¿Por qué nos empeñamos en revivir cosas que ya están muertas? En el debut cinematográfico de Elena Trapé, triunfadora en el festival de Málaga, la cámara nos echa a la cara certezas muy amargas y poco dadas a ser reconocidas. No es un retrato generacional, podría serlo sin duda, de la última generación preinternet. No lo es porque los treinta y tantos que los personajes pasean por Berlín podrían ser los treinta y tantos de aquella serie mítica. La cuestión no es el segmento cronológico de nacimiento, sino las prisas y los cambios que van aparejados a la inminencia de los cambios de década. Un grupo de amigos que en realidad no se ven y sostienen su figuración a través de las redes sociales. Podríamos ser cualquiera. La visita sorpresa al que emigró, todos tenemos uno, parece la ocasión pluscuamperfecta para hacerle la respiración asistida a esa relación que todos ellos asumen como esencial en la formación de sus vidas adultas. El espectador identificado en fondo y forma se sorprenderá de la audacia y observará con esperanza si el frío fin de semana alemán supone el chute vitamínico que él mismo ansía cuando trastea en el mustio grupo de WhatsApp en el que se ha convertido su idealizada pandilla universitaria.
Aquí, el título se revela sumamente acertado. Las distancias son muchas. Geográficas, las más inocuas. Sentimentales, las definitivas. Y una sola que se desvanece, la distancia lingüística. La historia y la adusta manera de narrarla imponen también su propia distancia. Cada uno de los presentes ha experimentado el fracaso en una o varias modalidades, y lo ha ido sobrellevando. Pero convivir setenta y dos horas llenando la mesa de embutido y fracasos mezclados se revela enseguida como inviable. Recuerdan en varias ocasiones que han organizado el viaje para verse porque, aun viviendo en la misma ciudad, no terminan de cuadrar sus agendas. La idealización del viaje como bálsamo medicinal es su error primero. El segundo es no admitir que una amistad verdadera tiene más aristas que una relación amorosa, y que no se mantiene viva por sí misma. Las generaciones venideras lo entenderán sin necesidad de recrear un Erasmus que no habrán vivido. El animado grupo que va a darle una sorpresa de cumpleaños a su amigo se deshace a las primeras de cambio: el tercer error es depositar en una convivencia de veinticuatro horas sobre veinticuatro la responsabilidad de aclarar, rellenar huecos y pacificar.
El tono de la película es innegociable. Solo unos primeros momentos con cierta posibilidad humorística (la llamada al telefonillo, la casa desastrada), y en seguida cunde el desconcierto de la parte visitada y sorprendida, y de la parte visitadora después visto el giro de los acontecimientos.
La distancia entre ellos y nosotros no deviene jamás en desinterés. Al contrario. Comas, el visitado, vaga fantasmagóricamente por los espacios urbanos acarreando su carga de interrogantes que invitan a las elucubraciones más dispares. Recibe la visita inesperada por parte de unos seres que presumen de conocerle cuando ni él mismo se conoce. Los distintos trayectos vitales y esas decisiones discutibles, que en una quedada superficial se toman con misericordia, se transforman en reproches y desahogos en territorio ajeno. Y las contradicciones se hacen carne y duelen, como los Y si. Olivia, embarazada y arrepentida en porcentaje progresivo, se lleva las bofetadas de casi todos por defender hasta lo imposible su papel de rebelde y guía al tiempo. Su discutible negativa a dejar de fumar es altamente simbólica.
En el pintón apartamento de Comas hace tanto frío como en las calles anochecidas a las seis de la tarde. Lo grisáceo invade el cielo, la ropa, los puestos de Frankfurts. Pero no nos confundamos. En Punta Cana o Cancún pasaría exactamente lo mismo, y sin un vuelo exprés en caso de urgencia.