De unos asombrosos 66,3 millones de visualizaciones en dos semanas se deduce que millones de padres y madres de todo el mundo civilizado han descubierto que quizá visten y alimentan a un monstruo en casa. Gracias, Netflix. Ese era quizá el principal propósito de la nueva mejor serie de la década, y, desde luego, es la única manera de justificar el cuarto y último episodio (perdón, plano secuencia).
De la puesta en escena y del foco elegido por el muy preciso guion de Stephen Graham y Jack Thorne se deduce también que ningún profesional docente fue consultado acerca del estado de la cuestión. Aunque en caso contrario, quizá el viscoso protagonismo del centro educativo del capítulo 2 habría mostrado aún más tintes de pesadilla. Así las cosas, mientras esos millones de progenitores acarrean ahora insidiosas sensaciones de inquietud y desconfianza, otros tantos profesionales de la adolescencia que hasta ahora han sido profetas en el desierto, aguantan la tentación del "ya os lo dije". Mientras que otros tantos usuarios de redes se afanan en la disección de cada detalle esencial que ha pasado desapercibido para todos menos para ellos, añorando los tiempos en los que hasta los diarios deportivos glosaban la masacre semanal de Juego de Tronos.
Cabe preguntarse entonces si las cuatro horas necesarias para el visionado de Adolescencia son un gasto o una inversión, sea estética o ética.
El audiovisual británico hace mucho que ofrece visiones amargas de la vida entre los trece y los dieciocho años. La misma Thirteen, de Larry Clark, Fish Tank, Little Britain en televisión, conforman un combo de audacia formal y sufrimiento existencial anterior al advenimiento de ese llamado Internet 3.0, el de las interacciones, las barbaridades lapidarias y la derrota de la lógica. Pero todo puede empeorar, y la validación virtual obligatoria para sentirse entre iguales se nos ha ido ya de las manos. La monetización de contenidos, mayor cuanto más escandalosos, lleva a algunos homínidos a grabar y grabarse en actitudes incompatibles con los derechos humanos. En Inglaterra y en Santander. Entre los aciertos de la producción que nos ocupa, la constatación de otro sentir general docente, e incomprendido en general : la peor edad son los trece, y el peor curso, tercero de eso o equivalente. El debutante Owen Cooper, de esa edad, ha agotado los sinónimos de excelencia interpretativa. De él se ha filtrado incluso el casting. El ya celebérrimo capítulo tres da miedo, mucho, a la vez que es una muestra perfecta de cómo equilibrar cambios de tono y de cómo obtener del espectador la reacción deseada. Los famosos planos secuencia que ha propiciado cierto interés por el lenguaje audiovisual por parte del pueblo llano impactan porque nos agarran del pescuezo y nos obligan a salir y entrar de casas y comisarías, a subir y bajar escaleras de colegios, a atravesar puertas de seguridad, a marcar códigos y a permanecer sentados en una sala de entrevistas esperando el estallido de ira definitivo. La entrevista de Jamie con la psicóloga de rictus imperturbable y con la procesión carcomiéndola por dentro, está salpicada de recordatorios de que este agresor es un niño. "El ¿Te caigo bien"?, la dulce petición de otro chocolate caliente tras haber arrojado al suelo el anterior, el empecinarse en el "yo no hice nada". Ya en el inicio, más allá de la precisión documental del asalto al hogar y el proceso de detención, es interesante la elección de adulto responsable que hace el chico, reflejo de su búsqueda de referentes masculinos, contrapuesta a la figura de la madre, en proceso de negación y encargada de recordarles y recordarnos que solo es un niño.
Tan fundamentales en la construcción del relato como los planos secuencia son las elipsis. Cada capítulo retoma desde un determinado y creciente tiempo posterior (un día, unas semanas, unos meses, unos años). El espectador acostumbrado a que se lo cuenten todo, tiene aquí la oportunidad de rellenar los huecos con mayor o menor carga dramática, dependiendo de su estado de confirmación o de incredulidad. Inevitable recomendar la estupenda Mass (2021)para entender mejor la transición al último capítulo.
Y tan fundamentales también son algunos personajes que aparecen brevemente para subrayar la existencia latente de esa bomba ideológica, ajena hasta ese momento a la apaciblemente estresada vida adulto. Ha de estremecer la risotada insensible del compañero de clase al enterarse de la culpabilidad de Jamie. Igual que el acoso sordo al que someten al hijo del inspector, personaje ridiculizado por su ignorancia supina respecto a lo que pasa en su entorno y en su propia casa. Igual que el emocionado apoyo del dependiente de la ferretería. Igual que las menciones a la imperfección de la víctima en cuanto a víctima, en Inglaterra y en Barcelona.
El choque entre un cerebro aún no completamente formado y el bombardeo ideológico que ataca a través del móvil podría ser uno de los temas transversales de esta historia que, a pesar de su crudeza, es indecisa respecto a lo que quiere contar. Pero le ha gustado a Boyero, y eso es digno de placa honorífica.