Cero en metáfora, diez en contundencia para un título que valdría igual para la crónica del juicio que se está celebrando estos días en Avignon, Francia, a una rama de monstruosidad prima hermana. Una larga serie de puñetazos en el rostro del espectador por parte del periodista curtido en redes Carles Tamayo. Una plataforma audiovisual y una productora poderosa que apuestan por los códigos de Youtube para irrumpir en una de las tendencias de entretenimiento más potentes de la actualidad. La serie documental en tres actos de Tamayo (1995) supera el molde estándar de lo que se ha dado en llamar "true crime" vertebrando la narración en en orden cronológico y una voz protagonista que no es la del criminal, y la culmina en veinte infartantes minutos de secuencia a tiempo real para todos los participantes. La omnipresencia del creador se sustenta y se justifica desde los primeros momentos de metraje. Lluis Gros, un antiguo profesor y gestor de un cine de El Masnou, condenado a 23 años por abusos sexuales a menores, contacta con Carles, oriundo de dicha localidad, al que conoce desde adolescente y le propone grabar un reportaje sobre su vida. Contando su verdad, como dirían algunos. Carles le va dando largas y hasta que constata que Gros sigue haciendo su vida de jubilado jovial sin entrar en la cárcel. Ese es el punto de partida del trabajo de Tamayo, que se pregunta directamente a cámara por qué sigue en libertad, y que en todo momento da credibilidad absoluta a los hechos y a la lacerante ristra de víctimas que va localizando. Y es que, aunque hubiera querido hacer de Pepito Grillo, el inefable Gros cercena toda posibilidad de duda, toda, con una serie de estupefacientes actos y declaraciones ante una cámara que sabe y permite que esté encendida. Un delincuente condenado que exhibe sus podridos mecanismos mentales como los entrevistados de la añorada Mindhunter. Ni falta hace el reconocer o el pedir perdón.
Un espectador más hecho a Equipo de investigación y a los trabajos de otro Carles (Porta), perciba quizá menos pulcritud en el montaje y una base menos artesanal, pero a cambio obtiene una transparencia en la secuencia de acontecimientos y una fluidez narratoria altamente adictiva. El recurso de la cámara al hombro, la presentación escalonada de los datos, la crudeza de las entrevistas facilitan el acceso a una realidad tan sórdida como algunos detalles en los que se recrea el pederasta para defender su inocencia.
Se han señalado ya algunos cortes inauditos que pasarían enteramente por ficcionalizados, y de hecho desearíamos que lo fueran. La videollamada entre Gros y unos adolescentes andaluces en los que les introduce alborozado en el Cantar de los Cantares, lo más erótico de la Biblia, como les insiste y ya sabía Fray Luis de León. Las preguntas palpitan pero no son respondidas. ¿Cómo ha conocido a esos chavales? ¿Ha olvidado que hay una cámara grabando la escena? Él no ha hecho nada malo, insiste machaconamente durante las tres horas. La chulería de la que hace gala de manera permanente y la impunidad, nada de sensación sino de certeza, nos lacera. Los colaboradores necesarios que le dan soporte material se muestran a atisbos, sin rellenar interrogantes y, salvo en un caso, sin sorpresas en cuanto a la organización a la que pertenecen.
Tamayo, entre intervención e intervención, recibe regalos del azar, como la interrupción de un almuerzo en el mercado del lugar de residencia de Gros por parte de una de sus víctimas, un hombre maduro que decide en ese momento no darse la vuelta, y que se convierte en cooperador para desentrañar la madeja de abusos no denunciados que va saltando cual malaya al foco de la cámara. Y cómo de valioso puede ser que tu investigado tienda a no colgar las videollamadas. Bendito edadismo.
Siguiendo el camino de migas de pan que le ha venido dado al equipo de detectives periodistas, el título del último capítulo tampoco está puesto con sorna, aunque la tenga. La gran evasión que es el gran engaño. Todo nos va enfilando hacia un final reparador made in Hollywood y los veinte minutos finales nos devuelven a la dura España, o Cataluña, que para este caso es la misma tragicomedia.