En los inminentes premios de la Academia, entre la dantesca inmolación de Emilia Pérez y el apabullante fresco de americanidad brutalista, se ha colado, por suerte, una tercera vía en forma de cine de entretenimiento bien hecho, con el presupuesto justo y con la publicidad justa. Cónclave, adaptación de la novela homónima del infalible superventas Robert Harris, ha sorprendido con sus siete candidaturas, entre ellas a mejor actor protagonista, mejor actriz de reparto y mejor película. Un soplo de aire fresco, valga la expresión manida. Ralph Fiennes con una brillantez incontestable, e Isabella Rosellini con siete minutos contados en pantalla, ponen el alma y el cuerpo al nuevo trabajo de Edward Berger, que también dio la sorpresa con su revisión de Sin novedad en el frente. No es, desde luego, una cinta sin pretensiones. El continente y el contenido, épicos de por sí, están retratados con una factura espectacular, que no ahorra en panorámicas y planos cenitales de la meca del arte occidental, la Capilla Sixtina. Para la gran mayoría de espectadores, será la única manera de contemplarla sin cientos de congéneres compitiendo por hacer las mejores fotos, que no por la más productiva experimentación del síndrome de Stendhal.
Las intrigas vaticanas han sido fértiles en la literatura y en la cinematografía, y los ritual
es seculares de elección de una de las personas más poderosas del planeta siguen produciendo fascinación más allá de las creencias. Si bien el choque es mayor si uno entra desde fuera del rebaño de la Iglesia Apostólica y Romana, como es el caso del equipo creativo. Desde propuestas exitosísimas como las adictivas tontunas de Dan Brown y sus secuelas en pantalla con Tom Hanks corriendo de un lado a otro hasta títulos de prestigio como Las sandalias del pescador (1968) y El cardenal (1963). Últimamente hemos podido tomar nota de The Young Pope,(2016) la versión pop del asunto maquinada por Paolo Sorrentino y Jude Law para HBO, y el largometraje de Fernando Meirelles para Netflix Los dos papas (2019), amable y navideña recreación imaginaria de las conversaciones entre el trasunto del primer para dimisionario de la Historia y su sucesor.
es seculares de elección de una de las personas más poderosas del planeta siguen produciendo fascinación más allá de las creencias. Si bien el choque es mayor si uno entra desde fuera del rebaño de la Iglesia Apostólica y Romana, como es el caso del equipo creativo. Desde propuestas exitosísimas como las adictivas tontunas de Dan Brown y sus secuelas en pantalla con Tom Hanks corriendo de un lado a otro hasta títulos de prestigio como Las sandalias del pescador (1968) y El cardenal (1963). Últimamente hemos podido tomar nota de The Young Pope,(2016) la versión pop del asunto maquinada por Paolo Sorrentino y Jude Law para HBO, y el largometraje de Fernando Meirelles para Netflix Los dos papas (2019), amable y navideña recreación imaginaria de las conversaciones entre el trasunto del primer para dimisionario de la Historia y su sucesor.
Así las cosas, Cónclave supone una vuelta a las esencias y la demostración práctica de que una historia trillada en las manos artesanas adecuadas es perfectamente reivindicable desde la exigencia artística.
Además del impecable y nominado diseño de producción, el punto fuerte de la película es, sin duda, la construcción de personajes y la interactuación entre ellos. Pilar de todo buen superventas editorial.
Después de la cuanto menos sospechosa muerte de un Papa que recuerda a la del efímero Juan Pablo I, el cardenal británico Lawrence asume con resignación el espinosísimo encargo de la organización del cónclave, al que asisten cardenales electores de todo el mundo y que culminará con la mítica fumata blanca. Su bondad instrínseca y su firme intención de no defraudar a su amigo y pastor llevan cargando una crisis de fe que proporciona jugosos momentos dialécticos con otras dos piezas capitales del juego:el cardenal estadounidense encarnado por Stanley Tucci, y el volcánico italiano de Sergio Castellito. Junto a ellos, el cardenal Tremblay (perturbador John Litgow), última persona en ver con vida al fallecido y depositario de oscuras sospechas, y el ambicioso nigeriano que se postula como el primer Papa africano de la Historia y es seriamente favorito por ello. Fantásticos sobre todo los dos primeros, tanto en la recreación del estándar socialdemócrata vapuleado en las últimas elecciones, como en la ranciedad sureuropea de perpetuación de premisas ya superadas. Las dos facciones arden en tejemanejes a la altura de las grandes cintas de suspense, y entre medias, dos subtramas, una más tradicional y la otra, definitivamente pintoresca y ajustada al signo de los tiempos, que nos regala un final chocante que no da lugar a tibieza crítica. Las luchas intestinas pergeñadas en los pasillos de la residencia Santa Clara, las coincidencias en la puerta de la habitación sellada del fenecido pontífice y los estallidos de ira en el comedor pueden atender al clasicismo narrativo de estas historias. El foco en esas monjas de presencia etérea a las que Dios ha dado ojos para ver, como recuerda Isabella Rosellini en las mejores líneas de diálogo de la película y la ruptura de la baraja en forma de cardenal ignoto llegado de la región más improbable en cuanto a catolicismo se refiere son hallazgos valiosos y efervescentes.