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domingo, 16 de diciembre de 2018

THE ROMANOFFS

Es culpa nuestra. Los televidentes del siglo XXI no somos tan diferentes de los lectores decimonónicos. Compramos un universo de historias, personajes, conflictos, apariencias. Lo incorporamos a nuestra mundanidad durante siete años, y al concluir el contrato y proponérsenos uno nuevo, ansiamos que todo siga igual. A tenor de las críticas, El amigo Matthew Weiner se ha topado con el horizonte de expectativas. Aunque parecía intuirlo, visto el reparto de viejos conocidos con los que ha jalonado esta atípica sucesión de capítulos independientes acerca de las tribulaciones de tener, o no tener, alguna molécula de la sangre real más legendaria de la edad contemporánea. Además de la producción fastuosa, que sí remite por momentos a las entretelas de Madison Avenue, es esta una propuesta demasiado irregular. Ocho episodios servidos en plataforma exclusivamente online pero a la vieja usanza, a razón de uno por semana, que se antojan más dispares en fondo y forma de lo que su creador tenía en mente. El propio título escogido para el conjunto, The Romanoffs, nos advierte ya en cierta manera de que nos hallamos ante una cierta dosis de sucedáneo. Como los son los descendientes con doble ff en lugar de la v preceptiva, como así es informada la aburrida consorte de "The Royal We", cuando acude a inscribirse como participante en el crucero temático sobre los ancestros reales de su marido. 
En vista panorámica, comprobamos la diversidad y disparidad de la descendencia real dispersa por el mundo. Este rasgo tan de hoy, la preocupación por reflejar la diversidad, se materializa excelentemente en los marcos más o menos urbanos que dan cobijo a las tramas. París como comienzo, y como final, Londres, la Alemania profunda, la Rusia más profunda, el crucero, Ciudad de México,Nueva York siempre. Mucho afán que, en episodios como "Panorama", se quedan en una mera postal para anglosajones habitada por individuos deambulantes y un recurrente Zócalo huérfano de vendedores niños y limpiabotas. Dentro de esta variedad desigual, son mayoría las tramas sutiles, en las que los setenta y pico minutos de media no pasa realmente nada, muy al gusto de los emuladores de Carver, y justamente por esto, sobresalen en interés las escasas ocasiones en las que el  interés del punto de partida no se difumina al poco o un giro reaviva el devenir mortecino de los personajes. Así comienza el primer capítulo, "The Violet Hour",según el orden propuesto, que escenifica la confrontación entre dos maneras de pensar y de vivir, la americana y la europea, en pugna por el común objeto de deseo y verdadero regocijo de la función, el espectacular piso en pleno centro de París. Los temas subyacentes como la decadencia del señorío, la forzada convivencia con el otro y las hipócritas relaciones familiares palidecen ante los planos semi-secuencia de las habitaciones, como si de un vídeo de agencia inmobiliaria se tratase. A los espectadores de la competición siempre les quedará el consuelo de saber que no podrían mantenerlo. 

Dos episodios más merecen indudablemente un visionado, y podrían de verdad funcionar como películas independientes. El tercero, "House of Special Purpouse", nos regala un fenomenal duelo interpretativo entre Christina Hendricks como estrella en horas bajas e Isabelle Huppert como directora sociópata y un pelín desequilibrada. El rodaje desastroso de una serie sobre Los Romanov es la excusa para que ocurran toda clase de fenómenos poco normales. Brilla la forma, cómo no hacerlo en este contexto, y el fondo no se diluye. 
Pero es el séptimo episodio el más perturbador y el que pone de veras a funcionar el cerebro. Especialmente meritorio dado que el sexto es el más inane de toda la serie. Muchos ni habrían llegado a él. En The End of the Line, el dilema ético que brota en una desolada población rusa nos abofetea sin piedad ninguna y nos sorprende desprevenidos, esperando ya otro muestrario de pequeñas miserias cotidianas. El frío en todas sus facetas es sobrecogedor.  Un dilema de digestión mucho más ardua que el planteado en "Bright and High Circle" y su homenaje a las mujeres desesperadas de Wisteria Lane.
El octavo y último episodio funciona también como final de trayecto, con una ruta circular. De París a París, en una historia de cajas chinas y armarios occidentales que recuerda en estética y construcción a Patrick Melrose, que reseñamos recientemente aquí.
Como es preceptivo en estos tiempos, tenemos arquetipos de mujeres fuertes para elegir, mientras que los hombres se dejan llevar, y embaucar, por muy descendientes que sean. Pero salvo momentos aislados, "fallido" es el adjetivo que encaja mejor para esta antología de seres improbables en en una mezcla improbable de espacios y tiempos. La Gran Duquesa María, única Romanov certificada y residente en Madrid, ya ha dicho que no le ha gustado. 

domingo, 11 de noviembre de 2018

PATRICK MELROSE, POBRE NIÑO RICO

Sky Tv existe. Para muchos dejó de ser una plataforma clandestina los días en los que la estación de Cercanías de Sol estuvo empapelada con su cabeza de cartel para la temporada televisiva. Patrick Melrose, o Benedict Cumberbatch recreando a un drogadicto no tan funcional como en anteriores ocasiones. Estrenada en España el 18 de septiembre, bien merece un vistazo. Cinco único episodios de duración y estructura bien medidas, que condensan los cinco tomos de la autobiografía del aristocrático escritor británico Edward St.Aubyn. La amarguísima infancia, juventud y primera madurez se muestra como una suerte de sórdido reverso de Downton Abbey,  alternando épocas y espacios muy diversos y distantes. El público obrero siempre se ha deleitado con las desgracias de los ricos, que también lloran pero lo disimulan mejor. El principal escollo que ha solventado un guion brillante es el de la probable falta de empatía hacia las desventuras de Patrick, que exhibe en los primeros capítulos una prodigalidad pecuniaria y una falta de conocimiento del prójimo muy propia de los de su clase. A pesar de los obstáculos que le pone la existencia. 
La familia es la segunda causa de trauma después de la guerra, dijo alguien. El clan Melrose se gradúa summa cum laude en esta tarea ingrata. La relación padre-hijo es sin duda el tema que vértebra las cinco partes de la historia, por lo demás cuidadosamente diferenciadas. Cada capítulo evoca una década con densidad y detallismo, desde la misma cabecera. La ambientación sobresaliente del tremendo Bronx de los ochenta, la psicodelia sesentera, la atocinada Provenza estival o el fin de milenio londinense está al servicio de una secuenciación narrativa en la que el protagonista va reelaborando su historia desde su poco mullido presente. Hijo único de una pareja de sociópatas que dedican su vida a representar el papel del rico, cultivado, filántropo británico de clase alta que sustituyen el psicoanalista de sus contemporáneos neoyorquinos por cruentas sesiones de esgrima verbal, enjuagadas las heridas con alcoholes y sesiones de música clásica. Lo que en la condesa viuda de Grantham era mala baba destilada, pura ironía de las islas, aquí son dagas que solo buscan el daño. Y todo sin dejar que los asados se enfríen.
Las elipsis terribles de los veranos franceses de Patrick son sencillamente sobrecogedoras. Todos esos recuerdos conforman uno de los retratos más certeros que se han hecho del sadismo últimamente. Jennifer Jason Leigh, felizmente de vuelta, encarna a la madre anulada de Patrick, una rica heredera estadounidense que se casa por aburrimiento y que se limita a ver, oír, callar, beber y volcar sus afectos en desconocidos, que es mucho más aséptico. Hugo Weaving como el padre, remueve las entrañas como encarnación de la vileza, de la mezquindad, de la maldad llana. Y sin embargo, las contradicciones de la dimensión emocional que nos hace humanos laten en todos los episodios. A pesar de todo, su muerte no consuela al hijo, que solo es capaz de relacionar su infierno infantil con su deambular cotidiano cuando su propia familia le abandona.
Llegados a este punto, uno solo desea que Zola no tuviera razón, y que el pobre hombre rico que maneja modélicamente los verbos sumergirse y derrumbarse en su literalidad y en su metáfora, sea capaz de sobreponerse a los determinismos sociales y genético. Vale la pena comprobarlo.

