Xavier Dolan lo deja. El más prominente ejemplo de joven hombre orquesta en la cinematografía contemporánea, afirma estar harto de la escasa repercusión de sus obras. Un ejercicio de reflexión muy poco común dentro del colectivo del arte y ensayo, que podría ser contrarrestado por una buena conversación con nuestro Albert Serra. Desde aquí emplazamos a Xavier a ese encuentro. Seguro que encuentra una motivación renovada, no solo para rodar la producción "en estado embrionario" según sus palabras, que tiene acordada con HBO.
Esta mala noticia es un punto para Filmin, una de las dos o tres plataformas que, lamenta el creador, han comprado la serie. Hay que decir, obra casi postrera que puede ser un enganche interesante para abordar sus restantes trabajos aun en sentido inverso. Porque aquí se muestran bien lustrosos todos los intereses y todas las obsesiones que han acompañado a Dolan desde su debut casi adolescente con He matado a mi madre (2009). Su querencia por el melodrama familiar envuelto en esa estética feísta y decadente que quizá ahuyente más a un público potencial que el endiablado francés quebecois en el que rueda habitualmente, aunque opine lo contrario.
En esta ocasión, Dolan vuelve a versionar una obra teatral de Michel Marc Bouchard, como ya hizo en Tom en la granja (2013). La pieza, estrenada en 2019, es la materia prima perfecta para que el de nuevo productor/director/guionista/montador/actor elabore un menú de alta cocina, con múltiples preparaciones y adaptado con precisión a las posibilidades que da el formato miniserie. Cinco episodios de apenas una hora de duraciòn, cada uno encabezado por el nombre de uno de los personajes principales. El esfuerzo por otorgar al espectador un punto de partida asequible cristaliza desde las primeras escenas. Madeleine,"Mado", la matriarca de la familia Larouche, agoniza en su cama y todo se prepara para el inminente final. Hay una caja de latón con recuerdos y una última llamada. A su alrededor van reunièndose sus hijos. Julien, el mayor, preso en un matrimonio anodino con Chantal, su novia de toda la vida, Denis, que parece funcionar de pegamento familiar a la par que mantiene su vida y su casa en una mugre absoluta, y Elliot, el pequeño, que sale de un centro de rehabilitación para despedirse de su madre. Este es el personaje que Dolan se reserva, y sus razones tiene. Todos ellos acarrean dificultosamente cicatrices del pasado de una herida compartida, recibida con perplejidad y asumida con resignación. Es en el segundo capítulo cuando aparece el personaje catalizador de la tragedia. Mireille, la hermana mediana, que ha estado veinte años haciendo su vida en Montrèal. A partir de ese momento, la información se va dosificando sabiamente y el espectador no familiarizado con los códigos del joven cineasta se va dando cuenta de que un dramón de sobremesa no es. Hay un secreto terrible que ha destrozado una familia, sí, pero la narrativa y el envoltorio es tan poco ortodoxo como cabía esperar. La sórdida historia se desvela pizca a pizca, tamizada de imágenes alucinatorias y recuerdos borrosos que se enredan entre sí hasta casi perder el equilibrio entre el suceso acaecido, lo soñado y lo que cada uno desearía que hubiese pasado. No solo Elliot o Julien, más proclives al onirismo por sus adicciones mal resueltas. Esta ceremonia de la confusión va a más a cuenta de la fenomenal banda sonora a cargo de nada menos que Hans Zimmer y David Fleming, amén de composiciones de Rufus Wainright y un momento cumbre de karaoke Céline Dion. Imposible ser más de la tierra. La factura estilística tan del gusto del autor, rebosa oscuridad y propuestas visuales incómodas que retratan a unos seres que, treinta años después de que sus vidas se fueran a la basura, tienen la oportunidad de aventurar una redención.