cabra

cabra

viernes, 26 de enero de 2018

BLACK MIRROR SON LOS PADRES


¿Black Mirror, o realidad? podría ser el título de una de las pruebas tontorronas con las que El Hormiguero asaetea a sus invitados. Porque, ¿cuándo dejó de ser Black Mirror el espejo siniestro donde mirábamos nuestro futuro inmediato? ¿No sin algo de ingenua confianza en un golpe de timón que nos alejara? Pudo ser en el metro,  el día en que nos dimos cuenta de que todos nuestros compañeros de vagón, todos, se entretenían mirando el móvil. O cuando entramos en Facebook y la publicidad ofrecida tenía relación con las últimas búsquedas en Amazon. O cuando nos rendimos al íntimo placer de puntuar a los demás por su apariencia y conducta y a la ansiedad por ser puntuados. 
El caso es que la invención de Charlie Brooker hace tiempo que ya no encaja en la definición de  distopía. 1984 tardó decenios en replicar a Orwell. . En este caso, la realidad ha alcanzado a la ficción en menos de un lustro. Y no es un demérito para Netflix, que responde con orgullo “ya lo dije primero” cuando Pizza Hut tuitea la próxima llegada de los vehículos autónomos de reparto que son la mecha que prende “Crocodile”. Y qué decir de la siniestra publicidad de Meetic y su “coach” para encontrar la pareja perfecta, precuela inconfesable de “Hang the DJ”. 
Así las cosas, la quinta temporada acerca a la serie a una confortable madurez, con la irregularidad inevitable. Con una vocación nueva de ser cronista del presente y del mañana más literal, los seis episodios siguen proporcionando momentos excelsos y sensaciones perturbadoras. Si el hallazgo de la pasada entrega fue el final feliz de San Junipero, esta vez se prueba con la suave parodia friki en USS Callister, que amenaza con  secuela. Pero, sin duda, el concepto clave de la serie 4 ha sido el del “paternidad/maternidad”. En dos vertientes diferentes y complementarias, partes del proceso ambas, e incorporando las ideas y términos más exitosos en las modernas pedagogías.El capítulo 2, “Arkangel”, dirigido por Jodie Foster, y el 6, “Black Museum”, evocan la cruz y la cara de ser padres. La tablet diabólica que censura las vivencias de la hija en Arkangel nos resulta extremadamente familiar en su propósito. La sensación general es que los padres nunca fueron tan sobreprotectores como lo son hoy. Acercando la reflexión a lo que tenemos más cerca, es sorprendente/desazonador/ que la generación patria criada con La Bola de Cristal, cuyas vidas al límite sin cinturón de seguridad se recuerdan con regocijo en Yo fui a EGB, entren en modo ataque cada vez que su retoño se siente importunado; ya sea por un congénere que le hace la zancadilla en el recreo, o por un maestro que anota en su agenda la falta de deberes. El futuro inminente que retrata el episodio está a tres zancadas y da tanto miedo como solía darlo la serie entera cuando era británica. 
El último capítulo de la temporada es una oda a la autorreferencialidad. Un festín para los buscadores de conexiones entre tramas y personajes. Y también un merecido autohomenaje del orgulloso padre de la criatura. El museo de los horrores enclavado en un secarral funciona a la manera de unos grandes éxitos. Hay recuerdos para todas las temporadas, bajo el común denominador de toda la serie: qué pasa cuando la tecnología se nos va de las manos. La audaz adolescente protagonista no dispuso precisamente de una vida filtrada por el artefacto Arkángel. 
Black Museum supone un muy adecuado cierre temporal en su interés por recapitular y entretejer detalles olvidados por el amplio margen entre entrega y entrega. Charlie Brooker nos recuerda lo que ha crecido su serie con esta original reinterpretación del clásico álbum de fotos familiar. 
Situada ya plenamente en su nicho de comodidad, habrá que seguir atentamente evoluciones temáticas y  narrativas. Aún queda capacidad de sorpresa. 


lunes, 1 de enero de 2018

¿FEMINISTAS SOMOS TODAS?

POR QUÉ NO SOY FEMINISTA (UN MANIFIESTO FEMINISTA)

