cabra

cabra

sábado, 12 de noviembre de 2016

¿Para qué sirve un taller de escritura?


En el último episodio de la tercera temporada de Girls (HBO), la desnortada aspirante a escritora Hanna Horvath anuncia su marcha de Nueva York a Iowa, pues ha sido aceptada en el prestigioso posgrado de Escritura fundado en la Universidad del estado en 1936. Todos se alegran por Hanna, excepto, claro está, su desnortado novio actor. Es el paso lógico para alguien que se da cabezazos literales por pertenecer al gremio.
Al mismo tiempo, en alguna nación mediterránea, un joven que empieza a relacionarse con el mundillo decide ampliar sus conocimientos o darles un lustre más práctico. Los másteres sobre el asunto están apenas recién nacidos, cuestan una pasta y la asignaturas (y sus profesores) son las mismas que cursó en la carrera. Decide apuntarse a un taller de escritura, Pero, en este caso, quizá no lo comunique en su círculo, ni lo cuelgue en su muro ni lo mencione en su blog. Tendrá que bregar con la extrañeza, y las preguntas. Para defenderse, se comparará con los pintores, que pueden ir a academias o estudian Bellas Artes. Pero, en el fondo, sabe que un escritor nace y si acaso, se hace solo, pasando frío y penalidades en una húmeda buhardilla mientras escribe la novela definitiva.
Confiando en que le dejarán pasar al nivel avanzado, se presenta el primer día de clase con su bolígrafo y su cuaderno de notas. Advierte la heterogeneidad de los arquetipos humanos allí presentes: un ama de casa, un recién jubilado, una economista, un físico, ¡un filósofo!, cuyo único punto en común parece ser la firme determinación de sacar del cajón la novela que llevan toda la vida escribiendo. Debe de ser el único que en el cajón solo tiene calcetines. Comprueba con desazón que no le han puesto en el nivel avanzado, sino en el inicial. Pasará los meses siguientes trabajando ejercicios de estilo a lo Queneau, descubriendo decálogos varios y repasando los elementos del texto narrativo. Irá identificando a sus compañeros. El que entiende la escritura como terapia y se desahoga con desconocidos, el adicto a escucharse en voz alta, el que no tolera ni una crítica, el entusiasta de todo, el mesurado, el tímido, el que no escribe jamás. Utiliza el género masculino, pero las mujeres asistentes ganan por mayoría. ¿Pueden ser estos estereotipos  la causa de la frialdad con que se acoge a los que admiten asistir a un taller de escritura?
Medita ampliamente su estrategia de defensa. Sabe que su país, además de ser de charanga y pandereta, es muy de burbujas. Se desinfló (de momento) la más grande, pero surgieron otras en su lugar, casi peores. La burbuja de cursos para llenar el tiempo libre, por ejemplo. Y todos idénticamente adjetivados. La apostilla “creativa” que acompaña invariablemente los nombres de los infinitos cursos de repostería, costura, música, es una redundancia y un eufemismo, además. Cámbiese “creativa” por “re-creativa” y se entenderá mucho mejor lo que se puede obtener con la matrícula. La escritura es otra cosa, o al menos, tiene que serlo.
¿Se puede aprender a escribir? Por supuesto. A escribir novelas, cuentos, guiones, obras teatrales, tesis doctorales. Y si antes se toma un curso rápido de redacción y estilo, mejor que mejor. Hay manuales para todo eso. Visto así, ¿A qué ir a un taller literario?
El joven tallerista sabe que, en otras latitudes, los “talleres de escritores”, no de escritura, son lugares de creación de prestigio. Pueden tener su espacio en resonantes aulas universitarias de Princeton o Iowa, en centros comunitarios, o en una cocina de Oregón, como el taller de Tom Spambauer.
Parece este un buen motivo para asistir a un taller literario. Escuchar y aprender de un escritor contrastado. O quizá sea ese un error común, confiar en que el escritor contrastado sea además un magnético transmisor de su ciencia. Un mago generoso que comparte sus trucos a cambio de una entrada. Pero no nos engañemos, es una especie más bien rara. Mucho más aprovechable es el profesor que no habla de sí mismo, sino de los demás. Chéjov a un lado de la mesa, Carver en el otro, para la sesión inaugural.
El joven sabe, que, realmente, solo hay dos motivos: la necesidad de ser escuchado, y valorado; y la necesidad de disciplina. Redescubre la tensión de la fecha límite de entrega, y la presión de que haya alguien aguardando su trabajo. Él mismo aprenderá a escuchar, y a manejarse entre perspectivas dispares. Entenderá que la soledad del escritor rinde más si es compartida.
“Para empezar, no está nada mal”, piensa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario