Pocos nombres hay en la
industria que generen tanta controversia como Christopher Nolan
(Londres, 1970). Aunque él se lo ha buscado. Pionero en aunar cine-
espectáculo y de autor, mantiene película tras película unas
constantes reconocibles que irritan o entusiasman según toque. De
ahí que su debut en el género bélico haya despertado tanto interés
como suspicacias. Para empezar. En las numerosas entrevistas que ha
concedido, dando la razón a los que le reprochan haberse entregado
al capital, niega que sea esta una película de guerra, sino más
bien un thriller.
Sea como fuere, nos
encontramos ante la historia más concisa y de menos exigencia
intelectual de toda su trayectoria. Aceptemos que el propósito
principal es arrasar en la taquilla veraniega, lo que está
consiguiendo, pero es evidente que no nos vamos a encontrar otro
Pearl Harbor (2001).
Nolan nos recuerda algo
que lectores y espectadores suelen olvidar: el realismo en la ficción
no existe. Igual que no es posible aprender Historia con una mera
dieta de novela histórica, no vamos a saber más de lo que pasó en
esa playa norteña entre el 26 de mayo y el 4 de junio de 1940. De
eso ya se encargan los artículos que llenan los medios
puntualizando/reivindicando/corrigiendo. Es más: el guion desecha
casi por completo el punto por el cual la Operación Dinamo ha pasado
a la posteridad como un cuasi milagro, una insólita historia de
superación colectiva, que diríamos ahora.
Podría decirse que se
desecha también el valor de la palabra. No es una película casi
muda, como se puede leer por ahí, pero su economía lingüística es
uno de los tres puntos que sirven al objetivo inicial. Respecto al
primero, si la palabra apela a la reflexión y la imagen a la
emoción, Nolan ha ido a provocar. Temas presentes en toda su obra
como la angustia, la supervivencia, o la lucha entre el individuo y
sus circunstancias se notan palpitantes en esta hora y media de muy
comentada estructura narrativa, el segundo punto. Porque no es
lineal, claro, y choca con lo que el aficionado espera. Coherente con
su propósito de llegar a la mayoría, pero incapaz de renunciar a sí
mismo, el director nos obsequia con una coordenadas precisas nada más
comenzar: tres planos, tres secuencias cronológicas. La peripecia de
los soldados en la playa, una semana. La del aterrado soldado
adolescente y sus evacuaciones interruptus, un día. La del piloto
de combate, una hora. Los tres planos se entremezclan dando pistas
suficientes para que no nos perdamos, si bien la confusión aparece
en ocasiones. No puede ser de otra forma, siendo el caos el orden
imperante cuando de sobrevivir se trata. Y el tercer punto, sin
discusión, la banda sonora. Una secuencia distorsiada de sonidos
fantasmales que anticipan y subrayan el horror y la ininteligibilidad
de lo que está pasando. Hans Zimmer evita las notas épicas salvo en
cierto momento, el momento épico, fallido por otra parte, y consigue
que las sirenas, las hélices, los chapoteos, se incrusten en la
memoria como auténticos sonidos de la muerte.
A este plan se entregan
con entusiasmo todos y cada uno de los miembros del reparto. Los
jóvenes debutantes Fionn Whitehead y Harry Styles (del que Nolan
asegura desconocer quién era), el aguerrido Mark Rylance en su barco
recreativo, el conmocionado Cillian Murphy como víctima del estrés
postraumático, el imperturbable Tom Hardy en el aire y el austero
Kenneth Branagh que ve culminar su ímproba misión de salvar a casi
todos.
Sin embargo, hay algo que
no han destacado los críticos, enredados en si la frialdad en la
construcción de personajes marida o no con las secuencias
espectaculares de batallas aéreas y navales. Y es que el verdadero
drama comienza tras el regreso. Ante los vivas de los compatriotas
que se han reunido para recibirles, el joven protagonista afirma que
tan solo se ha dedicado a sobrevivir. Acurrucados en el tren que les
lleva a casa, los dos soldados leen el periódico y se dan cuenta de
que sobrevivir no va a ser suficiente contra la etiqueta de la
cobardía. El recientemente incorporado “síndrome del impostor”
dicen que atormenta a personas que se consideran inmerecedoras del
éxito obtenido, y se piensan a sí mismas como un fraude. Estos
chicos que fueron a una guerra monstruosa de la cual salen vivos, al
menos de momento”, se perderán en comparaciones vanas con aquellos
que se sacrificaron por la libertad de su pueblo. En contraposición
al clímax de los civiles patriotas que se acercaron a Dunkerque con
sus propios barcos a rescatar a sus soldados, qué hicimos nosotros,
será la pregunta que les acompañe siempre.