sábado, 13 de octubre de 2018

CINE: THE RIDER (2017)

Muy de vez en cuando, y casi siempre con retraso, llega a nuestras pantallas un relato  diferente y posibilitador de lecturas dispares. The Rider, segundo trabajo de la directora china Chloè Zao, puede interpretarse de dos maneras, dependiendo de si se cuenta o no con información previa. Ficción con base real, o documental con base de ficción. El adelanto proyectado en cines auguraba una buena muestra de cine independiente, aplaudida en Sundance y en la Seminci, con todos los ingredientes que se le suponen al género: brillantes interpretaciones de actores debutantes, una historia intimista, una dirección potente, poso de crítica y su poco de exotismo. ¿Una cineasta china interesada en la identidad cowboy? Venga.
El segundo paso es vencer la pereza que suscita en un europeo la construcción folclórico-cultural del americano medio, al que se culpa sin disimulo de los años Trump que nos han caído. además. No hay rodeos en Boston ni en Nueva York, y sus demócratas ciudadanos tienden a mostrar idéntica superioridad moral en relación a sus paisanos del Medio Oeste.
Pero la pérdida de la identidad y la búsqueda infructuosa de otra no es patrimonio único de las clases ilustradas. Con parquedad y transparencia, Zao decide reproducir matemáticamente la peripecia vital de Brady, un  joven vaquero que ha de buscarle un nuevo sentido a su vida al sufrir un accidente con secuelas en su última competición. No entendemos cómo puede consagrarse una vida al rodeo, pero sí a la Fórmula 1, al fútbol, a la gimnasia o al ballet.  Pero Brady no es diferente a ninguno. Su proceso de duelo atraviesa todas las fases reglamentarias, empezando por la negación. Carece de un entorno que favorezca la transición y no tiene acceso a un psicoterapeuta, así que le toca demoler sus cimientos en solitario. Da pasos vacilantes, tiene que compatibilizar el tiempo para sí mismo con las responsabilidades familiares, y su nula formación le cierra posibilidades. Aquí es pertinente descubrir que el personaje y el actor son la misma persona. Un desdoblamiento sorprendente porque no se está interpretando un guion sino que se está recreando la propia vida, casi a tiempo real. La familia Blackburn/ Jandreau se muestra tan real como si no hubiera un set de rodaje en medio, especialmente la quinceañera Lilly. Necesitamos etiquetas: verismo, neorrealismo, poesía cotidiana. No hay glamour ni una historia de superación merecedora de un trozo de prime time. Es todo lo contrario a Dallas Byers Club, aquella primera reinvención de Matthew McConaughey. Quizá haya momentos poéticos en las llanuras de Dakota, si entendemos la poesía en su variable despojada, pero lo que llena los planos es una profunda tristeza y la luz entrecerrada de amaneceres y anocheceres en el desierto. Los diálogos escuetos tampoco se rellenan con miradas.Los personajes apenas se miran unos a otros, siquiera cuando se intercambian las frases justas para la convivencia. Los vaqueros son duros, y los caballos su conexión esencial con el mundo. (Aquí un par de ellos casi se roban la función). Con una excepción. El mejor amigo de Brady, en una subtrama estremecedora que los mister wonderfulistas entenderían como esa historia de superación cuando solo es la certeza de un fracaso que cuesta presenciar. ¿Qué pasa cuando los sueños se alcanzan, pero no permanecen?

domingo, 16 de septiembre de 2018

CINE: LAS DISTANCIAS (2018)

¿Por qué nos empeñamos en revivir cosas que ya están muertas? En el debut cinematográfico de Elena Trapé, triunfadora en el festival de Málaga, la cámara nos echa a la cara certezas muy amargas y poco dadas a ser reconocidas. No es un retrato generacional, podría serlo sin duda, de la última generación preinternet. No lo es porque los treinta y tantos que los personajes pasean por Berlín podrían ser los treinta y tantos de aquella serie mítica. La cuestión no es el segmento cronológico de nacimiento, sino las prisas y los cambios que van aparejados a la inminencia de los cambios de década. Un grupo de amigos que en realidad no se ven y sostienen su figuración a través de las redes sociales. Podríamos ser cualquiera. La visita sorpresa al que emigró, todos tenemos uno, parece la ocasión pluscuamperfecta para hacerle la respiración asistida a esa relación que todos ellos asumen como esencial en la formación de sus vidas adultas.  El espectador identificado en fondo y forma se sorprenderá de la audacia y observará con esperanza si el frío fin de semana alemán supone el chute vitamínico que él mismo ansía cuando trastea en el mustio grupo de WhatsApp en el que se ha convertido su idealizada pandilla universitaria. 
Aquí, el título se revela sumamente acertado. Las distancias son muchas. Geográficas, las más inocuas. Sentimentales, las definitivas. Y una sola que se desvanece, la distancia lingüística. La historia y la adusta manera de narrarla imponen también su propia distancia. Cada uno de los presentes ha experimentado el fracaso en una o varias modalidades, y lo ha ido sobrellevando. Pero convivir setenta y dos horas llenando la mesa de embutido y fracasos mezclados se revela enseguida como inviable. Recuerdan en varias ocasiones que han organizado el viaje para verse porque, aun viviendo en la misma ciudad, no terminan de cuadrar sus agendas. La idealización del viaje como bálsamo medicinal es su error primero. El segundo es no admitir que una amistad verdadera tiene más aristas que una relación amorosa, y que no se mantiene viva por sí misma. Las generaciones venideras lo entenderán sin necesidad de recrear un Erasmus que no habrán vivido. El animado grupo que va a darle una sorpresa de cumpleaños a su amigo se deshace a las primeras de cambio: el tercer error es depositar en una convivencia de veinticuatro horas sobre veinticuatro la responsabilidad de aclarar, rellenar huecos y pacificar. 
El tono de la película es innegociable. Solo unos primeros momentos con cierta posibilidad humorística (la llamada al telefonillo, la casa desastrada), y en seguida cunde el desconcierto de la parte visitada y sorprendida, y de la parte visitadora después visto el giro de los acontecimientos.
La distancia entre ellos y nosotros no deviene jamás en desinterés. Al contrario. Comas, el visitado, vaga fantasmagóricamente por los espacios urbanos acarreando su carga de interrogantes que invitan a las elucubraciones más dispares. Recibe la visita inesperada por parte de unos seres que presumen de conocerle cuando ni él mismo se conoce. Los distintos trayectos vitales y esas decisiones discutibles, que en una quedada superficial se toman con misericordia, se transforman en reproches y desahogos en territorio ajeno. Y las contradicciones se hacen carne y duelen, como los Y si. Olivia, embarazada y arrepentida en porcentaje progresivo, se lleva las bofetadas de casi todos por defender hasta lo imposible su papel de rebelde y guía al tiempo. Su discutible negativa a dejar de fumar es altamente simbólica. 
En el pintón apartamento de Comas hace tanto frío como en las calles anochecidas a las seis de la tarde. Lo grisáceo invade el cielo, la ropa, los puestos de Frankfurts. Pero no nos confundamos. En Punta Cana o Cancún pasaría exactamente lo mismo, y sin un vuelo exprés en caso de urgencia. 

