Una
vez comprobada su viabilidad, tantas veces puesta en duda, Netflix
continúa su producción propia en España. Siguiendo las premisas de
su matriz, el antaño videoclub cibernético ha terminado de
dinamitar la connotación negativa del concepto “telefilme”,
tarea en la que HBO fue pionera. Más aún, se ha embarcado en una
lucha porque sus películas sean reconocidas en los foros y
festivales como los estrenos en pantalla grande. Mientras unos dicen
sí y otros no, los más listos (léase aquí Borja Cobeaga y Diego
San José), demuestran que el tamaño de la pantalla no importa si
hay versatilidad y talento. Guionistas curtidos en la televisión y
autores de dos de los mayores taquillazos nacionales de todos los
tiempos, inauguran aquí la tercera vía.
Áproximadamente sobre
la mitad del metraje, llega uno de esos momentos de conjunción
astral entre realidad y ficción. El moderno consumidor audiovisual
se sorprende de que, a estas alturas se pueda hacer gracia a costa de
las banderas, del tamaño y de su abundancia. Y acto seguido, puede
pausar la proyección, que para algo mola ver cine en casa, asomarse
a la ventana, y contemplar el gag vivito y coleando en la fachada de
enfrente o en a suya propia. Solo por la posibilidad de esta
experiencia ultraterrena merece la pena la última aproximación de
Cobeaga y San José a su tema fetiche. Menos audaz en su premisa que
Negociador (2014) con personajes más básicos, con
situaciones más asimilables, asistimos a la estática peripecia de
unos terroristas que aguardan a Godot mientras se erigen los
penúltimos soldados de su guerra. Les sostiene solamente la poco a
poco quebrantable fe del título, ingenioso e intraducible para los
usuarios no hispanohablantes de la plataforma, que ha optado por un
insulso Bomb Scared según IMBD. La buena mano de los publicistas
para que el toro (léase político simplón) entre al trapo hubiera
sido suficiente para asegurar la curiosidad, pero es que los
paralelismos con lo que estamos viendo fuera de la pantalla son de
una atracción casi fatal. Así, la construcción de los personajes a
base de arquetipos adquiere matices inesperados, como en el caso del
militante veterano, un Javier Cámara de gesto adusto y esqueletos en
el armario, que culpa a España de todos los males y que osa
enmendarle la plana al mismísimo Trivial Pursuit. El hallazgo es sin
duda el etarra de Albacete en búsqueda de apodo, un Julián López
en clave costumbrista cuya fe del converso no mueve montañas pero sí
cambia bañeras por platos de ducha. Los días claustrofóbicos
encerrados en un piso Cuéntame se hacen largos se tenga o no se
tenga una misión trascendental en la vida. Partiendo de esta lógica,
Cobeaga y San José comparten hipótesis de lo más sensatas,
trazadas con firmeza y equilibrio entre la amargura y la carcajada.
La encantadora y muy abuela vecina, excelente Tina Sáinz, va
socavando inconscientemente la fe a base de croquetas y guisotes.
(Acerca de las croquetas y la noción de patria recorrió Twitter un
atinado hilo hace unos días). El español muy español vecino del
tercero desbarata el plan a la española también, y Ramón Barea, en
un papel opuesto al de su protagónico en Negociador, pone el punto
dramático que nos recuerda ante qué gentes estamos.
Queda demostrada la
peligrosa cercanía entre la épica, y la ridiculez. Que todo
discurso es susceptible de llamar a la risa, y que hay que sospechar
de los solemnes que lo dicen todo absolutamente en serio. Y un aviso:
los tentáculos de España son largos y no dejan marchar fácilmente.