cabra

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domingo, 27 de marzo de 2016

Game Over

El primer fotograma de GAME OVER nos lleva al agua azul de una piscina y al verde de un jardín propio de las viviendas unifamiliares en las que habitaron con orgullo las clases medias españolas. Inmediatamente después, la cámara se cuela en una habitación decorada con réplicas de todo tipo de armas de fuego, y la bandera de las barras y estrellas. El contraste ha conseguido su propósito, y la estupefacción no abandona al espectador en casi ningún momento. Esta es la historia de Djalal, veinticinco años, cuyo proyecto de vida se estrella contra la vida misma. Djalal, hijo de iraní y catalana, quiere ser mercenario. Así, tal cual. Embebido por los juegos de guerra, emprende un viaje de ida desde los campos de batalla virtuales hasta las desoladas colinas afganas, ausentes de acción bélica, y de vuelta a su habitación y al mundo que se ha construido a la medida, una suerte de Call of Duty in Tarragona, y que es pertinazmente recogido en cintas de vídeo. Este trayecto por la decepción y el desengaño es paralelo al desmoronamiento de su vida familiar debido a la crisis económica.                               La cámara de Alba Sotorra se empotra, a la manera de los reporteros de guerra, en año y medio de la vida de esta familia rota que no encuentra respuestas en sus conversaciones de mesa de billar, tan solo reproches. El espectador asiste en silencio, sin que se le interpele nunca, a los últimos coletazos de una convivencia que fue bien mientras hubo con qué pagarla.
Diálogos cortantes entre madre, hijo, y padre, diálogos conciliadores entre tío preocupado y sobrino que busca en él las referencias que no tiene, diálogos telegráficos entre Djalal y su novia, compañera y asistente fiel que se esfuerza por entenderle y, mientras tanto, le escucha. Existe la tentación de considerar a Djalal como un joven arquetípico de lo que ahora llaman “generación perdida”. Esos miles de veinteañeros que se han quedado varados en tierra de nadie recién comenzada su vida adulta. Nuestro protagonista no tiene estudios, pero su vocación es tan prístina que bien mereciera una oportunidad de trabajar en lo suyo. Tampoco carece de iniciativa emprendedora: a la espera de un mejor futuro, se publicita a través de internet con vídeos de recreaciones militares por tierra y mar. Y conoce sus cartas y las que no ha perdido, de ahí que reproche secamente a su padre el no haberle enseñado el idioma de sus abuelos, al tiempo que su madre le anima a estudiar las lenguas del futuro. Pero es tarde.
La asepsia narrativa es fundamental en esta historia de personajes fácilmente culpabilizables.
¿De quién es la culpa de que este chico esté varado en su cuarto, del que nunca pareció salir?
Su padre no se arrepiente de haberle regalado armas desde que era un niño, ni asume su falta de decisión en los momentos en los que hacía falta. Su madre sí, un poco, de haberse entregado al negocio familiar, pero no de haberle animado a ir a la guerra. Total, ha vuelto de una pieza. Esa distancia que adopta la voz narrativa recuerda, por lo opuesta, a la de Amy, el documental sobre Amy Winehouse en el que su padre es retratado como una auténtica vergüenza de ser humano.
¿Son los padres también víctimas de la sociedad de consumo que secuestró las voluntades de tantos españoles en los felices años noventa?
La complicidad de la cámara con la familia es manifiesta. No hay necesidad de subrayados, ni de que nadie se dirija a la pantalla para explicar nada. Los primeros planos son transparentes en este sentido.
Djalal se deja acompañar en sus grabaciones en exteriores, llenas de oxígeno,y en el opresivo hogar en descomposición. Sobrelleva una vida sin planes de futuro (¿Te levantas por la mañana y no tienes ningún proyecto?, le viene a preguntar su tío sentados en las sillas de plástico de una gasolinera) sin asomo de autocrítica y con una seriedad que se vuelve en su contra. Sus poses intensas vestido de militar de élite sin serlo le acercan al patetismo y producen una comicidad no buscada.
La película se beneficia de la cantidad sorprendente de material de archivo. Como fruto de su época, y de su situación social, Djalal es inmortalizado constantemente, incluso en momentos clave de su vida infantil y adulta. Este material es sabiamente dosificado para rellenar huecos de información, nunca para encauzar opiniones.
GAME OVER para viejos sueños y viejas actitudes. Pero a los veinticinco, no puede haber un game over. Todo lo más, un punto y aparte. GAME OVER se ha proyectado en el Festival de Málaga, en DocsBarcelona y en DocumentaMadrid.

Románticos del mundo, uníos.