domingo, 15 de julio de 2018

MUJERES OPRIMEN A MUJERES: EL CUENTO DE LA CRIADA


En este año con Juego de Tronos en barbecho, muchos han necesitado consuelo o figura de sustitución, tarea inútil excepto si se consideran por separado los distintos planos que conforman a grandes rasgos el universo GOT, esto es,  sangre, muerte y destrucción, intrigas palaciegas e ingente presupuesto. De esta manera, en la lista de herederas improbables destaca la segunda temporada de El cuento de la criada(2017).  En España, además, con la posibilidad de ver el desenlace de la segunda en las plataformas digitales a la par que el comienzo de la primera en abierto.
Ambas producciones comparten desde esta temporada un condicionante, una tendencia con futuro en el audiovisual y en la vida: la independencia. Así, igual que los señores Benioff y Weiss se remangaron ya hace un par de años y siguieron la historia por su cuenta, la distopía lúgubre de Margaret Atwood terminaba en papel con la secuencia final de la primera temporada. En los dos casos se ha insistido en la estrecha colaboración con los autores literarios, aunque esto parece más palpable con la escritora canadiense.  Las decisiones creativas para emancipar la historia parecen haberse encaminado a conservar el tono, fundamental, y añadirle cuarto y mitad de ciertos ingredientes que redundan en el dolor físico y existencial.  Cantidades algo excesivas a tenor del número de espectadores y espectadoras, y críticos y críticas como la titular de The Guardian, que afirman haberse dado de baja conforme los capítulos avanzaban. Particularmente a partir del séptimo. Podemos deducir que a los guionistas emancipados se les ha comido el entusiasmo, igual que a un veinteañero anglosajón o treinteañero mediterráneo cuando se va de casa, pero sabiendo, solo en este último supuesto, que en la trastienda de la independencia permanecen los tápers de su madre.
Demasiado horror, demasiada depravación, demasiadas mutilaciones para un futuro que ya pintaba desolador en las primeras diez entregas. ¿Era necesario?
No es lo mismo presenciar tomatinas imaginadas en un segmento temporal pasado mítico que en una proyección de futuro no muy lejano con inquietantes raíces en nuestro presente, como los medios y las redes han insistido en recordar.  Las peripecias, los infortunios y el (temporal) renacer de Offred la han emparentado peligrosamente con Samsa Stark, sufridora oficial de Westeros. Aunque de momento no comparte el porcentaje de odiadores, todo se andará.

La cuestión principal que las hermana, la cuestión principal de todo, es, de nuevo, si son merecedoras o no, del sello "serie feminista". Así clasificada y recibida con alborozo fue el pasado año. Y todo parecía en orden. No obstante, las cosas han cambiado en Gilead, y al igual que aquí ya hicimos notar ciertas reservas respecto de otorgar la denominación "feminista" a la pasada temporada de GOT. https://elninocabra.blogspot.com/2017/07/juego-de-tronos-y-el-no-feminismo.html, no es posible dejar de lado las aristas del debate en cuanto a la evolución y revolución de tramas y personajes del drama de las sirvientas. 
Llegados a este punto, debe cuestionarse seriamente la contribución de algunos personajes femeninos al padecimiento de otros personajes femeninos. Estando de acuerdo en que Gilead es una sociedad ultrapatriarcal, con todos sus tics bíblicos que ahora nos avergüenzan y nos hacen reflexionar, no es menos cierto y mucho más patente en esta temporada que las mujeres oprimen a las mujeres. Dos ejemplos, brillantemente construidos, de encargadas de perpetuar el orden impuesto por hombres en primera instancia. Tía Lydia y su rictus de gurú sectario, y sobre todo, Serena Joy. Dos complejas malvadas a las que la narrativa de la tercera ola librarían de toda responsabilidad por limitarse a reproducir los usos masculinos que han sido incrustados en su modo de ver la vida. Sin entrar en detalles deterministas, negar la autonomía de Serena Joy en cuanto a la construcción ideológica de su nación es no haber visto la serie. Es evidente, sobre todo, en los numerosos momentos de retrospección que esta temporada le dedica, necesarios también para justificar sus acciones posteriores y, por qué no, regalar al atribulado espectador alguna golosina de justicia poética. 
Todos los regímenes opresivos necesitan para sobrevivir el colaboracionismo de parte del oprimido para sobrevivir, se dice en estos casos. Y se repite que, en estos casos, la libertad de acción está coartada, bien por amenazas, bien por la propaganda que se enquista dentro.
La misma Margaret Atwood negó que su obra fuera exclusivamente feminista, tras el entusiasmo entronizador de las redes. No importa. De qué viviríamos los comentaristas de textos si no pudiéramos enmendar la plana a los autores. Más tarde, ella misma se puso en duda en un artículo llamado "¿Soy una mala feminista?, publicado en The Globe and Mail, el diario más leído de su tierra, a cuenta de un caso de acoso posteriormente sobreseído. 
El caso es que las mujeres son las principales perjudicadas en la paranoia de esa nación anacrónica llamada Gilead que lucha por su supervivencia literal con los medios más literales que tiene a su alcance. La encantadora quinceañera Eden ha representado esta temporada la eficacia de un buen y precoz lavado de cerebro.  Pero no son las únicas. En estos episodios conocemos la existencia de más castas apartadas, y no deja de sorprender que las niñas, como la bebé enferma de Janice y Hanna, la hija de June, sean tratadas con igual dedicación que los niños. Al menos, hasta el undécimo capítulo, que da un volantazo en cuanto a la resolución de conflictos y abre nuevas vetas en la interrelación de caracteres. 
La necesidad de satisfacer las expectativas y seguir marcando la pauta, se ha notado en la distribución de las tramas, de tal forma que esta segunda tanda puede esquematizarse en función de la aparición y tratamiento de variados temas de los de antaño denominados "de candente actualidad". Y sin venir muy a cuento en algunas ocasiones, como la experiencia de la gestación subrogada.
Por todo ello, se seguirá hablando mucho de esto, y muy poco de lo realmente destacado en esta segunda tanda: La inmensa trascendencia que tiene el leer y escribir para cualquier persona, con independencia de sexo y situación, y mucho más evidente en circunstancias tan adversas. Ese es el núcleo real de la historia desde el principio. La lectura y no digamos la escritura, representan la verdadera transgresión en este mundo asfixiante. El cuestionamiento de las normas que acarrea el conocimiento es el verdadero arma que debe conservar el oprimido, y erradicar el opresor a toda costa. En la primera temporada, cuando Fred podía llegar a caer bien, las escenas de conversación con June suponían el respiro. En esta ha brillado la complicidad interesada entre ella y Serena, al atribuirse imaginariamente los roles de secretarias del comandante convaleciente. En el giro abrupto que suponen los dos últimos capítulos, el peligro que supone el acto de leer provoca las primeras fisuras en el bando de los poderosos. 
La cantidad de nominaciones a los premios Emmy que se han recolectado hace unos días, animarán a seguir explorando esos paralelismos. 

