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lunes, 29 de julio de 2019

UTOYA, 22 DE JULIO

No será la última vez ni la más señalada que coinciden relativamente en el tiempo dos recreaciones ficcionales de un mismo suceso. En estos casos suele pasar que quien da primero, da dos veces, aunque esta vez ha sido una excepción, según el recibimiento crítico. Hace un par de años, Paul Greengrass facturó para Netflix su larga y lineal visión de los hechos, pasando bastante desapercibida entre la cada vez más abrumadora oferta de la plataforma, y también con una tibia acogida en la Mostra de Venecia. Este 22 of July comparte título con la recién estrenada en cines Utoya, 22 of July - obra del local Erik Poppe - y apenas nada más.  Las distancias son notables en cuanto a pretensión artística, propósito y público objetivo. Greengrass, un experimentado director de dramas basados en hechos reales tan fiables como United 93 (2006) o Captain Philips (2013) decepciona en esta ocasión. Opta por una excesivamente extensa narración excesivamente lineal y encorsetada en unos parámetros peligrosamente cercanos en ocasiones al telefilme de sobremesa. Sobre todo, en la intención explicativa y en los apuntes de historia de superación del muchacho protagonista. Sin ser una mala película, es evidente su intención de conmover y explicar a un tiempo, a un público ansioso de porqués. Personas normales como las víctimas que buscan alivio tras el asombro y la indignación. Aunque el mismo pergeñador de los actos terroristas se lo ponga difícil. 
Nada de eso interesa a Erik Poppe, que ha afirmado públicamente su rechazo a dramatizar una situación ya de por sí inverosímil. Su propuesta con actores no profesionales aúna ética y estética. Un plano secuencia de 77 minutos, cinco más de lo que duró el ataque, de indudable complejidad técnica, que se desvela como artefacto idóneo para agarrarnos del cuello y transplantarnos a la isla infausta, siempre a la zaga de Kaya, la protagonista simbólica que presta su perspectiva para radiografiar el horror. Caduco el concepto "cámara al hombro", aquí está en las nucas, en las manos temblonas que teclean en el móvil, en el barro, pegada a las cabezas aterradas entre ramas, respirando aterida en los recovecos de piedra. 
Y en el centro de todo, la dispar elección acerca de cómo describir El Mal, así con mayúscula. Mostrarlo, describirlo, a riesgo de humanizarlo y provocar alguna mínima identificación o empatía, es lo que hace el guion de Greengrass, basado en el libro autobiográfico de un superviviente, One of Us. Y es lo que no tuvieron más remedio que hacer las autoridades noruegas.  Anders Danielsen Lie, visto en Personal Shopper (2016) compone un Breivik de una gelidez hiriente. Suyo es el peso moral de la historia, como creador solitario y absoluto. 
Poppe escoge la opción en extremo opuesta: el ser humano queda esbozado únicamente por los 72 minutos de disparos y por un par de siluetas recortadas en la neblina. La carga de angustia y de incertidumbre se hace por momentos insoportable, incluyendo detalles reales como el uniforme de policía que Breivik emplea para acceder a la isla, y que azuza en los jóvenes un sentimiento brutal de no entender nada de lo que está pasando. Es inevitable recordar títulos como Room (2015), en la que también se le niega toda visibilidad al perpetrador del secuestro. 
Para los que necesitan contexto, la cinta de Greengrass es útil y consoladora. Sirve además para sacar brillo de un sistema judicial arquetípico del primerísimo mundo. Qué hubiera sido del terrorista en manos de la policía de otras naciones que se suponen de ese club, por ejemplo. Es sumamente instructivo contemplar cada paso del proceso y la exquisita atención que desde el primer momento se le proporciona, independientemente del odio y la vergüenza concitadas en sus compatriotas. Los daños colaterales de tamaño cuidado se reflejan con amargura en el abogado de oficio que escoge con total premeditación. Un profesional del Derecho, en toda la extensión del término, abocado él y su familia al rechazo, al insulto y a la amenaza a pesar de ser él mismo miembro activo de la ideología que su defendido aspira a extinguir. 
 Tanto en las dos versiones como en los sucesos reales, como en cualquier acto de este tipo que sacude periódicamente a nuestro civilizado mundo, la pregunta que se incrusta en las mentes es cómo esto ha podido pasarnos a nosotros. La incredulidad no se agota, por más insistentes golpes que sufra nuestra molido sistema. Y, como no nos lo terminamos de creer, no pasamos a la fase de reacción. Clarísimo ejemplo de esto es la serie británica Years And Years, que se ha convertido en la distopía apocalíptica menos distópica del audiovisual contemporáneo. Su visionado, junto con los largometrajes comentados en estas líneas, conforman un apetecible combo para pasar un verano de reflexión y desasosiego. 

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