Para el lector tipo de portadas y contraportadas, una cita crepuscular de René de Chateaubriand (“La vida me sienta mal, tal vez me vaya mejor la muerte”, en Memorias de Ultratumba), supone la transportación inmediata a la ristra de lugares comunes que pueblan el Romanticismo
de los textos escolares. Pero a lo largo de este volumen de engañosa
apariencia (no por ligero menos denso), no encontraremos mención al
desventurado joven Werther ni al desventurado joven Bécquer, ni al manual byroniano de cómo debe ser un poeta, ni asoma la mirada sacrílega del doctor Frankenstein. Porque los subtítulos importan y todo empieza en el minusvalorado siglo XVIII.
Alberto Santamaría saca partido de su doble
condición de teórico y poeta, y nos propone un viaje (en tren) de tres
etapas por la época que ha conformado nuestro mundo y a nosotros mismos.
Todos somos románticos, afirma Ortega y Gasset en las
últimas páginas, y no es un “espoiler” sino una verdad palmaria que hace
falta reconocer sin enojo. Durante el trayecto, se va componiendo un
mosaico de nombres ilustres a los que el autor, deja espacio para hablar
con sus palabras propias. Al frente de la máquina, Hegel,
el principio de todo, el filósofo que nadie recomendará en un debate
sin haberlo leído. El bueno de Hegel, inquieto por el fin de “la
tranquilidad normativa” y por la consideración del humor en la
literatura. Pero es Molière, despreocupado de esas
cuestiones, quien bendice la travesía y adelanta, a través de su
Monsieur Jourdain la gran incógnita que vertebra la estética romántica,
la posibilidad de que la prosa, entendida en el sentido más amplio del
prosaísmo de la vida, pueda desterrar al verso de su sagrado lugar en la
literatura. Un paseo platónico por los antecesores y antecedentes que
resulta un descubrimiento.
Todos somos románticos, y más aún si el lector es aficionado al viaje
como antídoto de sus pequeñas prosas cotidianas. Es fácil en esta
segunda etapa identificarse con los caminantes sobre un mar de nubes que
hicieron de las cumbres alpinas el paradigma de lo sublime, concepto
esencial para entender la atracción del ser humano por los “agradables
horrores”. La identificación de la esa naturaleza agreste y perturbadora
con los estados de ánimo del artista sí es tópico reconocible a la par
que superficialmente asimilado.
Pero los fragmentos que hacen de este ensayo una lectura novedosa y
recomendable nos hacen salir del continente europeo y de las décadas de
ebullición romántica para llevarnos a América y a los albores de la
Revolución industrial. Es llamativo el contraste entre las distintas
reacciones de los poetas al advenimiento de un mundo cambiante. El tren
como símbolo de la velocidad del cambio, acogido este con desconfianza
por un Wordsworth y con entusiasmo por un Withman,
a un lado y al otro del mundo. Si las páginas centrales del libro están
dedicadas a la reivindicación del desengaño ilustrado en la figura de
Leandro Fernández de Moratín como necesaria parada
patria, es inevitable evocar en estos fragmentos la irrupción del
ferrocarril y del telégrafo en el Prao Somonte de Leopoldo Alas, tanto o más virgiliano que los bosques de Nueva Inglaterra.
En este mundo nuestro sin asideros, consagrado al individualismo
feroz, la asunción de nuestra identidad romántica ayuda. Aunque ya no
podamos encontrar la ansiada “soledad profunda” en las cumbres
superpobladas
* LA VIDA ME SIENTA MAL. “Argumentos a favor del arte romántico
previos a su triunfo”. Alberto Santamaría. El Desvelo Ediciones. 2015.
No hay comentarios:
Publicar un comentario