Confieso que una de mis motivaciones al abordar la lectura de este sorprendentemente polémico ensayo era averiguar si Cristina Pedroche y las modelos de Victoria´s Secret podían ser o no feministas. Ya tenía claro que las camisetas con proclamas y leyendas eran una manera cómoda y asequible de serlo, y que el color rosa podía ser a la vez estigmatizado por reduccionista y escogido como distintivo de causas tan femeninas como el cáncer de mama. El mundo es cada día más complicado, y la aparente paradoja del título era una invitación a desentrañar siquiera un trocito de esa complejidad.
Las entrevistas que la autora ha ido despachando compartían plenamente el tono del libro, tan llamativo o más que su incendiario y trabajado contenido.
Así pues, Jessa Crispin se presenta en persona y en su texto como el negativo de la perfecta equidistancia. En lugar de estar de acuerdo con todo, apelar al agnosticismo ideológico o de tener en una mano el palo y en otra la zanahoria, se pone a repartir estopa contra todas. Y digo contra todas, porque hacia la mitad del libro deja clarísimamente expuesto que los hombres no son lectores bienvenidos. Tanto como si buscan exacerbar su lado femenino, o respuestas a su recién descubierta conciencia, no es el trabajo de la autora evangelizar o convencer.
Así las cosas, las que sí podemos leer, nos vamos a dar de bruces con un tono de escritura inusual en el género ensayístico. Un estilo bronco, profundamente airado y a veces macarra, que no ahorra en interjecciones y expresiones coloquiales, que funciona en ocasiones pero que en otras perjudica la reflexión intelectual que es el reconocido núcleo de la obra.

La insistencia en esto último, en que el/los feminismos actuales han arrumbado la ideología en favor de la terminología vacua y de la apariencia, no consigue hacerse llegar con claridad. En una lectura atenta surgen contradicciones entre el mensaje al que se aspira y el público objetivo al que se quiere hacer llegar. La autora reitera su tesis y la apuntala mediante la demolición de todos los lugares comunes del feminismo de hoy, pero no propone nada a cambio. La apelación a recuperar la cosmovisión radical de las pioneras en el movimiento no se acompaña de medidas concretas que las consumidoras de camisetas y revistas femeninas puedan llevar a cabo en sus rutinas diarias. Hay que releer a las clásicas, sí, pero la nueva hornada de adolescentes y universitarias que son carne de mercado necesitan algo más para dejar de ser eslóganes andantes.
Es particularmente enriquecedor el capítulo en el que equipara las marcas lingüísticas 3.0 (empoderamiento y demás), con el narcisismo de sus usuarias. Es este uno de los valiosos aportes del libro: diferenciar entre el individuo y el colectivo, entre sus necesidades/gustos/deseos y lo que el mundo requiere de las mujeres para ser mejor lugar que el que nos encontramos al nacer. Nos interrogamos sustancialmente acerca de la cultura de la indignación, anatema para el feminismo de redes sociales. ¿Es lícito exigir el despido de un hombre por un comentario desafortunado? ¿Por qué no es admisible hoy rebatir locas afirmaciones hechas por mujeres, del tipo “somos independentistas sin fronteras”? ¿Hay que desterrar a las mujeres célebres que no se declaran feministas y abrazar a las estrellas que sí lo hacen para vender su negociado? Aun siendo la publicación del libro anterior al terremoto Weinstein y a la coronación del #MeToo como el movimiento social más destacado de este recién terminado año, son cuestiones de permanente pertinencia.
Y llegamos al quid de la cuestión: el feminismo es imprescindible, sí, pero no este. Las mujeres han sido explotadas y sometidas, siguen siéndolo, pero no por el hecho intrínseco de serlo, sino como parte del engranaje devorador del sistema patriarcal capitalista. Dicho así suena algo antiguo, pero la autora consigue que recordemos la dualidad atávica de esta nuestra organización del ecosistema. Una afirmación polémica, el engarzar los conflictos de género con el abuso de poder. ¿De quién y hacia quién? Nos sorprendemos al descubrirnos en este punto ante un texto mucho más antisistema, y teóricamente más simple de lo que apuntaba en un principio. Los hombres blancos, y las mujeres blancas, como ideólogos, participantes y beneficiarios del sistema, son los culpables. Un titular jugoso que no ha sido desaprovechado, el desprecio nada sutil de Crispin por las mujeres que desde la cúspide de sus multinacionales o de sus países, se han empoderado sin sororidad alguna y están contribuyendo a la maltrecha marcha del mundo a la vez que se dedican portadas sobre sus historias de esfuerzo, superación, discriminación, y conciliación. El feminismo de hoy es un traje a la medida de la mujer blanca del Upper West Side, esgrime la autora, y no podemos más que darle la razón. Reclamar guarderías o ayudas para cuidadores no es feminista, porque la maternidad no lo es y velar por nuestros ancestros tampoco.
Otras dudas se quedan en el tintero. Nada se dice acerca de la hipotética “monstruosa naturaleza del hombre y su libido”, sensacional título de uno de los artículos más leídos del año en The New York Times. Aunque, como afirma Jessa con su rotundidad habitual, los hombres no son su (nuestro) problema. Sí su (nuestra) responsabilidad.
Al final, una sorpresa y una certeza. Sorpresa de encontrar entre los agradecimientos a Emma Goldman y a Santa Teresa de Jesús, y la certeza de que, a día de hoy, Cristina Pedroche sí es feminista.


Jessa Crispin: Por qué no soy feminista. Un manifiesto feminista. Lince Ediciones. 2017.