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domingo, 30 de noviembre de 2025

LA SUERTE: UNA SERIE DE CASUALIDADES

 Escondida en la pléyade de plataformas le espera la mejor serie española de comedia que no está viendo. Sí la ha visto, por lo que parece, el jurado de los Feroz, que la ha nominado en tres categorías.


La suerte: una serie de casualidades
, disponible en Disney+, es una apuesta atípica, arriesgada y formalmente escurridiza de Paco Plaza, Borja González Santaolalla, Pablo Guerrero y Diana Rojo. Atípica en su premisa, porque pocos pocos se han atrevido a ficcionar sobre uno de los pilares de esa España, la tauromaquia. Tan pocas muestras como una sola, que el protagonista mismo recomienda en uno de sus abundantes momentos conversacionales. Googleen si son demasiado jóvenes. Pero que nadie se asuste, ni salive. Escurridiza, porque nadie se va a hacer abonado de San Isidro después de verla, idéntico no fenómeno con Tardes de soledad, la polémica Concha de Oro de Albert Serra que cayó muy pronto en una inmerecida indiferencia.  En una dimensión paralela por intención y tono, comparte suspicacias con la película de la temporada. Por más que les pese a ciertos sectores, Los domingos no será el Espíritu Santo para ninguna adolescente que no esté viviendo ya en ese ecosistema.

La suerte se zambulle en el hermético código del toreo y lo utiliza para construir una de esas buddie movies de buen corazón que nos enseñan que el roce hace el cariño, sin caer en sentimentalismos ni lugares comunes. El título es polisémico. Por un lado, el encuentro casual entre el joven David, opositor a abogado del Estado y conductor nocturno del taxi paterno en la simpar Talavera de la Reina, y el Maestro, de nombre desconocido hasta el último capítulo. David se ve engullido por la cohorte del diestro, contratado como chófer para la temporada de ferias y remunerado en primera instancia con una magdalena. Por otro, el chorro de atávicas supersticiones que hacen del noble arte de Cossío un blanco fácil para la sátira y difícil para el análisis racional.

Muchas cosas resultarán curiosas para el neófito que se acerque a la serie, que esquiva exitosamente el enfoque costumbrista o incluso documental para adentrarse en el choque de antagónicos que terminan confluyendo. El retrato del Maestro, encarnado con milimétrica exactitud por Óscar Jaenada, al que se ha nombrado el intérprete con más cara de torero, concentra todos los trazos de uno de los dos arquetipos toreros reales que se pasean por los medios, el del torero ilustrado. El rictus perenne, la introspección, la filosofía de bar (carcajeante subtramas de las servilletas), el desdén por el saber enciclopédico (da lo mismo procurador que abogado del Estado), la reiteración de gestos, la autoconciencia de estar uno o dos escalones por encima del pueblo que le reverencia y le saca a hombros tras el triunfo sobre la bestia. La familia sanguínea con protagonismo de su mano derecha y hermano, encarnado por un torero de verdad, Óscar Higares y la fugaz aparición de Almudena Cid como la esposa, menos sufrida de lo que cabría esperar. lY la cuadrilla, galería de pintoresquismos que al principio caen gordos pero terminan cautivando por su llaneza y su resignación cristiana a los vaivenes de la suerte. 


El intruso David, o José Antonio,  un Ricardo Gómez que sigue labrándose una más que interesante trayectoria actoral en los tres medios, aporta la mirada inicial de incredulidad y rechazo que se espera de sus coetáneos, salvo los del sector económico-geográfico-social que todos conocemos, aunque en estos cachorros predomine más el postureo que la afición genuina. Que se lo digan a Los Verdaderos Aficionados del Tendido 7 de Las Ventas.  Los cómicos intentos de David por desasirse de su destino van mutando en un deseo de ser partícipe de juergas y preparativos. El onírico toro de Benidorm es el primer punto de inflexión. La merienda en el McDonalds con las amigas animalistas, el segundo. El tercero, en el último episodio, ese sí, un poco moñas. Un final abierto y menos incierto, por suerte, que el que esperaban los colegas de Rafael antes del descubrimiento, también casual, del doctor Fleming, hecho estatua, por cierto, en el mencionado coso madrileño.  

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