El primer fotograma de GAME OVER
nos lleva al agua azul de una piscina y al verde de un jardín propio de
las viviendas unifamiliares en las que habitaron con orgullo las clases
medias españolas. Inmediatamente después, la cámara se cuela en una
habitación decorada con réplicas de todo tipo de armas de fuego, y la
bandera de las barras y estrellas. El contraste ha conseguido su
propósito, y la estupefacción no abandona al espectador en casi ningún
momento. Esta es la historia de Djalal, veinticinco años, cuyo proyecto
de vida se estrella contra la vida misma. Djalal, hijo de iraní y catalana, quiere ser mercenario.
Así, tal cual. Embebido por los juegos de guerra, emprende un viaje de
ida desde los campos de batalla virtuales hasta las desoladas colinas
afganas, ausentes de acción bélica, y de vuelta a su habitación y al
mundo que se ha construido a la medida, una suerte de Call of Duty in Tarragona,
y que es pertinazmente recogido en cintas de vídeo. Este trayecto por
la decepción y el desengaño es paralelo al desmoronamiento de su vida
familiar debido a la crisis económica. La
cámara de Alba Sotorra se empotra, a la manera de los
reporteros de guerra, en año y medio de la vida de esta familia rota que
no encuentra respuestas en sus conversaciones de mesa de billar, tan
solo reproches. El espectador asiste en silencio, sin que se le
interpele nunca, a los últimos coletazos de una convivencia que fue bien
mientras hubo con qué pagarla.
Diálogos cortantes entre madre, hijo, y padre, diálogos conciliadores
entre tío preocupado y sobrino que busca en él las referencias que no
tiene, diálogos telegráficos entre Djalal y su novia, compañera y
asistente fiel que se esfuerza por entenderle y, mientras tanto, le
escucha. Existe la tentación de considerar a Djalal como un joven
arquetípico de lo que ahora llaman “generación perdida”. Esos miles de
veinteañeros que se han quedado varados en tierra de nadie recién
comenzada su vida adulta. Nuestro protagonista no tiene estudios, pero
su vocación es tan prístina que bien mereciera una oportunidad de
trabajar en lo suyo. Tampoco carece de iniciativa emprendedora: a la
espera de un mejor futuro, se publicita a través de internet con vídeos
de recreaciones militares por tierra y mar. Y conoce sus cartas y las
que no ha perdido, de ahí que reproche secamente a su padre el no
haberle enseñado el idioma de sus abuelos, al tiempo que su madre le
anima a estudiar las lenguas del futuro. Pero es tarde.
La asepsia narrativa es fundamental en esta historia de personajes fácilmente culpabilizables.
¿De quién es la culpa de que este chico esté varado en su cuarto, del que nunca pareció salir?
Su padre no se arrepiente de haberle regalado armas desde que era un
niño, ni asume su falta de decisión en los momentos en los que hacía
falta. Su madre sí, un poco, de haberse entregado al negocio familiar,
pero no de haberle animado a ir a la guerra. Total, ha vuelto de una
pieza. Esa distancia que adopta la voz narrativa recuerda, por lo
opuesta, a la de Amy, el documental sobre Amy Winehouse en el que su
padre es retratado como una auténtica vergüenza de ser humano.
¿Son los padres también víctimas de la sociedad de consumo que
secuestró las voluntades de tantos españoles en los felices años
noventa?
La complicidad de la cámara con la familia es manifiesta. No hay
necesidad de subrayados, ni de que nadie se dirija a la pantalla para
explicar nada. Los primeros planos son transparentes en este sentido.
Djalal se deja acompañar en sus grabaciones en exteriores, llenas de
oxígeno,y en el opresivo hogar en descomposición. Sobrelleva una vida
sin planes de futuro (¿Te levantas por la mañana y no tienes ningún
proyecto?, le viene a preguntar su tío sentados en las sillas de
plástico de una gasolinera) sin asomo de autocrítica y con una seriedad
que se vuelve en su contra. Sus poses intensas vestido de militar de
élite sin serlo le acercan al patetismo y producen una comicidad no
buscada.
La película se beneficia de la cantidad sorprendente de material de
archivo. Como fruto de su época, y de su situación social, Djalal es
inmortalizado constantemente, incluso en momentos clave de su vida
infantil y adulta. Este material es sabiamente dosificado para rellenar
huecos de información, nunca para encauzar opiniones.
GAME OVER para viejos sueños y viejas actitudes. Pero a los
veinticinco, no puede haber un game over. Todo lo más, un punto y
aparte. GAME OVER se ha proyectado en el Festival de Málaga, en
DocsBarcelona y en DocumentaMadrid.
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