En el último episodio de la tercera temporada de Girls (HBO), la desnortada aspirante a escritora Hanna Horvath
anuncia su marcha de Nueva York a Iowa, pues ha sido aceptada en el
prestigioso posgrado de Escritura fundado en la Universidad del estado
en 1936. Todos se alegran por Hanna, excepto, claro está, su desnortado
novio actor. Es el paso lógico para alguien que se da cabezazos
literales por pertenecer al gremio.
Al mismo tiempo, en alguna nación mediterránea, un joven que empieza a
relacionarse con el mundillo decide ampliar sus conocimientos o darles
un lustre más práctico. Los másteres sobre el asunto están apenas recién
nacidos, cuestan una pasta y la asignaturas (y sus profesores) son las
mismas que cursó en la carrera. Decide apuntarse a un taller de
escritura, Pero, en este caso, quizá no lo comunique en su círculo, ni
lo cuelgue en su muro ni lo mencione en su blog. Tendrá que bregar con
la extrañeza, y las preguntas. Para defenderse, se comparará con los
pintores, que pueden ir a academias o estudian Bellas Artes. Pero, en el
fondo, sabe que un escritor nace y si acaso, se hace solo, pasando frío
y penalidades en una húmeda buhardilla mientras escribe la novela
definitiva.
Confiando en que le dejarán pasar al nivel avanzado, se presenta el
primer día de clase con su bolígrafo y su cuaderno de notas. Advierte la
heterogeneidad de los arquetipos humanos allí presentes: un ama de
casa, un recién jubilado, una economista, un físico, ¡un filósofo!, cuyo
único punto en común parece ser la firme determinación de sacar del
cajón la novela que llevan toda la vida escribiendo. Debe de ser el
único que en el cajón solo tiene calcetines. Comprueba con desazón que
no le han puesto en el nivel avanzado, sino en el inicial. Pasará los
meses siguientes trabajando ejercicios de estilo a lo Queneau,
descubriendo decálogos varios y repasando los elementos del texto
narrativo. Irá identificando a sus compañeros. El que entiende la
escritura como terapia y se desahoga con desconocidos, el adicto a
escucharse en voz alta, el que no tolera ni una crítica, el entusiasta
de todo, el mesurado, el tímido, el que no escribe jamás. Utiliza el
género masculino, pero las mujeres asistentes ganan por mayoría. ¿Pueden
ser estos estereotipos la causa de la frialdad con que se acoge a los
que admiten asistir a un taller de escritura?
Medita ampliamente su estrategia de defensa. Sabe que su país, además
de ser de charanga y pandereta, es muy de burbujas. Se desinfló (de
momento) la más grande, pero surgieron otras en su lugar, casi peores.
La burbuja de cursos para llenar el tiempo libre, por ejemplo. Y todos
idénticamente adjetivados. La apostilla “creativa” que acompaña
invariablemente los nombres de los infinitos cursos de repostería,
costura, música, es una redundancia y un eufemismo, además. Cámbiese
“creativa” por “re-creativa” y se entenderá mucho mejor lo que se puede
obtener con la matrícula. La escritura es otra cosa, o al menos, tiene
que serlo.
¿Se puede aprender a escribir? Por supuesto. A escribir novelas,
cuentos, guiones, obras teatrales, tesis doctorales. Y si antes se toma
un curso rápido de redacción y estilo, mejor que mejor. Hay manuales
para todo eso. Visto así, ¿A qué ir a un taller literario?
El joven tallerista sabe que, en otras latitudes, los “talleres de
escritores”, no de escritura, son lugares de creación de prestigio.
Pueden tener su espacio en resonantes aulas universitarias de Princeton o
Iowa, en centros comunitarios, o en una cocina de Oregón, como el
taller de Tom Spambauer.
Parece este un buen motivo para asistir a un taller literario.
Escuchar y aprender de un escritor contrastado. O quizá sea ese un error
común, confiar en que el escritor contrastado sea además un magnético
transmisor de su ciencia. Un mago generoso que comparte sus trucos a
cambio de una entrada. Pero no nos engañemos, es una especie más bien
rara. Mucho más aprovechable es el profesor que no habla de sí mismo,
sino de los demás. Chéjov a un lado de la mesa, Carver en el otro, para la sesión inaugural.
El joven sabe, que, realmente, solo hay dos motivos: la necesidad de
ser escuchado, y valorado; y la necesidad de disciplina. Redescubre la
tensión de la fecha límite de entrega, y la presión de que haya alguien
aguardando su trabajo. Él mismo aprenderá a escuchar, y a manejarse
entre perspectivas dispares. Entenderá que la soledad del escritor rinde
más si es compartida.
“Para empezar, no está nada mal”, piensa.
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