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domingo, 23 de mayo de 2021

FERIA, de Ana Iris Simón


La jugada perfecta. Una narradora debutante en un sello minoritario cumple de modo preciso los parámetros actuales del buen debut (mujer joven, autoficción, alabanza de aldea) encuentra en redes a comentaristas que destapan el subtexto político más polémico posible. Y así es cómo Ana Iris Simón consigue con su primera obra una resonancia extraliteraria que la distancia de coetáneas con propuestas concomitantes como Andrea Abreu y su Panza de Burro (Barrett, 2021) y algo antes, Elisa Victoria con Vozdevieja (Blackie Books, 2019). Y como era previsible en estos días en los que todo absolutamente todo es política y todo absolutamente todo ha de ser etiquetado para comodidad del consumidor, el ojo de Mordor/Twitter comienza las prospecciones arqueológicas, rescata párrafos en capturas de pantalla y términos como "rojipardo" para indignación de unos y perplejidad de otros y regocijo del negocio. A esta labor contribuye sin duda la distribución en episodios cortos de títulos llamativos (Yo duermo abajo y arriba España, La historia que emocionaría a Juan Manuel de Prada, Patria, estirpe y linaje, Toda mujer ama a un fascista) fácilmente extractables. Imposible resistirse a compartirlos. 

Pero esto es una reseña literaria y Feria no es un ensayo sociológico sino una novela, por más que haya cogido con impulso la ola adecuada. La historia de una familia y de un territorio sentimental e histórico, fluidamente narrada desde la voz treinteañera y desencantada de una periodista que decide desandar el camino del campo a la ciudad y volver al espacio de donde toda una generación anhelaba salir. 

El mismo título y el prólogo del cantante alternativo asturiano Pablo Und Destruktion ya anticipan que lo verdaderamente distintivo de esta conjunción de autobiografías no es el mero "ser de pueblo" sino la identidad nómada de la familia feriante. El primer capítulo a modo de post de Facebook o carta al director moderadamente quejosa da paso a la retrospección. Las ferias rodantes que están insertas en el adn de todo español hasta la generación centeniall, que conformaban el punto de encuentro estival entre los que se fueron, los que se quedaron, los visitantes, los forasteros casuales y los vecinos de tertulia nocturna. La mirada nostálgica de la narradora, nieta de feriantes de pro, se escora hacia la complacencia y la suave provocación ya desde el inicio, añorando esos tiempos de explotación animal y remedos del Freaks de Tod Browning. Esta aspiración a epatar, no ya a la burguesía, sino al tuitero medio, se reproduce en anécdotas excéntricas como la del feto en el tarro de cristal, producto del aborto espontáneo del que hubiera sido su hermano. 

Las vivencias infantiles se van ensartando en unas coordenadas geográficas muy concretas (Campo de Criptana, Ontígola, Aranjuez), que dibujan idílicos paisajes emocionales e infancias rodeadas de aire libre y de  familia siempre dispuesta a alimentar el cuerpo con buenas comilonas y el espíritu con enseñanzas temporales.  Es fácil ganar la comparación con los rostros cetrinos de nuestros adolescentes a su teléfono móvil pegados. La remembranza nostálgica que emparenta la obra con tantas otras protagonizadas por niños y admiradores del cualquier tiempo pasado fue mejor, es recurso previsible y efectivo. 

Lo que en verdad da aire a la historia y alas al escándalo revisionista es la relación de Ana Iris con su padre. De nada servirían los mimbres neorrurales sin ese cartero de pueblo de firmes convicciones comunistas y con el verbo lo suficientemente trabajado como para polemizar con su hija, que desde bien temprano tiende a llevarle la contraria. Ese capítulo titulado Jesucristo fue el primer comunista sirve para rescatar lemas y contradicciones del comunismo old- fashioned que siguen vivas. La imposibilidad del obrero de tener patria, la familia como sustento y y raíz, los tres días de luto que decretó Cuba tras la muerte del dictador. Este hombre que trasciende su modesta formación con una facilidad notable para la abstracción y el símbolo, define a su ex mujer y madre de la narradora como "un universo que se expande". 

Hasta la página 178, Feria es tímida. En el ejercicio nostálgico, en las descripciones de caracteres, en la crítica al pijo de Malasaña, en el empleo de palabras terruñeras que hubieran enriquecido sobremanera la narración. Vocabulario manchego que sí se disemina con más alegría en el tramo final del relato, y que por otra parte no es desconocido para el urbanita gracias a los exitosos cómicos de la tierra.  En esa página hace su aparición estelar Ramiro Ledesma y en el temeroso lector se enciende el código rojo (rojipardo). Ese lector contemporáneo que comparte su preocupación por la publicidad subliminal del falangismo y avisa del peligro como ciudadano responsable que es. Cuidado, que os podéis convencer. Mejor no lo leáis. Barbra Streissand no nos enseñó nada. 

En este progreso al desenlace, la voz narrativa se permite más margen, y riega su evocación de opiniones francamente incorrectas para el feminismo 3.0, lo más valioso de estas últimas páginas. Lo hace simplemente recordando las contradicciones a las que se siguen sin dar respuesta y que explican en parte la existencia de individuos de género femenino que no comulgan el discurso hegemónico. Pinceladitas incómodas como ciertas palabras de Silvia Plath que sin duda provocarán su cancelación, otras  acerca de la estafa de la emancipación laboral femenina, o del hecho de que ninguna mujer se entacona y demás para pasar la tarde sola en casa, o cómo todos los hombres que miran escotes y se atavían de mujer son sátiros excepto si son músicos de trap o reguetón. Es curioso que toda la ira  se la  haya llevado la calculada aproximación a las ideologías preconstitucionales. 

Con todo, un debut solvente y agitaconciencias que esperemos tenga continuidad en lo que a contar historias se refiere. 

Feria, de Ana Iris Simón. Círculo de Tiza, 2020. 232 páginas.



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