Mediado este septiembre que en junio parecía otra cosa, los cines se afanan en la etiqueta #culturasegura y las novedades pausadas van apareciendo cada vez menos tímidamente. La nostalgia es una atracción poderosa, y si dicho ejercicio está avalado por premios, más aún.
Este primer largo de Pilar Palomero (Zaragoza, 1980), aspira tanto a retrato generacional que corre el riesgo de resultar ajeno a los (sobre todo los) que no pusieron un pie en los ambientes que se describen con minuciosidad hiperrealista.
Los (las demás), corremos a la sala calculando cuán densa será la bofetada del pasado, cuántas referencias daremos por buenas y cuántos objetos que se considerarán vintage en el 2045 conservamos en los altillos del piso familiar. La premisa es sencilla: evocar sin aparente acritud la vida cotidiana en un colegio de monjas no mixto en una ciudad de provincias a principios de los noventa, a través de dos personajes principales y el entorno que les rodea. El peligro es también evidente: obviar el juicio artístico y juzgar la valía de la obra por la cantidad y calidad de los recuerdos que nos produzca. (En el caso de la que suscribe, el índice de coincidencia es de un ochenta y cinco sobre cien). Pasar la proyección en una constante e indulgente vista atrás es tentador.
Los noventa sigue siendo una década poco trabajada como recreación artística. Eclipsada por los siempre presentes y mitificadísimos años 80, y por los desconcertantes primeros 2000, ha criado fama de antiestética y anodina. A pesar de albergar hechos vergonzantes como una guerra en el mismo corazón de la vieja y orgullosa Europa, fue el origen del funesto pensamiento positivo, del cual derivan artefactos sociopáticos como el capitalismo financiero que marca sí o sí nuestras vidas. Este es el punto de partida de ensayo de Ramón González Férriz La trampa del optimismo: cómo los noventa explican el mundo actual (Debate, 2020), que aclara y descubre conceptos y ramificaciones con amenidad y detalle.
Así pues, con la dosis de biografismo esperable, la directora y guionista perfila una serie de caracteres complementarios de existencia certificada en parece ser la mayoría de esos lugares con tanta prensa y a la vez con tanta literatura, difíciles de retratar sin hipérboles ni aspavientos a los que, en su infancia y adolescencia diferenciaban entre colegio e instituto.
Celia, el personaje central, interpretado con austeridad y solvencia por Andrea Fandós, ve pasar lo que apunta ser sexto de EGB hasta que una alumna nueva y forastera, Brisa (Zoe Arnao), entra en su pequeño mundo para ampliarlo. Es, anacrónicamente hablando, una preadolescente con ecosistema familiar complicado. Su madre, una brillante y contenida Natalia De Molina, la cría sola luchando por no sucumbir a las circunstancias. Aunque el retrato de ambientes y situaciones apela a las generalidades dentro del contexto específico, son interesantes las pinceladas locales que dan pistas acerca de cómo ciertos tópicos siguen ahí. La percepción de que los oriundos de gran ciudad se creen más que los de medianas y pequeñas, por ejemplo. En este caso, la fricción entre Barcelona y Zaragoza, de raigambre histórica pero perfectamente aplicable a cualquier otro caso. Dada la edad de las contendientes y la inexistencia de pseudotertulias pseudopolíticas en la época, la acusación es la de "creerse guay".
A las niñas de móvil y redes, los momentos de ingenuo esparcimiento grabando cintas de cassette o experimentando con cautela con las cosas de mayores probablemente les causaría estupor (aunque no sepan qué es tal cosa) y risillas. Qué pringadas. A las adolescentes iracundas que van escupiendo a otros en el transporte público, no digamos. A las madres que delegaban la educación de sus hijas en su más amplio espectro a la venerable institución de la Iglesia Católica les hará gracia.
Bajo esa capa de situaciones más o menos triviales subyace la palpitante incapacidad de comunicación entre padres e hijos, amigas, adultos y jóvenes. No había móviles ni tampoco orientadores escolares, ni psicólogos infantiles. Los momentos de silencio entre madre e hija, los instantes en los que parece que la olla va a explotar, son lacerantes. La única opción era esperar a comprender algún día. Estos huecos, lógicamente, han pasado factura algunos nuevos padres, que ahora se escoran al otro extremo de la negociación casi contractual de todo lo que acontece en el hogar.
Algunos/as echarán de menos más fiereza en la denuncia de aquel sistema de educación-represión-inmersión ideológica, encarnado por Francesca Piñón, que clava el arquetipo de monja irascible y chivata y madre sustituta depende del momento. Se indignarán por presentar con amabilidad aquellas sesiones de Pretecnología y catecismo. Pero la reacción se ha producido, y no todas las figuras señeras en las modernas narrativas sociológicas de género provienen de centros públicos y laicos. De todo se sale.
Las niñas. Premio Biznaga de Oro a la mejor película en el Festival de Málaga 2020.
Dirección y guion: Pilar Palomero
Música: Juan Carlos Naya
Fotografia: Daniela Cajías
Reparto: Andrea Fandós, Natalia De Molina, Carlota Gurpegui, Zoe Arnao, Julia Sierra, Francesca Piñón, Álvaro de Paz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario