"He recorrido océanos de tiempo hasta encontrarte" le susurra el conde a Mina en el Londres decimonónico dibujado en el Drácula de Francis Ford Coppola. Estas palabras arrebatadas más la irresistible prestancia física de Gary Oldman incrustaron el ahora devaluado amor romántico en toda una generación. Palabras frente a las que el acercamiento que nos propone Robert Eggers desde el 25 de diciembre toma una distancia sideral.
Tres son los puntos en los que el director y guionista de El faro sustenta su distancia con anteriores miradas al mito: en el Nosferatu de 2024, Ellen está en el centro. En el clásico de Murnau la vemos como a una pobre muchacha cautiva de la energía del vampiro, que deambula de acá para allá mientras amaga con lanzarse al vacío a la vez que se le va el aire en suspiros por su amado. Setenta años después, Winona Ryder le imprime algo más de personalidad, sin rechazar el rol de marioneta del tiempo y del destino. Más de un siglo después, la Ellen de Lily-Rose Depp dota al personaje de un pasado que aclara la naturaleza de su relación con el vampiro y enlaza de manera muy plausible y nada chirriante el elemento sobrenatural con la tragedia de los abusos sexuales en la infancia. Ellen, además, por vez primera, toma decisiones y confronta a todos las almas masculinas que comparten su espacio. Una reorientación de casi obligado cumplimiento en nuestros días, pero que, al contrario de otras estrafalarias adaptaciones, aquí fluye de manera natural.
Segundo, el retrato del protagonista, en esta ocasión descabalgado por su antagonista femenina. Eggers arriesga y gana con su rechazo a mostrar la cara humana del monstruo, alejándose del romanticismo que tanto impacta en 1992, y acercándose a la obra magna del expresionismo alemán, y en menor medida a la versión de Werner Hergoz. Exprimiendo las posibilidades del CGI y las expresivas de un terrorífico Bill Skaarsgad, que rebajó una octava el timbre natural de su voz, el No Muerto se nos aparece como el epítome de la horripilancia en fondo y en forma. Su apariencia antropomórfica bebe de la canónica composición de Max Scherk pero sin esos movimientos acartonados al subir escaleras y levantarse del ataúd que ahora provocan sonrisas y recuerdan a ejercicios de Pilates.
Tercero, la renuncia radical al componente romántico. Lo que existe entre Orlock y Ellen es una conexión tremendamente sexual, basada en la dominación, implacable reproducción del atávico sistema patriarcal, del que la hipotética víctima es consciente y al que, curiosamente, no quiere renunciar. Ellen aplica esos códigos a su matrimonio y asume que su blando marido (un sensible y eficaz Nicholas Hoult) no es capaz de satisfacerla. El via crucis que debe pasar el pobre Hutter, comparado con las anteriores versiones, se nos antoja más tétrico, más inhumano y más folclórico, con ese ritual gitano que no sabe si vive o sueña. La complejidad alegórica de la trama exige a su vez una complejidad técnica equivalente. Eggers homenajea de nuevo a Murnau con una fotografía apabullante con tonalidades distintivas entre el sueño y la vigilia, la pesadilla del inconsciente y los horrores de las noches transilvanas. Acierta también en el desarrollo del tema esotérico y cabalístico como explicación y antídoto contra los estragos del Mal a lo largo de los siglos. En este sentido, el científico desterrado que compone Willem Dafoe derrocha esa mezcla de sapiencia, obsesión y temeridad imprescindible para aplicar las recetas de los tratados que maneja.
Los asiduos a la escena teatral estamos más que acostumbrados a excentricidades y extravagancias varias disfrazadas de vanguardia o simple provocación. El hecho es que, como dijo alguien, un clásico es aquel texto que no muere en un única lectura, y que sigue teniendo algo que aportar época tras época. Sin necesidad de subrayar o de retorcer para que encaje en el molde programático de turno. Y tan importante como esto es quién decide meterse en empresas tal calado. Un creador con estilo propio que sepa exactamente lo que quiere hacer con el original y asuma con gallardía las inevitables reticencias de los aficionados más o menos puristas. Y si el clásico, además, resulta ser la primera piedra en la educación sentimental de dicho creador como parece ser el caso, las expectativas han de ser altas.
Robert Eggers decidió volver al origen tras el injusto semifracaso de El hombre del norte, su primera producción de gran presupuesto. Echó mano de su fondo de armario y retomó su proyecto de más largo recorrido, que ha logrado materializar en lo que la industria llama "mini-budget film". Unos magros 50 millones, recuperados en el primer fin de semana de exhibición, que nos ha traido de vuelta al más perturbador de los no-muertos. Una propuesta que se maneja bien entre la contemporaneidad y el homenaje y la inspiración debida a los que llegaron antes, obedientes todas ellas a las inquietudes y condicionantes de su tiempo.