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domingo, 27 de marzo de 2016

Románticos del mundo, uníos.

Para el lector tipo de portadas y contraportadas, una cita crepuscular de René de Chateaubriand (“La vida me sienta mal, tal vez me vaya mejor la muerte”, en Memorias de Ultratumba), supone la transportación inmediata a la ristra de lugares comunes que pueblan el Romanticismo de los textos escolares. Pero a lo largo de este volumen de engañosa apariencia (no por ligero menos denso), no encontraremos mención al desventurado joven Werther ni al desventurado joven Bécquer, ni al manual byroniano de cómo debe ser un poeta, ni asoma la mirada sacrílega del doctor Frankenstein. Porque los subtítulos importan y todo empieza en el minusvalorado siglo XVIII.
Alberto Santamaría saca partido de su doble condición de teórico y poeta, y nos propone un viaje (en tren) de tres etapas por la época que ha conformado nuestro mundo y a nosotros mismos. Todos somos románticos, afirma Ortega y Gasset en las últimas páginas, y no es un “espoiler” sino una verdad palmaria que hace falta reconocer sin enojo. Durante el trayecto, se va componiendo un mosaico de nombres ilustres a los que el autor, deja espacio para hablar con sus palabras propias. Al frente de la máquina, Hegel, el principio de todo, el filósofo que nadie recomendará en un debate sin haberlo leído. El bueno de Hegel, inquieto por el fin de “la tranquilidad normativa” y por la consideración del humor en la literatura. Pero es Molière, despreocupado de esas cuestiones, quien bendice la travesía y adelanta, a través de su Monsieur Jourdain la gran incógnita que vertebra la estética romántica, la posibilidad de que la prosa, entendida en el sentido más amplio del prosaísmo de la vida, pueda desterrar al verso de su sagrado lugar en la literatura. Un paseo platónico por los antecesores y antecedentes que resulta un descubrimiento.
Todos somos románticos, y más aún si el lector es aficionado al viaje como antídoto de sus pequeñas prosas cotidianas. Es fácil en esta segunda etapa identificarse con los caminantes sobre un mar de nubes que hicieron de las cumbres alpinas el paradigma de lo sublime, concepto esencial para entender la atracción del ser humano por los “agradables horrores”. La identificación de la esa naturaleza agreste y perturbadora con los estados de ánimo del artista sí es tópico reconocible a la par que superficialmente asimilado.
Pero los fragmentos que hacen de este ensayo una lectura novedosa y recomendable nos hacen salir del continente europeo y de las décadas de ebullición romántica para llevarnos a América y a los albores de la Revolución industrial. Es llamativo el contraste entre las distintas reacciones de los poetas al advenimiento de un mundo cambiante. El tren como símbolo de la velocidad del cambio, acogido este con desconfianza por un Wordsworth y con entusiasmo por un Withman, a un lado y al otro del mundo. Si las páginas centrales del libro están dedicadas a la reivindicación del desengaño ilustrado en la figura de Leandro Fernández de Moratín como necesaria parada patria, es inevitable evocar en estos fragmentos la irrupción del ferrocarril y del telégrafo en el Prao Somonte de Leopoldo Alas, tanto o más virgiliano que los bosques de Nueva Inglaterra.
En este mundo nuestro sin asideros, consagrado al individualismo feroz, la asunción de nuestra identidad romántica ayuda. Aunque ya no podamos encontrar la ansiada “soledad profunda” en las cumbres superpobladas
* LA VIDA ME SIENTA MAL. “Argumentos a favor del arte romántico previos a su triunfo”. Alberto Santamaría. El Desvelo Ediciones. 2015.

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