lunes, 18 de junio de 2018

CINE: LOS NOVENTA SON LOS NUEVOS SETENTA. DON QUIJOTE Y LUCKY

Coinciden, últimos días en la cartelera, dos maneras opuestas de afrontar la vejez, decrepitud, degeneración. Una tragedia existencial frente a una comedia existencialista. La idea del cine como pretexto, y del cine como fin. Un enloquecido auto homenaje por haber finalizado la película más tortuosa de la historia, frente a una autenticidad refulgente en envase pequeño. Son El hombre que mató a Don Quijote, y Lucky.
Lucky es un anciano veterano de la segunda guerra mundial que se ha hecho un hueco en su pequeñísimo ecosistema rural y en los afectos de sus habitantes. Sus rutinas diarias se ven quebradas una mañana cualquiera, con una anodina lipotimia después del yoga.  Sentado junto a su médico de cabecera, la certeza de la mortalidad cae en él como una losa. Frente a la búsqueda (fracasada) de la inmortalidad quijotesca, Lucky se ve obligado a convivir con los sinsabores de la condición humana. En su película autobiográfica, Terry Gilliam dibuja a un anónimo zapatero que se convierte en Don Quijote por exigencias del guion y que termina poseído por su personaje igual que Bela Lugosi. Explotado turísticamente durante diez años y confinado en una caravana, consigue a un renuente escudero en forma de director de cine muy snob. Este doble tirabuzón con mortal hacia atrás impone una excesiva distancia, no solo con el original literario, inalcanzable, sino con el mismo espectador, que no llega nunca a identificar a los dos como la gran pareja de hecho que fueron para las letras. La primera "Buddy movie" de la historia.  Cada vez que el vaquero enfurruñado de Harry Dean Stanton, en un testamento cinematográfico que querría cualquiera, entra en su bar, en su tienda, o recorre su calle, la cercanía es irremediable. Y es inevitable la conexión emocional, eso tan importante para atar a un espectador a la butaca. Acostumbrados como estamos a los villanos, los cínicos, los sociópatas y los trastornados/traumatizados varios, puestos en valor protagónico por la narrativa contemporánea, Lucky nos remite a esos caracteres galdosianos hechos como la repostería, con cariño. A lo largo de más de dos horas de metraje, ninguna sentencia es digna de mención en El hombre que mató a Don Quijote. La película de David Carrol Lynch no está manca de ellas. La eterna discusión, perdida de antemano, de un nonagenario ateo, folclórico rasgo en el Medio Oeste, con los paisanos que le respetan pero no le entienden.  Los reproches a un amigo que ha perdido a su estrafalario compañero de vida. La conmovedora fiesta mexicana. Todo condensado en una frase: "Alone is not lonely". Tremenda verdad.
El existencialismo ateo, el bueno, ya nos dijo que fuimos arrojados al mundo, y que a partir de ahí, era nuestra tarea bregar con las circunstancias, y con la muy pesada carga de la libertad individual. Elegir es incómodo y sobrellevar la presión de lo ajeno más. La existencia es caos y paradoja, y ahí los fuegos artificiales de Gilliam sí que lucen. Mantenerse fiel a sí mismo en medio de desorden y de las veletas es algo que dominan el caballero de La Mancha y el cowboy. Crepusculares ambos, intentan burlar a la Parca con los medios que tienen a su alcance. Un vitalismo dispar pero complementario. El ex zapatero transmutado en hidalgo necesita sentir literalmente los golpetazos de la vida. El vaquero busca la confrontación dialéctica y se aleja del deterioro cognitivo siguiendo los concursos de la tele. Carece de una Dulcinea pero no de las camareras del diner donde va a tomar café cada mañana. Hay que escoger. David Lynch ya lo ha hecho.

