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domingo, 2 de junio de 2019

LA DISTOPÍA CHERNOBYL

Durante los capítulos primero y cuarto, Chernobyl, la serie, parece Tiburón. O El enemigo del pueblo. Un punto y final en la vida de tranquilas y aburridas comunidades que debieron evitar las autoridades competentes, y pertinentemente advertidas. Ante el dilema prestigio social/seguridad, gana siempre el primero. El qué dirán nuestros vecinos, que aprovecharán la coyuntura para arrebatarnos nuestra bien labrada posición en el orden local o global. El ser humano se ha ido construyendo a base de errores y enmiendas, si bien algunas llegan tarde, o nunca. En televisión, el invierno ya se ha ido, pero llega la mortecina desolación de Chernobyl para recordarnos que una distopía no ha de ser necesariamente ni ficción ni futura. Por eso, los capítulos segundo y tercero recuerdan tanto en lo formal  a El cuento de la criada, de oportuno y próximo retorno.  Las grandes distopías de nuestro tiempo, las de Orwell, Bradbury, Brooker o Atwood, han cristalizado en un presente igualador en lo siniestro, y por eso lo sucedido en Chernobyl aquella noche de 1986 y los posteriores acontecimientos carecerían de verosimilitud en un relato enteramente ficticio. La civilización occidental tendría que haberse despedido del planeta que tanto maltrata, pero no, aquí seguimos. Tentando la suerte otra vez en 2011. Los átomos de muerte que respiran los vecinos de la central nuclear Vladimir Yllich Lenin permean cada plano. Los días grisáceos de luz extraterrestre son idénticos a los que disfrutan las doncellas de Gilead en sus paseos al supermercado. Los bloques de viviendas, auténtico hormigón soviético, macilentos como las casas bostonianas de la república. Los rostros graníticos de quienes deciden y condenan, proscritas las risas. Idéntico también es el ruido que los estados totalitarios hacen al caer, en demoliciones incontroladas. La cámara lenta coreografiando las rutinas. Oigan eso, es el silencio. No hay notas sonoras, sin melodías de cabecera, ni subrayados musicales. Solo retazos electrónicos y discursos monocordes y rítmicos en su machaconería del todo está bien, las salmodias de presentación y, en este caso, el chirrido de los dosímetros que parece van a explotar en cualquier momento. 
Chernobyl, la serie, es ficción, olvidan los artículos que brotan comparando lo contado y lo sucedido fotograba a fotograma, ejercicios inútiles de puntualización para un espectador que puede ver y consultar al instante. Desde Propp, ruso más ilustre que todos los camaradas ingenieros que aprietan botones demasiado pronto o demasiado tarde, necesitamos un héroe y un villano. Pero se quedó corto en el catálogo de matices y caracteres. Aquí los malos son uno, negligentes y obsesionados. No parecen creaciones hiperbólicas fruto del revanchismo capitalista. Los héroes tradicionales que se enfrentan a la catástrofe en sus primerísimos momentos sin saber las consecuencias quedan oscurecidos por ejércitos de antihéroes, mineros, militares, civiles ofrendadores conscientes de sus propias vidas para salvar, de verdad, a su pueblo, por 300 rublos y unos litros de vodka. Y rescatando la ética de la responsabilidad de entre los escombros, un par de científicos (Emily Watson y Jared Harris)y un ministro (Stellan Skarsgård) que cae a tiempo del caballo.
Vean Chernobyl y afronten el verano con el alivio de seguir vivos, la desazón por la soberbia humana o la incertidumbre acerca de cuál será el próximo envite. 

1 comentario:

  1. Tengo tu abono transporte, te lo dejaste en el bus, mándame un correo por favor.

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