Para el lector tipo de portadas y contraportadas, una cita crepuscular de René de Chateaubriand (“La vida me sienta mal, tal vez me vaya mejor la muerte”, en Memorias de Ultratumba), supone la transportación inmediata a la ristra de lugares comunes que pueblan el Romanticismo de los textos escolares. Pero a lo largo de este volumen de engañosa apariencia (no por ligero menos denso), no encontraremos mención al desventurado joven Werther ni al desventurado joven Bécquer, ni al manual byroniano de cómo debe ser un poeta, ni asoma la mirada sacrílega del doctor Frankenstein. Porque los subtítulos importan y todo empieza en el minusvalorado siglo XVIII.
Alberto Santamaría saca partido de su doble condición de teórico y poeta, y nos propone un viaje (en tren) de tres etapas por la época que ha conformado nuestro mundo y a nosotros mismos. Todos somos románticos, afirma Ortega y Gasset en las últimas páginas, y no es un “espoiler” sino una verdad palmaria que hace falta reconocer sin enojo. Durante el trayecto, se va componiendo un mosaico de nombres ilustres a los que el autor, deja espacio para hablar con sus palabras propias. Al frente de la máquina, Hegel, el principio de todo, el filósofo que nadie recomendará en un debate sin haberlo leído. El bueno de Hegel, inquieto por el fin de “la tranquilidad normativa” y por la consideración del humor en la literatura. Pero es Molière, despreocupado de esas cuestiones, quien bendice la travesía y adelanta, a través de su Monsieur Jourdain la gran incógnita que vertebra la estética romántica, la posibilidad de que la prosa, entendida en el sentido más amplio del prosaísmo de la vida, pueda desterrar al verso de su sagrado lugar en la literatura. Un paseo platónico por los antecesores y antecedentes que resulta un descubrimiento.
Todos somos románticos, y más aún si el lector es aficionado al viaje como antídoto de sus pequeñas prosas cotidianas. Es fácil en esta segunda etapa identificarse con los caminantes sobre un mar de nubes que hicieron de las cumbres alpinas el paradigma de lo sublime, concepto esencial para entender la atracción del ser humano por los “agradables horrores”. La identificación de la esa naturaleza agreste y perturbadora con los estados de ánimo del artista sí es tópico reconocible a la par que superficialmente asimilado.
Pero los fragmentos que hacen de este ensayo una lectura novedosa y recomendable nos hacen salir del continente europeo y de las décadas de ebullición romántica para llevarnos a América y a los albores de la Revolución industrial. Es llamativo el contraste entre las distintas reacciones de los poetas al advenimiento de un mundo cambiante. El tren como símbolo de la velocidad del cambio, acogido este con desconfianza por un Wordsworth y con entusiasmo por un Withman, a un lado y al otro del mundo. Si las páginas centrales del libro están dedicadas a la reivindicación del desengaño ilustrado en la figura de Leandro Fernández de Moratín como necesaria parada patria, es inevitable evocar en estos fragmentos la irrupción del ferrocarril y del telégrafo en el Prao Somonte de Leopoldo Alas, tanto o más virgiliano que los bosques de Nueva Inglaterra.
En este mundo nuestro sin asideros, consagrado al individualismo feroz, la asunción de nuestra identidad romántica ayuda. Aunque ya no podamos encontrar la ansiada “soledad profunda” en las cumbres superpobladas
* LA VIDA ME SIENTA MAL. “Argumentos a favor del arte romántico previos a su triunfo”. Alberto Santamaría. El Desvelo Ediciones. 2015.

LA PRIMERA



En 1966, John Barth publica Giles, el niño-cabra. Un homenaje postmoderno, descacharrante y monumental a la pista inglesa de Cervantes, esa que empieza con Tristam Shandy.  El niño-cabra viene a este mundo para cambiarlo todo. Su mundo es una gigantesca organización docente, con todas sus luchas, competiciones, graduaciones, suspensos y evaluaciones académicas externas, y está gobernado por Ordaco, sistema de computación precursor de la inteligencia artificial.
La Universidad en la que se matricula Giles tras marchar de su establo es igual de rígida que nuestro sistema. Ofrece una dura resistencia a las novedades, y muchas veces produce deseos de darle una coz a todo el papeleo, las programaciones y hasta a ciertos colegas temerosos de cualquier cambio.
El humor puede ser una salida, y el lenguaje lo es todo.

 Este espacio pretende dar cabida a todo lo que se supone que no la tiene en una clase convencional, de lo que sea. Aspira a desmentir algunos tópicos: Que en Lengua solo se puede hablar de Lengua. Que las preguntas ajenas al temario son solo una estrategia para perder el tiempo. Que los adolescentes son seres acomodaticios y ensimismados. Que su hábitat es Internet, a menos que por Internet entendamos Youtube y Wikipedia.

Leemos continuamente que el papel del profesor está cambiando. Ya no es un receptáculo de conocimientos oxidados, ni el transmisor exclusivo de claves o códigos. Se nos dice que ahora debemos ser guías que ayuden al individuo en formación a hallar por sí mismo esas claves y esos códigos. Aprender a aprender. Si nos enclaustramos en lo viejo, vendrá un superordenador y nos mandará a casa a ver concursos de la tele. Pues vale. Probemos a ver.