domingo, 3 de junio de 2018

FARIÑA. GALICIA CALIDADE

Feria del Libro de Madrid 2018. En la caseta de Libros del KO destaca un humilde folio advirtiendo que "Aquí no se puede vender Fariña". Así que, mientras una resolución judicial aboca al ostracismo a una editorial independiente, el segundo grupo de comunicación más grande del país se prepara para recoger todo tipo de premios con la versión televisiva de la misma historia.  Una decisión de guion separa ambos destinos, un personaje secundario que decide suprimirse por motivos creativos, o de presupuesto.  
El caso es que Fariña, la serie, ha supuesto un punto de inflexión en el audiovisual accesible al telespectador medio, y justo en el año del despegue de Movistar como plataforma de contenidos. Con elogios unánimes acerca de su calidad, pero también con una audiencia en progresión descendente, ha recordado, en ese aspecto, a otros casos ilustres como El Ministerio del Tiempo. Su ventaja, y otro punto que la alejaba del estándar, fue su planteamiento inamovible de historia cerrada. No habrá segunda temporada, la némesis de las series españolas en abierto. Diez capítulos que han jugado continuamente con los límites entre realidad y ficción, a cuya costa se han vivido momentos tronchantes como la querella de uno de los protagonistas por una escena de sexo que juzgaba humillante en el primer capítulo.
Disponible aún para ver en línea, repasamos algunas de sus claves:
- Tras ver el primer capítulo, un conocido resumió su parecer con la frase: "Está bien, pero Sito Miñanco es una copia mala de Scarface". Ignoraba que era un personaje real, pero sí que estaba bien presente la eterna y cada vez más injusta comparación con los de siempre. Ni tampoco es Pablo Escobar, por más que el devenir de la historia nos lleve a ciertas intersecciones.
Uno de los valores añadidos de la historia desde el minuto uno ha sido apostar por el localismo extremo. Llevado a las cuestiones de idioma, sorprende que no haya habido quejas como las hubo con La Peste, producción de Movistar a la que se le reprochó la supuesta ininteligibilidad de su dialecto andaluz. La radiografía tan certera del galleguismo, con o sin narcos, ha suscitado la curiosidad comprensible del español de la meseta, tan cerca, tan lejos, y de cara al próximo verano ya se están promocionando rutas turísticas por Cambados y aledaños. Local, pero potencialmente muy exportable, de eso se trata. Todo es gallego certificado. Desde el reparto, desconocido fuera de la región hasta ahora, hasta la fenomenal y muy heterogénea banda sonora, muy presente para añadir y subrayar en los momento álgidos de la trama. Valle-Inclán estaría orgulloso.
- La etiqueta "basado en hechos reales", tan traicionera, supone aquí una exigencia adicional, por cuanto la mayoría de los personajes viven, y habrán seguido con detenimiento las tramas. Ellos y sus abogados. Para los espectadores más jóvenes, que no vivieron los años del proceso, los medios se encargaron de proporcionarles las lecciones de Historia suficientes. En este sentido, es un poco triste constatar lo que cuesta aún distinguir entre realidad y ficción. Otra de las protagonistas del hecho real se lamentaba en prensa de que el guion no reflejaba exactamente todos esos años tempestuosos como ella los había vivido. Que había sufrido mucho más, vaya. 
- La actualidad manda, y en este sentido sí procede una comparación con otra manera de enfocar este tipo de historias. Si bien parece, aunque no es, que los tiempos del narco gallego ya no son dorados, en el sur han tomado el relevo. Visto lo que se está viendo, sobre todo en ciertos noticieros, urge un adaptación de Fariña a la circunstancia sureña, y su idiosincrasia única. Porque, puestos a comparar, El Príncipe no era más que una novela romántica adaptada, con peripecias intercambiables y devenires amorosos sumamente estereotipados, como era de esperar viniendo de donde venía.
- El ritmo frenético que no decae casi nunca, es un beneficio directo de la duración humana de cada capítulo. Tanto se critica, desde los medios especializados con toda justicia, la excesiva duración de las series españolas, y llegan aquí unos valientes que se atreven a desmentir a la lógica. Los setenta minutos de rigor que ahorran muchísimo dinero a la cadena por cubrir más de una franja horaria, se hacen cortos. Pero no lo diremos muy alto, es una excepción a la regla. 
- Un protagonista carismático, que no es un malvado al uso, ni muestra atisbos de arrepentimiento o conversión. El verdadero Sito puede estar bien contento con su trasunto. No ha presentado denuncia alguna hasta el momento.
- Y por último, y no menos importante en estos tiempos, la predominancia de mujeres fuertes, tanto en un bando como en otro. Las esposas que se hacen cargo del negocio mientras sus maridos están huidos, y las madres coraje que se enfrentan a los que han arruinado la juventud de una generación completa. Incluso la que parecía más sumisa, atiza una bofetada a su cónyuge en el capítulo final. 
Así que si, sí se puede. 

domingo, 22 de abril de 2018

CONTRA LA LECTURA

CONTRA LA LECTURA (THE SOLITARY VICE AGAINST READING).
Dentro de la contemporánea afición a cierto tipo de ensayo, con la dosis justa de erudición y marcada vocación divulgativa, la siempre original Blackie Books nos trae en español un texto de título provocativo, publicado hace ya diez años por la profesora de Baltimore Mikita Brottman. La traducción recorta el aún más provocativo subtítulo inglés, que según cuenta la autora en el prólogo, ya suscitó reacciones en la época pre-twitter. Así que, para adecuarnos a nuestro tiempo de indignación en 150 caracteres, nos preguntamos lícita y doblemente si “¿Está insinuando lo que creo que insinúa? (Acompáñense de fruncidas de ceño y retuits a las cuentas de la RAE, el Ministerio de Cultura y el Gremio de Libreros).
Que la lectura, como la escritura, es una acción solitaria, puede comprobarse a diario en casa y en el metro. La alfabetización general hizo innecesarias las sesiones de lectura colectiva tan bien retratadas en los Cuentos de Canterbury o el Quijote. Clásicos en toda la extensión del término que se convierten en víctimas colaterales en la última parte de este ensayo.
Que se compare al otro vicio solitario es pertinente. Ambos pueden afectar a la buena conservación del intelecto y de la vista. Pero la indagación comparativa se detiene en la explicación del subtítulo. A partir de ahí, la autora toma la palabra y nos sumerge en un texto más confesional que académico, a un lector al que agarra con firmeza para mostrarle con su experiencia lo peligroso y excitante que puede ser leer, a la vez que intrascendente y aburrido. 
Confieso haber leído con satisfacción la primera parte del libro. Ir a contracorriente en temas de visión única es cansado. Leer que alguien más discute uno de los dogmas más asentados de hoy consuela de la soledad dialéctica. Solo los ignorantes podrían cuestionar la necesidad de fomentar la lectura desde la infancia. Leer es un acto intrínsecamente bueno, no importa qué se lea. La lectura conduce a la felicidad, y ahora que es obligatoria, nuestros gobernantes, al contrario que casi todos sus predecesores, se desviven porque leamos. ¿Te gusta leer? Preguntaban antaño los comerciales del Círculo de Lectores. Quién va a decir que no públicamente. Leer bien implica un ritual que atrae y a la vez aleja a potenciales usuarios. La autora duda de la efectividad de campañas coloridas hechas para estadounidenses, pero desconoce la existencia de un país, España, en el que más del treinta por ciento de los encuestados reconoce sin rubor su único libro leído al año. Queda claro que Spain is different. En esta primera mitad del libro, apenas se notan los diez años transcurridos, en la deconstrucción valiente de fúnebres vaticinios acerca de la supervivencia del lector. Amazon vs librerías independientes, libro electrónico, mercado e industria. Observamos con alivio cómo el Apocalipsis no ha llegado aún, y que nuestra cifra disparatada de novedades editoriales palidece ante la de Estados Unidos. Si parece que se publica todo, por qué rechazan mi novela, se preguntará algún autor por descubrir.
Pero hacia las últimas páginas, el objetivo crítico cambia, desafortunadamente, y el subtítulo adecuado pasaría a ser Contra la lectura (de los clásicos). La heterodoxa académica adopta el muy tradicional rol posmoderno de relativizar la importancia de lo antiguo. Apoyándose en ilustres colegas sufridores del programa de lecturas de Oxford, la emprende con todos, desde los griegos hasta los rusos. Y no queda claro si el tono bipolar es buscado o es fina ironía. Queda claro que Joyce y Cervantes no otorgan certificados de buena conducta, pero es que además son culpables de muchos malos ratos en eventos sociales. Resulta interesante esa raza de intelectuales compasivamente dibujados que ha de fingir que han leído lo que no han leído, acechados por el síndrome del impostor. Puede haberlos, en un circuito bastante acotado. Las señoras engatusadas por Christian Grey no necesitan demostrar por qué le prefieren a Stephen Dedalus. Y no. No se manda leer el Quijote a niños de doce años. Pero sí se les deja con sagas juveniles de mensaje ultraconservador, dentro de un bloque curricular denominado “Educación Literaria”.
Además de la muy estimable bibliografía, hay que destacar la excelente traducción de Lucía Barahona, que evita el posible desfase con la publicación original con notas propias y un visible interés por hacer partícipe a la autora.


