Hasta hace poco, uno se cruzaba con las
Señoras Que Quedan Para Andar ( Facebook dice) a horas tempranas en
los parques de ciudades del extrarradio y esbozaba una sonrisilla
medio cruel medio envidiosa viéndolas marchar con ritmo acompasado
seguras de ganar la carrera de la vida sana. En esta sociedad nuestra
en cambio constante, las dicharacheras jubiladas se convirtieron sin
saberlo en la avanzadilla de la nueva moda: caminar. Brotan en los
medios investigaciones que superponen las bondades de andar frente a
los riesgos de correr. Si antes la natación era el deporte más
completo, buenas noticias para los de secano. Ahora es andar. La
industria editorial, siempre a la que salta, ha complementado la
apuesta rescatando toda una serie de obras que proporcionan la
coartada intelectual perfecta para los enemigos del ejercicio en
interiores. Andar: Una filosofía, de Fréderic Gros (Taurus
2014); Walderlust, una historia del caminar, de Rebecca
Solnit (Capitán Swing, 2015); o Caminar, dos pequeños
ensayos de William Hazzlit y Robert Louis Stevenson en Nórdica
Libros,recuerdan que caminar y pensar siempre han sido conceptos muy
bien avenidos. Un vistazo a los índices es suficiente para
abrumarnos a referencias a cual más elevada, y nos hace preguntarnos
si realmente hubo algún filósofo que no utilizara sus pies para
poner en marcha su mente. Proliferan las citas de Nietzsche,
Kierkegaard, Heiddeger, Rousseau, Thoureau, Withman. Todos ellos
originarios de regiones con cientos de kilómetros de bosques
disponibles. Todos compartiendo un axioma común: caminar a solas en
la naturaleza. Pero puede antojarse demasiado tópico, o inviable,
ordenar los pensamientos frente a un valle idílico, o en la cumbre
de una montaña. En la ciudad también se puede. Un entorno
tradicionalmente hostil para el caminante, cuyas señas de identidad
no contribuyen precisamente a la tranquilidad de espíritu. Un reto
mayor.
En Elogio del caminar (Siruela,
2012), el profesor francés David Le Breton expone el hecho
incontestable de que las grandes ciudades no se hicieron para ser
caminadas ,y se remonta a los principios de las redes de transporte y
de la industria automovilística para explicar el recelo que sigue
causando el que camina. En las ciudades actuales se ha llegado a un
acuerdo, que podría resumirse en que se permite el paseo relajado ,
o la marcha más atlética,en zonas acotadas para ello como parques y
jardines, o incluso en las aceras, si el trayecto incluye mirar
escaparates.
El recelo y la desconfianza surgen
contra los que simplemente van andando, a veces sin rumbo
planificado. En este sentido, todos los que hayan caminado alguna
ciudad de Norteamérica, se habrán parado ante algún cartel
amenazante que advierte de deambular o merodear, o incluso permanecer
de pie en los alrededores de un edificio público, o en el interior
de zonas residenciales.
La connotación peyorativa de ambas
acciones convierte al caminante en sospechoso. Y no digamos si está
solo. No hace falta disfrazarse como hacía George Orwell en los
barrios de Londres para buscar la verdad, solo permanecer quieto en
una esquina más tiempo del estrictamente necesario para observar
algo, o pasar dos veces por el mismo sitio sin motivo aparente. Pero
las ciudades han de ser caminadas para ser reconocidas, y también
para reconocerse a uno mismo en ellas. Otros grandes prefirieron el
asfalto a la maleza, como Baudelaire y Balzac. La ciudad como
personaje literario nace del relato que el caminante entabla con el
entorno vivo y un poco gruñón que le rodea.
Si el tema filosófico o literario no
termina de convencer para echarse a la calle, la ciencia acude. Está
demostrado , dicen los investigadores, que hay una profunda conexión
entre caminar, pensar (y escribir). Aumenta el nivel de
concentración, la memoria a corto plazo, y estimula la creación de
nuevas conexiones cerebrales.
No por esto, sino presionadas por el
cambio de paradigma urbano relativo a las cuestiones medioambientales
y al auge del turismo, las modernas ciudades se están volviendo
hacia el viandante. Aceras más anchas, mayor cuidado de las zonas
verdes, movimientos vecinales y planes municipales facilitan perderse
y encontrarse al ritmo que marque cada uno. El ser considerada
#ciudadcaminable es un punto a favor para recibir visitantes. Todas
las urbes con impulso turístico cuelgan en sus páginas web rutas
muy diversas con todo tipo de informaciones, como Barcelona, que
organiza circuitos de caminatas para todas las edades
(http://www.bcn.cat/trobatb/es/barcelona
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