuevos son la columna vertebral. El riesgo asumido era grande. Cómo desarrollar una narración de linealidad tradicional concentrada en cortes puntuales que han de hacer progresar la trama rellenando los huecos justos para que el espectador no se desenganche ni caer en los subrayados fáciles. Saber dónde cortar el relato corto e independiente que ofrece cada capítulo. Se consigue con una fluidez digna de elogio, sobre todo en el primer bloque, el de la efervescencia amorosa y su difícil encaje en la cotidianidad. Junto a ellas, la anécdota que construye universos. De lo particular a lo general, que diría la gramática de textos. Personajes y situaciones son cincelados con pequeñas pinceladas de vida, una en cada capítulo, que enmarcan los en extensión generosos diálogos y, a medida que avanza el bloque, esos silencios. Anécdotas como la querencia de Ana por la ciudad de Vancouver, perfectamente comprensible como ideal urbano contemporáneo. Querer irse pero no mucho. Lo que no pasaría de ser un anhelo que se satisface solo con su mera verbalizacion da una pirueta cuando Óscar interviene, en un involuntario o no ejercicio de autosabotaje.
Los viajes tragicómicos a Valencia, la heterodoxa cena familiar del capítulo cuarto, el viaje a París y sus primeras grietas, que cristalizan en Berlín y su ambiente fantasmal. Palabras y silencios como dagas que rebotan contra las heladas ventanillas de un taxi.
El segundo bloque abre el foco. Dos entornos toman protagonismo, con nuevos y viejos participantes en el juego. El vértigo del paso del tiempo se nota más que en los primeros episodios, por el propio devenir de la historia. Se hace carne, duelen los cortes. Las instantáneas de vida abarcan más asuntos y pasan más rápido por la retina, haciendo casi traumática la vuelta a empezar en el siguiente final de año. La diferencia entre un viaje en tren de largo recorrido con paradas lógicamente consecutivas, y ese viaje en diferentes trenes y múltiples transbordos.
Esta obra de hilatura fina que es el guion de Los años nuevos podría haberse quedado en el papel sin un reparto colaborador en grado sumo. Iria del Río y Francesco Carril bordan sus papeles de gente normal que convierten en extraordinarias las cosas ordinarias que nos pasan en la vida. Su primer protagónico para ella, y la merecida puerta de acceso al gran público para él, de amplia y prestigiosa trayectoria en cine y teatro. A su lado, un elenco también fajado en las tablas, con especial mención a Pablo Gómez-Pando, triunfador esta temporada en el nuevo montaje de Luces de Bohemia. Es el suyo el contrapunto amargo de este viaje, el amigo eterno que siempre está ahí mientras su propia vida se desmorona.
En un alarde expositivo grupal inédito por estos lares, elenco y equipo creativo se han pateado juntos proyecciones, festivales, ruedas de prensa, entrevistas en medios. Un buen rollo ojalá contagioso para el conjunto del audiovisual español.
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