 Mikita Brottman: Contra la lectura. Blackie Books. 2018. 166 páginas.

lunes, 9 de abril de 2018

EL CAIRO CONFIDENCIAL (THE NILE HILTON INCIDENT)

En México se inventó la palabra (mordida), pero en el oscuro film de género del sueco Tarik Saleh, la policía egipcia le da un nuevo sentido al enriquecimiento ilícito de servidores públicos. The Nile Hilton Incident no necesitaría la obvia referencia de su título en castellano para emparentar con las más certeras muestras de cine negro contemporáneo. Empezando por su protagonista, un derrotado detective viudo que, a falta de gabardina, luce cazadora de cuero en las aparentemente calurosas noches de enero de 2011, la Primavera árabe al caer y la plaza Tahir a punto de la implosión. En los estertores de un régimen que no sabe que está muriendo, un crimen en un hotel de lujo, poderosos implicados y una testigo en lo más bajo de la pirámide social. La peripecia y el desenlace pueden deducirse, en un entorno contaminado por la corrupción y el abuso de poder. Pero el entorno es nuevo, o lo suficientemente exótico para el espectador del pulcro Occidente. El entorno es nuevo, pero la molicie moral es la misma. Todo tiene un precio, todo se compra y se vende, y si Asuntos Internos llama, no es para hacer limpieza sino para reclamar su parte, y entonces toca esconder el Mercedes en el garaje del cuñado. 
La historia comienza presentando al detective protagonista recaudando el impuesto revolucionario a los comerciantes del centro, muy al estilo Denzel Washington en la poco valorada Training Day. Algo se remueve en su conciencia cuando le cae la resolución del crimen, o la simulación de resolución. Por un momento, puede codearse con el poder, aquí en forma de mejor amigo de hijo de Mubarak, e incluso sacar brillo a su autoridad maltrecha.  
La atmósfera, como corresponde, se va enviciando progresivamente, y mucho tiene que ver el humo permanente del tabaco, erradicado en el actual cine a prueba de ofensas. Todo es desasosiego y oscuridad en las largas caminatas por la capital nocturna, en un continuo insomnio que produce monstruos. 
Paralela al desarrollo del caso, asistimos a una disección de la clasista sociedad egipcia, estructurada en capas tan estancas entre sí como un corte geológico. La infortunada testigo de los hechos es sin duda el destello más original de la trama. Una muchacha sudanesa, "kelly" en el hotel de superlujo, que percibe su salario en mano y cada día, de tal modo que sus empleadores no tienen que molestarse siquiera en conocer su nombre. Nosotros sí. Salwa propone al espectador una excursión al inframundo de la megalópolis, una muestra modélica de chabolismo vertical que disfruta sin embargo de una frágil armonía.  Una miseria en pacífica convivencia que salta por los aires por una decisión desafortunada y un lícito deseo de sacar tajada de la primera ventaja evolutiva que los depredadores ponen al alcance de los inmigrantes africanos. 
Ningún participante en el devenir de los sucesos pasaría un examen de honestidad. En casi todos los casos, mera cuestión de supervivencia. La verdad supura, y compensa los altibajos del ritmo narrativo y algunos subrayados excesivos acerca del peligro que corre Noredin y el trazo grueso de algunos secundarios, gordos, feos y avariciosos. 
Mucho ha llovido sobre la plaza Tahir desde 2011, y más desde el asesinato que inspira la película en 2008. Qué pensarán los revolucionarios, o serán ellos los que acaban de renovar al mariscal Al-Sisi con más del 92% de los votos. 

sábado, 17 de marzo de 2018

MADRE HAY MÁS QUE UNA (II): YO, TONYA (2017)



Una semana después de que el tío Óscar premiara la diversidad concentrada en una sola película , sigue siendo llamativa la amplia gama de madres que hemos conocido en esta temporada de cine.
La señora Harding y su derecho inalienable al sueño americano vía filial nos recuerda de inmediato a otro gran villano y padre de deportista: el señor Agassi, en la estupenda biografía de su hijo André (Open, Duomo ediciones).
No deja de ser admirable la perseverancia de algunos súbditos del imperio por desmontar su propia mitografía. Si hace unas semanas se estrenaba con sigilo The Florida Proyect, días después nos llegó esta biografía semidocumental, con algo más de resonancia debido a la candidatura, cristalizada, de Allison Janney como mejor actriz de reparto y a la injustamente relegada Margot Robbie.
La truculenta historia marcó el inicio de los años noventa y era cuestión de tiempo su llegada a las pantallas. El director Craig Gillespie opta muy inteligentemente por cargar las tintas en el tono de farsa surrealista que destilan las entrevistas reales de los intervinientes en la maléfica trama. (En este sentido, el cartel promocional del filme no deja lugar a dudas). Es la crónica de una mentira, la de que cualquier estadounidense puede llegar a lo más arriba desde lo más bajo, y sobre todo, la radiografía de una sociedad que envuelve sus prejuicios en brillante papel de regalo.
La otrora reina malvada introduce los retazos más destacados de sus comienzos, su auge y su caída, sin lamentaciones y con la distancia típica de los que ya no se lamen las heridas ni observan cada día sus cicatrices. Aunque llega tarde para reparar su imagen, el espectador de este siglo no puede evitar eximirla de toda culpa, más aún tras la aparición en escena de su archienemiga archiperfecta Nancy Kerrigan, la víctima de un descacharrado plan digno de cualquier de las versiones de Fargo.
En este punto se impone la crítica sociológica. Tonya, que asume ser parte de la “basura blanca”, y Nancy, criada en la muy elitista, intelectual, demócrata y europea Costa Este. Tonya se da cuenta por las malas de que el hacerse a sí mismo tiene límites en cuanto a la mercadotecnia se refiere. Su pública crucifixión era la consecuencia lógica de ser una chica mala. Todo lo contrario a otros casos ejemplares de superación de la adversidad a través del deporte más exigente. La gimnasta Simone Biles, merecedora de todos los honores como deportista y como persona sería la fotografía en color, y nuestra poco afortunada patinadora, el blanco y negro.
Desde el punto de vista técnico, queda claro desde el inicio de que no estamos ante un documental, sino ante un trabajo de ficción excelentemente rodado. Las secuencias de patinaje se suceden a un ritmo adictivo. La narración, perfectamente medida, no decae jamás. Sin momento para el tedio, se van sucediendo las apariciones de unos personajes tan de tebeo que sólo pueden existir de verdad. La sonrisa se torna en mueca más de una vez (el reencuentro de madre e hija tras el hecho), y, como contraste a las diversas odas al periodismo que han jalonado el último cine, la sutil pero ácida crítica a la noticia como alimento para las masas. El plano último del televisor nutrido con el nuevo escándalo, la rueda que nunca se detiene.



domingo, 18 de febrero de 2018

MADRE HAY MÁS QUE UNA: THE FLORIDA PROJECT (2017)

No c
No cabe duda de que Julita Salmerón es la madre de España 2018. Una mujer de las de antes, solo definible a través de tópicos: personalidad arrolladora, sin pelos en la lengua, sinceridad desarman, naturalidad en estado puro. Mientras se anima a presentar los próximos Goya, otro modelo de maternidad se asoma tímidamente a la cartelera. Una lástima, porque The Florida Proyect, nombre inicial  del parque temático de Disney en Orlando, es una gran bofetada en toda la cara del nunca extinto sueño americano. Un muestrario tremebundo de votantes de Trump, los peyorativamente conocidos como “basura blanca”, que en los estados del interior malviven en caravanas, o, en moteles de mala muerte, como es el caso.  El motel, otro de los lugares comunes de la mitografía yanqui que tanto idealizan los turistas. La ironía es sangrante en casi cada secuencia, y supura por nuestros poros intelectualmente superiores. Ya desde el título mismo nos confronta la paradoja. Las numerosos y asilvestradas criaturas que habitan este símbolo violeta del chabolismo vertical podrían ir caminando al parque de atracciones al que peregrinan sus semejantes de todo el mundo.Es como leer el Lazarillo en negativo: si allá reíamos con cierto remordimiento de las desgracias del muchacho, aquí se nos deforma la mueca contemplando la aparente frivolidad y ligereza con la que los residentes del Magic Castle afrontan sus dramas cotidianos.
Muy elogiosamente se ha hablado de la interpretación o no de la joven protagonista. Aquí hemos de recordar a la Frida de Verano 1993. ambas desafían la paciencia y la empatía de los adultos, ambas versiones oscuras de un Daniel el Travieso ya convertido a estas alturas en el hombre de mediana edad con hipoteca en zona residencial, esposa, tres hijos y perro que auguraban sus rubios mechones cincoañeros.
Y qué fácil juzgarlos, sobre todo a la madre de Moonie, un personaje a veces tendente a lo hiperbólico en su caracterización que no recibirá jamás un trofeo  a la mejor del mundo. Una excesivamente joven y choni madre coraje que desafía los valores más elementales con cada paso que da, que desafía la desolación haciendo que su hija aproveche cada momento de una infancia condenada. Cundirá la indignación en las conciencias mediterráneas observar la dieta de ambas, pero como dice Halley, “sé hacer algunas cosas pero la comida preparada cuesta un dólar”. Los que hayan campeado por los Estados Unidos sabrán que no miente. Una versión postadolescente de Carmina, la madre de los León, que fue la primera en incorrección y descaro.
No hay posibilidad de distanciamiento. El director coloca la cámara a la altura de los niños y les seguimos allá donde van, viendo el mundo desde su altura. No hay apenas música, y los breves instantes de esparcimiento vienen de la singular y paternal relación con Bobby, el encargado del motel, el "pringado", y única figura de autoridad para pequeños y mayores. A diferencia de Moonlight, que destilaba oscuridad y melancolía en un Miami desconocido, las correrías de Moonie y sus secuaces se acompañan de la luz esperable del verano y del color de los edificios y vestimentas. Otra paradoja.



The Florida Project
2017
115 min.
United States
Director: Sean Baker
Guion:Sean Baker, Chris Bergoch
Fotografía:Alexis Zabé
Reparto:




viernes, 26 de enero de 2018

BLACK MIRROR SON LOS PADRES


¿Black Mirror, o realidad? podría ser el título de una de las pruebas tontorronas con las que El Hormiguero asaetea a sus invitados. Porque, ¿cuándo dejó de ser Black Mirror el espejo siniestro donde mirábamos nuestro futuro inmediato? ¿No sin algo de ingenua confianza en un golpe de timón que nos alejara? Pudo ser en el metro,  el día en que nos dimos cuenta de que todos nuestros compañeros de vagón, todos, se entretenían mirando el móvil. O cuando entramos en Facebook y la publicidad ofrecida tenía relación con las últimas búsquedas en Amazon. O cuando nos rendimos al íntimo placer de puntuar a los demás por su apariencia y conducta y a la ansiedad por ser puntuados. 
El caso es que la invención de Charlie Brooker hace tiempo que ya no encaja en la definición de  distopía. 1984 tardó decenios en replicar a Orwell. . En este caso, la realidad ha alcanzado a la ficción en menos de un lustro. Y no es un demérito para Netflix, que responde con orgullo “ya lo dije primero” cuando Pizza Hut tuitea la próxima llegada de los vehículos autónomos de reparto que son la mecha que prende “Crocodile”. Y qué decir de la siniestra publicidad de Meetic y su “coach” para encontrar la pareja perfecta, precuela inconfesable de “Hang the DJ”. 
Así las cosas, la quinta temporada acerca a la serie a una confortable madurez, con la irregularidad inevitable. Con una vocación nueva de ser cronista del presente y del mañana más literal, los seis episodios siguen proporcionando momentos excelsos y sensaciones perturbadoras. Si el hallazgo de la pasada entrega fue el final feliz de San Junipero, esta vez se prueba con la suave parodia friki en USS Callister, que amenaza con  secuela. Pero, sin duda, el concepto clave de la serie 4 ha sido el del “paternidad/maternidad”. En dos vertientes diferentes y complementarias, partes del proceso ambas, e incorporando las ideas y términos más exitosos en las modernas pedagogías.El capítulo 2, “Arkangel”, dirigido por Jodie Foster, y el 6, “Black Museum”, evocan la cruz y la cara de ser padres. La tablet diabólica que censura las vivencias de la hija en Arkangel nos resulta extremadamente familiar en su propósito. La sensación general es que los padres nunca fueron tan sobreprotectores como lo son hoy. Acercando la reflexión a lo que tenemos más cerca, es sorprendente/desazonador/ que la generación patria criada con La Bola de Cristal, cuyas vidas al límite sin cinturón de seguridad se recuerdan con regocijo en Yo fui a EGB, entren en modo ataque cada vez que su retoño se siente importunado; ya sea por un congénere que le hace la zancadilla en el recreo, o por un maestro que anota en su agenda la falta de deberes. El futuro inminente que retrata el episodio está a tres zancadas y da tanto miedo como solía darlo la serie entera cuando era británica. 
El último capítulo de la temporada es una oda a la autorreferencialidad. Un festín para los buscadores de conexiones entre tramas y personajes. Y también un merecido autohomenaje del orgulloso padre de la criatura. El museo de los horrores enclavado en un secarral funciona a la manera de unos grandes éxitos. Hay recuerdos para todas las temporadas, bajo el común denominador de toda la serie: qué pasa cuando la tecnología se nos va de las manos. La audaz adolescente protagonista no dispuso precisamente de una vida filtrada por el artefacto Arkángel. 
Black Museum supone un muy adecuado cierre temporal en su interés por recapitular y entretejer detalles olvidados por el amplio margen entre entrega y entrega. Charlie Brooker nos recuerda lo que ha crecido su serie con esta original reinterpretación del clásico álbum de fotos familiar. 
Situada ya plenamente en su nicho de comodidad, habrá que seguir atentamente evoluciones temáticas y  narrativas. Aún queda capacidad de sorpresa. 


lunes, 1 de enero de 2018

¿FEMINISTAS SOMOS TODAS?

POR QUÉ NO SOY FEMINISTA (UN MANIFIESTO FEMINISTA)

Confieso que una de mis motivaciones al abordar la lectura de este sorprendentemente polémico ensayo era averiguar si Cristina Pedroche y las modelos de Victoria´s Secret podían ser o no feministas. Ya tenía claro que las camisetas con proclamas y leyendas eran una manera cómoda y asequible de serlo, y que el color rosa podía ser a la vez estigmatizado por reduccionista y escogido como distintivo de causas tan femeninas como el cáncer de mama. El mundo es cada día más complicado, y la aparente paradoja del título era una invitación a desentrañar siquiera un trocito de esa complejidad.
Las entrevistas que la autora ha ido despachando compartían plenamente el tono del libro, tan llamativo o más que su incendiario y trabajado contenido.
Así pues, Jessa Crispin se presenta en persona y en su texto como el negativo de la perfecta equidistancia. En lugar de estar de acuerdo con todo, apelar al agnosticismo ideológico o de tener en una mano el palo y en otra la zanahoria, se pone a repartir estopa contra todas. Y digo contra todas, porque hacia la mitad del libro deja clarísimamente expuesto que los hombres no son lectores bienvenidos. Tanto como si buscan exacerbar su lado femenino, o respuestas a su recién descubierta conciencia, no es el trabajo de la autora evangelizar o convencer.
Así las cosas, las que sí podemos leer, nos vamos a dar de bruces con un tono de escritura inusual en el género ensayístico. Un estilo bronco, profundamente airado y a veces macarra, que no ahorra en interjecciones y expresiones coloquiales, que funciona en ocasiones pero que en otras perjudica la reflexión intelectual que es el reconocido núcleo de la obra.

La insistencia en esto último, en que el/los feminismos actuales han arrumbado la ideología en favor de la terminología vacua y de la apariencia, no consigue hacerse llegar con claridad. En una lectura atenta surgen contradicciones entre el mensaje al que se aspira y el público objetivo al que se quiere hacer llegar. La autora reitera su tesis y la apuntala mediante la demolición de todos los lugares comunes del feminismo de hoy, pero no propone nada a cambio. La apelación a recuperar la cosmovisión radical de las pioneras en el movimiento no se acompaña de medidas concretas que las consumidoras de camisetas y revistas femeninas puedan llevar a cabo en sus rutinas diarias. Hay que releer a las clásicas, sí, pero la nueva hornada de adolescentes y universitarias que son carne de mercado necesitan algo más para dejar de ser eslóganes andantes.
Es particularmente enriquecedor el capítulo en el que equipara las marcas lingüísticas 3.0 (empoderamiento y demás), con el narcisismo de sus usuarias. Es este uno de los valiosos aportes del libro: diferenciar entre el individuo y el colectivo, entre sus necesidades/gustos/deseos y lo que el mundo requiere de las mujeres para ser mejor lugar que el que nos encontramos al nacer. Nos interrogamos sustancialmente acerca de la cultura de la indignación, anatema para el feminismo de redes sociales. ¿Es lícito exigir el despido de un hombre por un comentario desafortunado? ¿Por qué no es admisible hoy rebatir locas afirmaciones hechas por mujeres, del tipo “somos independentistas sin fronteras”? ¿Hay que desterrar a las mujeres célebres que no se declaran feministas y abrazar a las estrellas que sí lo hacen para vender su negociado? Aun siendo la publicación del libro anterior al terremoto Weinstein y a la coronación del #MeToo como el movimiento social más destacado de este recién terminado año, son cuestiones de permanente pertinencia.
Y llegamos al quid de la cuestión: el feminismo es imprescindible, sí, pero no este. Las mujeres han sido explotadas y sometidas, siguen siéndolo, pero no por el hecho intrínseco de serlo, sino como parte del engranaje devorador del sistema patriarcal capitalista. Dicho así suena algo antiguo, pero la autora consigue que recordemos la dualidad atávica de esta nuestra organización del ecosistema. Una afirmación polémica, el engarzar los conflictos de género con el abuso de poder. ¿De quién y hacia quién? Nos sorprendemos al descubrirnos en este punto ante un texto mucho más antisistema, y teóricamente más simple de lo que apuntaba en un principio. Los hombres blancos, y las mujeres blancas, como ideólogos, participantes y beneficiarios del sistema, son los culpables. Un titular jugoso que no ha sido desaprovechado, el desprecio nada sutil de Crispin por las mujeres que desde la cúspide de sus multinacionales o de sus países, se han empoderado sin sororidad alguna y están contribuyendo a la maltrecha marcha del mundo a la vez que se dedican portadas sobre sus historias de esfuerzo, superación, discriminación, y conciliación. El feminismo de hoy es un traje a la medida de la mujer blanca del Upper West Side, esgrime la autora, y no podemos más que darle la razón. Reclamar guarderías o ayudas para cuidadores no es feminista, porque la maternidad no lo es y velar por nuestros ancestros tampoco.
Otras dudas se quedan en el tintero. Nada se dice acerca de la hipotética “monstruosa naturaleza del hombre y su libido”, sensacional título de uno de los artículos más leídos del año en The New York Times. Aunque, como afirma Jessa con su rotundidad habitual, los hombres no son su (nuestro) problema. Sí su (nuestra) responsabilidad.
Al final, una sorpresa y una certeza. Sorpresa de encontrar entre los agradecimientos a Emma Goldman y a Santa Teresa de Jesús, y la certeza de que, a día de hoy, Cristina Pedroche sí es feminista.


Jessa Crispin: Por qué no soy feminista. Un manifiesto feminista. Lince Ediciones. 2017.